“Empesares” es un grupo de ayuda para madres, padres, hermanos o hijos que perdieron a alguien amado no por cualquier tipo de muerte sino por un suicidio. El 10 de septiembre, cuando muchos de nosotros sólo esperábamos pasivamente que llegara la primavera, en las redes sociales de ese grupo lanzaron una campaña que dejó a muchos de sus seguidores estacados, en silencio, frente a la pantalla.
Era el Día Mundial para la Prevención del Suicidio y la campaña se llamó “La última foto”. “¿Cómo creías que se veía una persona unos días antes de suicidarse? Seguro que como las muestra este video no”, decía el texto, al lado.
El video era simple pero demoledor: la foto de un joven sonriente y al lado “Matías, 23 años, una semana antes”. La foto de un hombre haciendo una morisqueta a cámara y al lado “Roberto, 54 años, la noche anterior”. La foto de un chico sonriendo y al lado “Tiziano, 12 años, unos días antes”.
“Necesitamos romper con los estereotipos que tenemos y entender que muchas veces las personas que peor están nos muestran su mejor cara”, sigue el texto.
Desde Goya, Corrientes, y unos días antes de la publicación de la campaña, Natalia Scheller leyó la convocatoria y sintió que le hablaban directamente a ella. Fue por eso que mandó la última foto que se sacó Mily, su hija, que se suicidó en diciembre de 2020, cuando tenía 19 años.
“Así se veía ella 12 horas antes de suicidarse. Estaba en bikini con sus amigos en la pileta, con esa sonrisa que ves en la foto. Eso era lo que ella demostraba hacia afuera: que estaba contenta y feliz. Pero no estaba así dentro de mi casa”, cuenta a Infobae su mamá, que es licenciada en Ciencias Sociales y profesora de Geografía en un colegio secundario de su ciudad.
Antes
Natalia y Gustavo Micelli se casaron hace 22 años. “Tenemos -dice ella, en presente- dos hijos: de este lado de la vida, Juan Francisco, que ahora tiene 20 años y estudia abogacía. Del otro lado lado, Mily, Milagros, nuestra primera hija, tan buscada, tan deseada, mi hija tan querida”.
Dos años antes de su muerte, cuando Milagros era una adolescente de 17 años, su familia empezó a detectar conductas llamativas. “Chocaba mucho con nosotros, creíamos que era rebelde pero no era una rebeldía adolescente común, no era la rebeldía que yo le veía a mis alumnos”, desmenuza su mamá.
Era amorosa y, a la vez, explosiva. “Chocaba mucho conmigo porque yo le ponía límites. Yo sentía que detrás de esas explosiones había algo más pero ella no podía decir qué era, qué sentía. Alguna vez pudo decirnos que se sentía vacía, esa fue la palabra que usó, ‘vacía’. Pero cuando salía a la calle era divina, sonriente, simpática”.
Los cambios de humor eran evidentes y “a lo último ya no sabíamos si hablarle o no, no queríamos que nada la alterara o la sacara de su eje. La tratábamos entre algodones porque no sabíamos cómo podía reaccionar”. Hubo otras sirenas rojas que Natalia enumera hoy porque sabe que puede servir de alerta para otras familias.
Milagros, a diferencia de muchas otras adolescentes, no tenía interés en arreglarse, bañarse, comprarse ropa. “Yo empecé a pintarme, a ir a la peluquería para incentivarla. ‘Vamos, Mily, vamos a hacernos las uñas juntas’, le decía. Quería levantarla del sillón, no era para exigirle nada, sino para que se viera bien, para que se gustara, para que se quisiera. Pero ella no sabía lo que quería, como que no se encontraba”.
Cuando terminó el secundario, Milagros dijo que no sabía que quería estudiar, que no le gustaba nada y que quería tomarse un año sabático.
“Yo todo el tiempo la estimulaba, le decía que ella podía, que era capaz de salir adelante. Empezó a ir a una psicóloga, no le gustó y dejó. Le dimos todas las posibilidades para que fuera a estudiar a donde quisiera pero decidió quedarse acá, en el pueblo. El sillón la empezó a chupar, en el sentido de que miraba muchas series, dormía mucho”.
Finalmente, viajó a Santa Fe a hacer un curso. La familia se ilusionó, “pero la agarró la pandemia y la liquidó, se la llevó puesta”, interrumpe su mamá. La idea de que estudiara era, más que nada, para que conociera gente nueva, tuviera un objetivo. “Pero quedó encerrada, no se adaptó a las clases por zoom. Prendía la cámara, daba el presente y se acostaba a dormir”.
Allá estaba cuando le dijo a su familia que tenía ataques de pánico. “Nos pidió que fuéramos a buscarla. Plena pandemia, no se podía salir de la provincia, ella en Santa Fe y nosotros en Corrientes. Hablamos con Dios y María Santísima, logramos conseguir un permiso y el papá se fue a buscarla”.
De regreso a Goya, Milagros empezó otro tratamiento con una psicóloga y con un psiquiatra.
“Pero el psiquiatra nunca nos dio un diagnóstico claro, porque ella era mayor de edad y él decía que se amparaba en el secreto profesional. Yo veía que la medicaba pero nosotros no sabíamos nada, así que un día lo llamé, una vez, otra vez. Después de 14 llamadas perdidas, me atendió”, cuenta Natalia, todavía furiosa.
“Le dije que a Mily a veces le agarraba mucha angustia a la noche, o me decía que sentía picos de ansiedad, y le pregunté ‘¿qué tengo que hacer cuando pasa eso?’. Me dijo ‘llevala a la clínica?, ‘¿y qué les digo?’, le pregunté. Y me contestó ‘dígale que tiene un cuadro depresivo. Esa fue la forma en la que supimos más o menos qué le pasaba”.
