Esculpido por George Frampton, emplazado a pocos metros de una iglesia. Una figura de piedra delgada y recta, con las manos al costado pero no caídas de su ropaje de enfermera; tallada está su frase previa al fusilamiento sobre el patriotismo que no alcanza y su falta de odio o de sentimientos amargos para nadie. Es el testamento de Edith Cavell, que dedicó su vida a salvar la de otros, y murió fusilada por los alemanes en los albores de la Primera Guerra Mundial: una historia impiadosa, un destino trágico que Edith entendió primero y mejor que nadie.
Está en pleno Westminster, una de las zonas más movidas de Londres, en la esquina noreste de Trafalgar Square, al costado de la National Art Gallery, junto a una de las más famosas iglesias anglicanas del Reino Unido: St. Martin in the Fields, construida en 1721, que rinde homenaje a San Martín de Tours. En esa pequeña joya de la arquitectura, en 1956, el maestro Neville Marriner estrenó una serie de conciertos con su flamante orquesta: la Academy St. Martin in the Fields, que supo rescatar el brillo y las chispas de Mozart. En una época, todos los días, a las 13 horas, la iglesia ofrecía un concierto gratuito. Y hoy pasan por ella los músicos más prestigiosos de Europa. La batuta la lleva el fantástico violinista Joshua Bell.
Trafalgar Square, National Art Gallery, St. Martin in the Fields, ese rincón de Londres parece destinado a ensalzar lo mejor del espíritu del hombre, incluida las tareas de espionaje y las heroínas de las guerras. Porque a la izquierda de la iglesia, se alza un monumento que honra la memoria de una enfermera y espía británica que ni muerta le trajo sosiego al enemigo.
Había nacido en el condado de Norfolk y era la hija mayor del reverendo Anglicano Frederick Cavell. Fue una chica voluntariosa, con facilidad para el estudio y con cierta vocación y talento para el dibujo y la pintura. Su papá le enseñó que siempre se debía ayudar a los más pobres y Edith lo hizo a su manera: pintó y dibujó cuadros sin muchas más pretensiones que las de mostrar el encanto de las flores y el vuelo grácil de los pájaros, los vendió y con lo recaudó formó una escuela dominical en la iglesia donde su padre era reverendo.
Veinteañera, se largó a viajar por Europa, vivió en Bélgica y se ganó la vida como institutriz de una familia de origen francés; dejó en Bélgica buena impresión y mejores contactos. En Austria, conoció un hospital gratuito que atendía a quienes no podían pagar nada y allí nació su vocación por la enfermería. A eso iba a dedicar su vida. Empezó, para su dolor, con su propio padre: regresó a Inglaterra para atender al viejo pastor, enfermo de gravedad, y luego de su recuperación ingresó al Hospital de Londres para formarse como enfermera. Se especializó, entre otras cosas, en ayudar a los bebés a ingresar a aquel mundo volátil que jugaba a poner fin a los imperios. Volvió a Bélgica y en Bruselas trabajó en la Escuela de Enfermería, además de asistir como siempre a las parturientas, se hizo un nombre y una fama bien ganados en el gremio sanitario y llegó a editar una revista, La enfermera para divulgar la actividad, sus logros y sus secretos, con la intención de reclutar a más muchachas decididas a ayudar al prójimo.
Edith tuvo un mentor, el cirujano belga Antoine Depage, presidente de la Cruz Roja de Bélgica que la contrató para hacerla enfermera jefe del Instituto Berkendael y, luego, directora de la Escuela de Enfermeras Graduadas. Aquel mundo iba a cambiar para siempre. Cuando el 28 de junio de 1914, en Sarajevo, Gavrilo Princip, un chico nacionalista bosnio de 19 años, asesinó a balazos al archiduque de Austria, Francisco Fernando y a su mujer, Sofía, embarazada de su cuarto hijo, empezó a arder una mecha que pondría al mundo patas arriba: la de la Primera Guerra Mundial. A poco más de un mes del atentado, Alemania le había declarado la guerra a Rusia y a Francia, e Inglaterra entraba en el conflicto que iba a durar cuatro largos y trágicos años. Con los Balcanes en llamas, que ardían aún en 1995 cuando la guerra de Yugoslavia, en los salones del imperio que estaba a punto de desaparecer se hablaba de la guerra mientras se bailaba a Strauss: todo era un mal sueño que duraría, a lo sumo, quince días. Anunciaban lluvia sin atisbar la tempestad.
