El 8 de octubre de 1967, a las diez de la noche, desde el comando de la 8va. División del Ejército boliviano en la ciudad de Vallegrande pedían precisiones sobre qué destino le darían al Che Guevara. El guerrillero argentino, el insurgente más famoso del mundo había caído esa misma tarde en la quebrada del Churo y permanecía prisionero en la escuelita de La Higuera, a 7 kilómetros del lugar donde lo capturaron, en un poblado sumido en la oscuridad, con unas 30 casas separadas como un hachazo por una sola calle de tierra y una plaza precaria como eje. Su cárcel era un ranchito con techo de paja y afiches pegados a las paredes de adobe. Ya le habían curado la herida que recibió en combate en su pantorrilla derecha y lo habían despojado de todo lo que llevaba encima: dos relojes, dos pipas, un altímetro, una daga Solingen, 2.500 dólares y 20 mil pesos bolivianos, libros de historia y geografía de Bolivia, y hasta una ollita con huevos duros, su único alimento en los últimos y desesperados días. Le cuesta dormir por el asma y está vestido con harapos: una campera azul, sucia, y una camisa de fajina ya sin botones. En la otra punta del salón está Willy, el minero boliviano que había caído junto a él, y desparramados en el piso los cadáveres de Arturo, Antonio y Pacho, tres de sus hombres en el diezmado Ejército de Liberación Nacional, muertos.
Los militares se comunican en código: 500 era el Che, 600 significaba vivo y 700, muerto. “Muy buenas noches. Parte último ratifica encontrarse en nuestro poder 500. Deseamos recibir instrucciones concretas si 600 o 700″.
La respuesta llega a las 23.30, por radio, al coronel Joaquín Zenteno Anaya, jefe de la 8va. División, que estaba en Vallegrande, la ciudad más importante cercana a La Higuera, ubicada a 60 kilómetros: “Orden presidente Fernando 700″. Fernando, así como Ramón, o Papá, eran nombres que usaban en clave para el Che.
René Barrientos Ortuño, el mandatario boliviano, un aviador militar, había tomado la decisión de matar al Che en una reunión con los altos mandos de sus Fuerzas Armadas en La Paz. No los convocó para debatir el destino del guerrillero capturado, sino para informarlos.
A las 7 de la mañana del 9 de octubre, Zenteno llegó en helicóptero al caserío junto a Félix Rodríguez, un agente de la CIA cuyo alias era “Capitán Ramos” y se hacía pasar como oficial boliviano.
En la quebrada del Churo aún se combatía, y el coronel partió hacia allí junto a un mayor de apellido Ayoroa para reunirse con Gary Prado. De hecho, ese día, a pesar de haber tomado el trofeo principal -el Che- 10 de los 17 guerrilleros que habían sorprendido en El Churo junto a él habían quebrado el cerco militar. La ejecución quedó en suspenso. En ese lapso, Félix Rodríguez fotografió el diario del Che y luego lo visitó en la escuelita. La conversación no fue amable: Rodríguez le tiró de la barba y tuvieron un intercambio de palabras, hasta que Guevara lo trató de “traidor” y lo escupió en el rostro.
Cuando Zenteno regresó a La Higuera decidió terminar el asunto. Le ordenó al mayor Ayoroa ejecutar al Che. Éste se rehusó, basado en que el reglamento militar no lo obligaba a obedecer ese tipo de consigna. A cambio, sugirió que el verdugo fuera un voluntario.
Convocó a algunos soldados y suboficiales para que se hicieran cargo de matar al Che y a Willy. Zenteno en persona escogió a dos al azar: al sargento Mario Terán para que le dispare al Che con su fusil M1 Garand y al sargento Huanca para que haga lo propio con Willy.