A esa altura Natalia ya había investigado por su cuenta. Ya sabía lo que después incluso habló con la mamá de Chano Charpentier, el cantante de Tan Biónica: no iba a poder internarla porque, de acuerdo a la Ley de Salud Mental, nadie puede ser internado contra su voluntad.
“Para internarla había que judicializar la situación. Imaginate, judicializar a mi hija en un pueblo, donde se sabe todo. Se habría suicidado cuatro veces antes”.
La última foto
Cualquier familia que haya pasado por algo parecido sabe lo difícil que puede ser lidiar con un hijo o hija adolescente en una situación así. Milagros no era una niña, por lo que no podían decidir por ella. El desafío era darle herramientas, acompañarla, fortalecerla, ponerle límites para evitar que desbarrancara y, a la vez, soltarla.
“Sí, porque ella estaba en tratamiento psiquiátrico, tomaba medicación, no podía tomar alcohol. Ponerle esos límites era la forma que encontramos de cuidarla”, explica su mamá. “Muchos acá creen que ella era víctima de unos padres demasiados exigentes, controladores, asfixiantes, pero hicimos lo que pudimos, y mucho más”.
El 8 de diciembre de 2020, Milagros pasó la tarde con sus amigas y amigos en la pileta. Hacía muchos calor en Corrientes, todos estaban de vacaciones.
“Yo me fui a misa, era el Día de la Virgen. Y cuando volví a casa pensé ‘bueno, va a estar cansada porque estuvo todo el día con los amigos, esta noche va a estar tranquila’”.
Sin embargo, Natalia no se fue a dormir enseguida.
“Yo siempre esperaba a que ella se durmiera para irme a dormir, no me preguntes por qué. Esa noche vi que se acostó, la arropé, le dije que la amaba. Como vi que no tenía sueño y yo al día siguiente empezaba a trabajar y era tarde, le dije ‘¿por qué no te mirás una película en Netflix?”, dice Natalia y se traga el llanto.
“Su hermano estaba jugando a la Play con sus amigos en el living. Eso fue todo”.
Natalia, que desde entonces habla de prevención del suicidio gratuitamente desde su cuenta de Instagram, sabe que no debe contar públicamente qué método usó su hija. Es la forma de evitar imitaciones, lo que se conoce como el “efecto copycat” o “efecto Werther”.
Esto último hace referencia a una novela de 1774 (”Las penas del joven Werther”) en la que el protagonista sufre por un amor no correspondido y termina quitándose la vida. La ficción fue muy popular entre los jóvenes de esa época y se detectó que muchos acabaron suicidándose imitando el método del protagonista. Algo similar pasó tras la muerte de Marilyn Monroe o tras el suicidio del cantante de Nirvana, Kurt Cobain.
No es por eso, igual, que Natalia decidió contar su historia, sino para mostrar que nuestras creencias sobre cómo se ve una persona con depresión muchas veces son erradas. También para señalar cómo la ley que les impidió internarla contra su voluntad los dejó atados de pies y manos.
Durante los meses que siguieron Natalia fue tratando de entender para digerir.
“Entendí que uno no se mata por una decepción amorosa, por una mala relación con sus padres, no se mata por andar mal en la facultad. Ella estaba enferma, tenía problemas de salud mental, estaba en tratamiento pero no logró encontrar la paz que necesitaba”.
Lo que cree, además, es que su hija tenía algún tipo de trastorno bipolar, una enfermedad que usualmente demora mucho en ser diagnosticada.
Otra de las razones por las que decidió correr el velo del tabú es porque mucha gente sigue creyendo que “el que amenaza no se suicida”. Después de la muerte de Milagros varias personas le contaron que su hija lo había puesto en palabras: “Decía ‘cuando sea más grande me voy a matar’, ‘cuando cumpla 30 me mato’. Nunca nadie me tocó el timbre para decírmelo”.
Fue en este tiempo que siguió que Natalia empezó a observar más a sus alumnos, que tienen entre 13 y 17 años. Dice que muchos jóvenes se autoflagelan o lidian con trastornos de salud mental que son etiquetados, de afuera, como rebeldías adolescentes.
“Mis alumnos ahora se acercan y me piden hablar, me dicen ‘profe nosotros queremos tener charlas de autoestima, de depresión, de ataques de pánico, queremos hablar sobre el suicidio”, cuenta.
Existe una Dirección de Salud Mental en Goya desde hace un año pero, sostiene Natalia, “no funciona. Nunca los vi dar una charla en una escuela, atender ese pedido a gritos que nos hacen los chicos. Hace una semana se suicidó otro adolescente de 16 años, acá todos nos enteramos de todo”.
Natalia quiere dar charlas, contar su historia para lamerse las heridas y, a la vez, alertar a otras familias. Así se lo cuenta a su hija en el libro que escribió y al que llamó “Y un día te convertiste en ángel”.
“Que otras mamás que pierden a su Mily ya no se sientan tan solas”, le cuenta. A lo largo de esas páginas le cuenta lo que siente, la llora, le deja cartas. Después, se despide: “Besos al cielo. Te ama, mamá”.
*En el Centro de Asistencia al Suicida de Buenos Aires atienden a cualquier persona en crisis en las líneas gratuitas 135 desde Buenos Aires y GBA o al (54-11) 5275-1135 las 24 horas del día. Está también el Centro de Atención al Familiar del suicida (CAFS): Tel. (011) 4758-2554 (cafs_ar@yahoo.com.ar – www.familiardesuicida.com.ar).
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