Edith Cavell visitaba a su madre en Inglaterra cuando la guerra de los quince días se hizo mundial. Regresó a Bruselas para ocupar su puesto de trabajo, con una tarea agregada a la de la enfermería: Edith había sido reclutada por el MI6, el Servicio Secreto de Inteligencia británico. Se había hecho espía y había atado su destino al mundo volátil del espionaje y en una guerra en la que todo estaba por aprender, incluidos los primeros ensayos con armas químicas como el gas mostaza.
El 4 de agosto Alemania invadió Bélgica, escindida de la protestante Holanda en 1830 y nación independiente desde entonces, una especie de tapón entre Alemania y Francia. La orden de los invasores fue la de que todos los heridos, militares o civiles y todos los “sospechosos”, término amplísimo que involucraba a media población, fueran evacuados de los hospitales. La enfermera y espía Cavell participó de una red de evasión de militares en peligro hacia la Holanda neutral, organizada por belgas de la zona de Mons y por franceses de Lille y Valenciennes.
Muchos de los soldados británicos que habían quedado atrapados en Bruselas cuando la retirada de las fuerzas aliadas, previa a la invasión alemana, pasaron por la gran red de escape que en la capital belga dirigía Cavell. Primero ocultó a los fugitivos en los hospitales, como supuestos pacientes, y luego les franqueó el asilo en casas particulares, incluida la suya, hasta que pudieran huir a tierras seguras. Mientras, siguió con su trabajo ímprobo, impecable de enfermera que atendió a heridos aliados y alemanes, sin hacer distinción. Lo que hacía Edith, por sobre su abnegada tarea de enfermera, lo de facilitar la huida a territorio neutral de militares aliados, violaba la ley marcial dictada por Alemania que castigaba a cualquiera que fuera sorprendido “ayudando e instigando al enemigo”. Al enemigo de Alemania, se entiende.
Sucedió lo que ocurre en toda tarea de espionaje: el contraespionaje. Un espía alemán se metió en la red de Cavell, la investigó, la analizó, la siguió, y cuando tuvo todo atado, la denunció. Un año después de la invasión, el 3 de agosto de 1915, la red fue desmantelada y quince de sus espías fueron detenidos en la prisión de Saint Gilles, entre ellos Edith Cavell. Todo ocurrió con la velocidad con la que se extendía aquella guerra tremenda. Los miembros de la red detenidos fueron sometidos a juicio militar sumario entre el 7 y el 8 de octubre. Cavell no sólo admitió todos los cargos en su contra, sino que no hizo intento alguno por defenderse. Asumió con el silencio su destino de espía. El 11 de octubre fue condenada a muerte por traición.
Empezó entonces una actividad impresionante para intentar salvar su vida. Fueron veinticuatro horas vertiginosas, peleadas minuto a minuto. Inglaterra poco y nada podía hacer para salvarle la vida: Cavell era un miembro de su servicio secreto. El que intervino fue Hugh Gibson, primer secretario de la embajada de Estados Unidos en Bruselas, que entrevistó al gobernador militar del territorio ocupado, Oscar von der Lancken-Wakenitz, para pedirle que perdonara la vida de Cavell. “Le recordamos el incendio de Lovaina y el hundimiento del Lusitania y le dijimos que este asesinato se uniría a esos dos sucesos e inundaría a todos los países civilizados de horror y disgusto”.
No era una mala estrategia de defensa. Gibson le recordó a Von der Lancken la matanza desatada por Alemania durante los primeros días de la ocupación en Bélgica: el 22 de agosto de 1914, los invasores habían destruido casi la ciudad de Lovaina, gran parte del patrimonio cultural e histórico del país y habían asesinado a 5.500 civiles. El 7 de mayo de 1915, cinco meses antes de la dramática conversación entre Gibson y Von der Lancken por la vida de Cavell, Alemania había torpedeado y hundido frente a las costas de Irlanda al transatlántico Lusitania que perdió a casi todo su pasaje: 1.198 personas. Gibson No tuvo suerte: los alemanes se mantuvieron en su decisión de fusilar a Cavell. El encuentro entre el diplomático americano y el gobernador alemán de Bélgica tuvo un costado siniestro, tal como lo narró Gibson: “En ese momento, el conde Harrach intervino con el irrelevante comentario de que prefería ver fusilada a la señorita Cavell, antes que ver el mínimo daño infligido al más humilde de los soldados alemanes. Y que sólo lamentaba no tener tres o cuatro viejas inglesas más para fusilar”. El conde, y teniente coronel, Franz von Harrach había sido testigo del asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo y había escuchado al herido gritar a su mujer: “¡Sofía, no te mueras! ¡Vive por nuestros hijos!”.