Existen muchas versiones sobre el momento final de Ernesto “Che” Guevara. La mayoría fantasiosas. Mario Terán murió el 10 de marzo de este año. La única declaración que se le atribuye fue publicada por la revista Paris Match en una crónica de 1967 por la periodista Michele Ray: “Dudé 40 minutos antes de ejecutar la orden —confesó—. Me fui a ver al coronel Pérez con la esperanza de que la hubiera anulado. Pero el coronel se puso furioso. Así es que fui. Ése fue el peor momento de mi vida. Cuando llegué, el Che estaba sentado en un banco. Al verme dijo: “Usted ha venido a matarme”. Yo me sentí cohibido y bajé la cabeza sin responder. Entonces me preguntó: “¿Qué han dicho los otros?” Le respondí que no habían dicho nada y él contestó: “¡Eran unos valientes!” Yo no me atreví a disparar. En ese momento vi al Che grande, muy grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentía que se echaba encima y cuando me miró fijamente, me dio un mareo. Pensé que con un movimiento rápido el Che podría quitarme el arma. “¡Póngase sereno —me dijo— y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!” Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che, con las piernas destrozadas, cayó al suelo, se contorsionó y empezó a regar muchísima sangre. Yo recobré el ánimo y disparé la segunda ráfaga, que lo alcanzó en un brazo, en el hombro y en el corazón. Ya estaba muerto”.
Por la tarde, su cuerpo fue llevado a Vallegrande atado a una de las patas de un helicóptero hacia Vallegrande. En el trayecto, sus ojos quedaron abiertos por efecto del viento. Fue depositado sobre los piletones de la lavandería del hospital Nuestra Señora de Malta. Al cuerpo lo lavó la enfermera Susana Osinaga. Allí lo expusieron a los fotógrafos de todo el mundo. Los militares bolivianos nunca imaginaron el efecto que esas imágenes iban a tener en el inconsciente colectivo. Los ojos del cadáver de Guevara, 55 años después, aún impresionan: parece que mira, parece que está vivo.
Pero no. El grito de “hasta la victoria siempre” quedó sepultado en la escarpada geografía que rodea al río Ñancahuazu, en esa región del sudeste boliviano.
El Che, que había ingresado a Bolivia camuflado como el comerciante uruguayo Ramón Benítez el 3 de noviembre de 1966, sabía bastante antes de su muerte que el intento por replicar a la guerrilla cubana en el corazón de América del Sur caminaba apurado hacia el fracaso. Ni un solo campesino se había unido a su lucha. Y el Partido Comunista Boliviano lo había abandonado a su suerte cuando no aceptó que su principal dirigente, Mario Monje, dirigiera las operaciones militares.
Los últimos pasos del Che
El viernes 22 de septiembre, los restos de la columna del Che Guevara huían desesperados del asedio de las tropas bolivianas. Venían de recibir golpe tras golpe. Ya quedaba lejos hasta la debacle del 31 de agosto en Vado del Yeso, cuando la retaguardia al mando de Joaquín (el comandante cubano Juan Vitalio Acuña) fue masacrada al intentar cruzar la confluencia del río Caimiri, denunciados al Ejército por el campesino Honorato Rojas. Hubo allí 8 muertos, incluida la guerrillera Tania, alias de Tamara Bunke Bider. Sólo uno sobrevivió. Ese fue uno de los peores errores -de los muchos- que cometió: dividir sus fuerzas. Habían quedado en reunirse tres días después. Jamás se volvieron a encontrar en la selva.
Al día siguiente del comienzo de la primavera, y por espacio de 24 horas, el Che tomó el pequeño caserío de Alto Seco. Los 140 habitantes fueron sus rehenes. Nadie podía salir del lugar. Sabía que los campesinos bolivianos delataban su posición a cada paso, por más que intentara sobornarlos. Así señala la carta de una mujer que interceptó el Ejército un poco antes: “Estoy muy nerviosa y desgraciadamente llegó el día que conocí a los guerrilleros. Están ahora aquí, son 25, tienen armas desconocidas, su barba llega hasta su pecho. Dicen que están de paso a Alto Seco y piensan ir a Vallegrande. Hay 2 enfermos y no pueden andar; están con mulos, caballos y perros. Para dormir se botan en el suelo como animales, y tienen su idioma que se entienden entre ellos…”
A pesar del cerco, un habitante llamado Ireneo Cortez hizo escapar a un peón suyo junto a un campesino de la localidad cercana de Pucará. Muy pronto se toparon con un vehículo de la Compañía Florida del Ejército. En el poblado, el Che, junto a Inti -uno de sus combatientes- intentaban explicar su revolución a los campesinos. Como en toda su campaña, lo único que recibió fueron miradas de piedra y ninguna adhesión.
Al amanecer del día 23, con la guía de un joven llamado Rogelio Gálvez se marcharon hacia Santa Elena, al noroeste. Los miembros del escuadrón Braun del Ejército que llegaron el 24 a Alto Seco emitieron un parte: “Irineo Cortez informó que 30 rojos se encontraban en Alto Seco, amanecieron en su estancia, se proveyeron de víveres, tijeras y máquinas de afeitar, vestían uniforme verde olivo. Llevan dos cajones de dinamita… El jefe era un rubio alto de 1.70… Ellos en su mayoría estaban flacos y pálidos. El día 22 reunieron a los campesinos y ofrecieron 1.000 pesos bolivianos para enrolarse, indicaron que eran 150″.
El rumbo que tomó el Che lo llevaba hacia Vallegrande. Su idea era alcanzar los ríos San Lorenzo y Piramirí, y para eso debía aventurarse en una zona donde la naturaleza no le brindaba refugio. Ser fácilmente detectable fue un error decisivo -el último de muchos que cometió- que lo llevó directo a la muerte.
El Ejército envió una unidad de 41 hombres a buscarlos, al mando de un subteniente de apellido Galindo. El 26 de septiembre localizó a una columna llegando a La Higuera: era el Che. Al mediodía divisaron seis hombres que salían de ese poblado en busca de mulas. Los emboscaron. Al combate se lo conoce como el de Khara Khara.
Instantes más tarde, el Che Guevara, que había oído los disparos, recibió la noticia: Coco, (Roberto Peredo Leigue), Miguel (el capitán cubano Manuel Fernández) y Julio (el boliviano Mario Gutiérrez Ardaya) estaban muertos; Benigno herido de bala y Pablito fracturado. Camba y León aprovecharon para desertar. Perdieron, además, seis mochilas.
A esa altura, sólo quedaban 17 insurgentes, entre los que había 4 heridos y dos enfermos (entre ellos el propio Che, enloquecido por el asma y la falta de medicamentos). Desde que comenzaron la aventura guerrillera boliviana, habían tenido 21 muertos, 10 prisioneros, 2 ahogados, un fusilado por ellos mismos, un desaparecido, todos sus campamentos (“cuevas”) descubiertos, ninguna radio para comunicarse y la posible contención de una red urbana desbaratada. Los Rangers del Ejército disponían de mil efectivos para darles caza. La fatigosa ruta de la guerrilla buscaba llegar al río Grande, aunque para ello debían trepar hasta zonas más descubiertas. Pero en su desesperación veían que era tomar ese riesgo o entregarse.
El día 27, la compañía a cargo del capitán Gary Prado capturó a Camba (Orlando Jiménez Bazán), y el 30, un grupo de obreros del Servicio Nacional de Caminos hicieron lo mismo con León (Antonio Domínguez Flores). Ambos fueron interrogados y relataron la situación del grupo de sobrevivientes. El final del Che se acercaba.
Como resumen del mes de septiembre, Guevara escribió en su diario: “Ahora sí el Ejército está mostrando más efectividad en su acción y la masa campesina no nos ayuda en nada y se convierten en delatores. La tarea más importante es zafar y buscar zonas más propicias; luego los contactos, a pesar de que todo el aparato está desquiciado en la Paz donde también nos dieron duros golpes. La moral del resto de la gente se ha mantenido bastante bien, y sólo me quedan dudas de Willy, que tal vez aproveche algún zafarrancho para tratar de escapar solo si no se habla con él”. Todavía no lo sabía, pero Willy lo acompañaría sin dobleces hasta el último segundo.