También intervino en favor de Cavell el embajador de España en Bruselas, Rodrigo de Saavedra: pidió a conmutación de la pena o al menos su aplazamiento. Y Gibson advirtió a los alemanes que el fusilamiento de Cavell dañaría todavía más la ya mala reputación alemana. Sabía de qué hablaba: Estados Unidos entraría en el conflicto mundial a raíz del hundimiento del Lusitania.
Ante el posible aumento de las presiones internacionales y el inminente escándalo que desataría la ejecución de la enfermera, los alemanes decidieron apresurarla. Le anunciaron que sería fusilada en las primeras horas del 12 de octubre. Horas antes de enfrentar al pelotón, Edith recibió en su celda a Stirling Gahan, un capellán anglicano que reveló luego su entereza, sintetizada en dos frases: “El patriotismo no es suficiente y no debo tener odio ni amargura hacia nadie. He visto la muerte tan a menudo que no es algo extraño ni temeroso para mí”.
La fusilaron al amanecer en un terreno militar conocido como Tir national. Tenía 49 años. El embajador español pidió que fuese sepultada en el pequeño cementerio cercano al sitio de la ejecución. El poeta alemán Gottfried Benn, en ese entonces médico militar de la prisión de Saint Gilles, presenció y certificó la muerte de Edith Cavell: escribió que nunca había conocido a una mujer con tanto valor, y sintetizó el drama con una metáfora más digna de un militar que de un poeta: “¿Cómo debe juzgarse el fusilamiento de Edith Cavell? Entró en la guerra y la guerra la destruyó”. En el mismo tono de justificar lo injustificable, y con esa idea tan wagneriana de adjudicar al arte la épica de la guerra, el ministro de Asuntos Exteriores alemán, Arthur Zimmermman declaró que la muerte de Edith Cavell había sido “lamentable pero necesaria. (…) Consideren qué le sucedería a un Estado, sobre todo en guerra, si permitiera que los delitos contra la seguridad de sus ejércitos no recibieran castigo alguno por haber sido cometidos por mujeres. Si se les perdona, se haría a expensas de la seguridad de nuestros ejércitos pues hay que temer nuevos intentos de hacernos daño si se cree que los delincuentes no sufrirán ningún castigo o sólo una pena leve”.
El fusilamiento de Cavell, tal como preveía Gibson, erosionó la imagen de Alemania. Su ejecución fue difundida en todos los medios británicos y estadounidenses como una muestra, una más, de la brutalidad y de la injusticia alemanas, mientras que Edith fue presentada como una figura heroica, inocente, que se mantuvo hasta el final en su fe cristiana y en su voluntad de morir por su país. Fue ejemplo, y también propaganda, para animar a los jóvenes británicos a incorporarse al ejército. El trato que le dieron los alemanes a Cavell ayudó a forjar en la opinión pública de Estados Unidos cierto repudio hacia Alemania que facilitó la entrada del país a la guerra, en 1917.
La historia de Edith Cavell estuvo a punto de ser olvidada por otra fusilada famosa, también por espía, en octubre de 1917: Mata Hari, la bailarina exótica y cortesana holandesa, amante de políticos, militares y diplomáticos acusada de ser agente alemana en suelo francés.
Gran Bretaña se propuso hacer de Cavell una heroína. Cuando el conflicto mundial terminó, su cuerpo fue trasladado desde su tumba en Saint Gilles a Londres; escoltado por tropas británicas, aclamado por una multitud, con un funeral de Estado que encabezó la familia real y trasladado en tren a Norwich, donde descansa en una zona llamada Life’s Green, junto a la catedral.
El vagón que llevó el ataúd de Cavell, cubierto por la bandera del Reino Unido, desde Dover a Londres, llamado “Cavell Van” se exhibe hoy en la histórica estación Bodiam, patrimonio del Ferrocarril de Kent y East Sussex. En Tir National, vecino a la prisión de Saint Gilles, una placa recuerda a Cavell y a otras treinta y cinco personas fusiladas allí. En Bruselas, una estatua recuerda a Edith y a Marie Depage, la mujer de aquel mentor que la convirtió en enfermera y, de alguna forma, selló su destino. La Iglesia Anglicana de Inglaterra dedica cada 12 de octubre a su memoria como recuerdo, y ejemplo, de su vida y su sacrificio.
* La versión original de esta nota se publicó el 12 de octubre de 2021.
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