A comienzos de octubre, los 17 hombres del Che ya rondaban el pequeño pueblo de La Higuera. Un muchacho, que los vio a 500 metros del lugar, los delató a una compañía del Ejército. El subteniente Lara, del Escuadrón Braun, envió a tres hombres a perseguirlos. Cuando los detectaron, comenzó un nutrido fuego que los hizo huir. En esa fuga dejaron abandonada una mochila con elementos vitales: material quirúrgico de emergencia, víveres y medicamentos.
El Escuadrón Braun fue relevado, el 3 de octubre, por dos pelotones de la Compañía “A” de Rangers. Durante cinco días, el Che Guevara logró esconderse a duras penas y con un alto costo: el hambre y la sed hacían estragos en la escuálida tropa. Así lo escribió en su diario un par de días antes de caer: “Salimos al anochecer con la gente agotada por falta de agua y Eustaquio dando espectáculo y llorando por la falta de un buche de agua”.
El 7 de octubre, el Che hizo las últimas anotaciones en su diario. Allí contó que se habían encontrado con “una vieja”: “Del informe de la vieja se desprende que estamos aproximadamente a una legua de La Higuera y otra del Jagüey y a dos de Pucará. A las 17.30, Inti, Aniceto y Pablito fueron a la casa de la vieja que tiene una hija postrada y una medio enana; se le dieron 50 pesos con el encargo de que no fuera a hablar ni una palabra, pero con pocas esperanzas de que cumpla a pesar de sus promesas… Salimos los 17 con una luna muy pequeña y la marcha fue muy fatigosa y dejando muchos rastro por el cañón donde estábamos, que no tiene casas cerca, pero sí sembradíos de papa regados por acequias del mismo arroyo. A las 2.00 paramos a descansar pues ya era inútil seguir avanzando. El Chino se convierte en una verdadera carga cuando hay que caminar de noche”.
En el amanecer del 8 de octubre de 1967, el grupo del Che dormía en un sitio protegido de la Quebrada de El Churo. Pero un campesino que bajó desde La Higuera en busca de un vacuno, los descubrió. A las 6:00 de la mañana llegó hasta donde acampaba la Compañía “A” y lo denunció ante el subteniente Carlos Pérez. De inmediato, con el pelotón a su cargo, al que sumó el que conducía el subteniente Eduardo Huerta, marcharon a enfrentar a los insurgentes.
Por la radio se comunicaron con el capitán Gary Prado Salmón, que estaba al mando de la Compañía “B”. Éste, a su vez, dispuso de dos pelotones, dos piezas de mortero y una ametralladora. Los 17 hombres del Che estaban divididos en tres grupos: el de él estaba ubicado en el centro. La quebrada del Churo, junto a otra de nombre La Tusca, desembocaban en una tercera llamada San Antonio. Hacia la primera, el capitán Prado envió al subteniente Pérez, de la Compañía “A”. Y a la segunda, al sargento Bernardino Huanca, de la “B”. Él se quedó en la intersección de ambas quebradas, munido de la ametralladora Browning y las piezas de mortero. En los alto, dispuso una serie de francotiradores.
A las 11.00 comenzó el combate. El suboficial Mario Terán de la Compañía “A” -el mismo que luego ejecutaría al Che-, fue detenido por la respuesta de una de las tres fracciones de los guerrilleros. Dos soldados, Mario Characayo y Mario Lafuente, murieron. El Che buscó salir por el lugar donde estaba Prado, pero una ráfaga de ametralladora lo detuvo: un disparo lo hirió en su pantorrilla derecha, otro impactó en su carabina “Land Div. United 744.520″, que en la culata tenía una D mayúscula, inutilizándola y un tercero le voló la boina negra de su cabeza.
Huanca, entonces, con el apoyo de la metralla, atacó al grupo arrojando granadas de mano. En ese ataque murieron Arturo (el capitán René Martínez Tamayo) y Antonio (Orlando Pantoja), ambos cubanos. Cargado por Willy, un minero boliviano llamado Simón Cuba, el mismo guerrillero del que desconfiaba, el Che buscó huir por una senda escarpada hacia el sur. Pero no lo logró. Fue cercado por tres Rangers -el cabo Balboa y los soldados Encina y Choque- y se rindió. Eran las 14.40 de la tarde.
A las 15.30 se emitió un parte de la Compañía “B”: “A 7 kilómetros de Higueras en quebrada Jaguey y Ratecillo en lugar llamado El Churo logróse acción. Hay tres guerrilleros muertos y dos heridos graves. Ramón encuéntrase en nuestro poder. Nosotros tenemos muertos y heridos”. Ramón era uno de los nombres en clave del Che.
Media hora más tarde, por radio y telégrafo llegó una orden del comandante del 8vo. Cuerpo de Ejército, el general Zenteno: “No queremos sapos perezosos, los queremos a todos cansados”. En la jerga que usaron las tropas bolivianas para sus comunicaciones, los “sapos” eran los guerrilleros. Decir que los querían cansados indicaba una sola cosa: ejecutarlos.
A las 17, la comunicación llegó a La Paz: “Confirmada caída Papá. No sabemos estado hasta dentro de 10 minutos”.
Envuelto en una frazada, al Che lo evacuaron hacia La Higuera. Arribaron al anochecer, sin poder subirlo al helicóptero que lo debía llevar a Vallegrande y había salido con soldados muertos o heridos.
Algunos oficiales lo tratan con respeto: el propio capitán Prado y los tenientes Totti Aguilera y Huerta Lorenzetti. Este último casi sucumbe a las palabras del Che. Estuvo a punto de hacerlo escapar, pero Totti Aguilera lo hace entrar en razones. Otros, como el coronel Selich y los tenientes Ramos y Pérez, lo maltratan.
Ya no le quedaban ni dos, tres, ni muchos Vietnam, como dijo en su famoso discurso en la Conferencia Tricontinental de 1966. Sólo lo aguardaba la muerte.
Después del final de Ernesto Guevara, una serie de venganzas alcanzó a quienes decidieron su final en La Higuera y el de su guerrilla boliviana. Se habló, sin fundamento, de “la maldición del Che”. El presidente René Barrientos Ortuño murió en un accidente de aviación en 1969, a los 49 años. En 1981, Gary Prado Salmón recibió un balazo en la médula que lo dejó postrado de por vida en una silla de ruedas. Honorato Rojas, el campesino que delató a la retaguardia, fue asesinado en su finca. Joaquín Zenteno Anaya, muerto a balazos en París cuando era embajador boliviano en Francia.
Pero quién apretó el gatillo para terminar con la vida del Che fue Mario Terán, conocido como “El Feroz”. Después que mataron a Rojas, fue trasladado a Panamá para protegerlo. Al regresar a Bolivia tuvo diversos trabajos: fue taxista y cantinero de la 8va. División del Ejército. Cuando en 1997 apareció el cadáver del Che junto a seis guerrilleros en la vieja pista de aterrizaje de Vallegrande, abandonó Santa Cruz de la Sierra y se refugió en Cochabamba. Murió el 10 de marzo de este año, a los 80 años. Lejos de la leyenda negra que rodeó a quienes tuvieron en sus manos la vida del Che Guevara. De viejo.
(Fuentes: “Ñancahuazu: apuntes para la historia militar de Bolivia”, de Diego Martínez Estévez; y “Che, el argentino que quiso cambiar el mundo”, de Pacho O’Donnell)
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