La tragedia se abrió paso, entre la bruma de la desmemoria, en la última década. Por más de setenta años se mantuvo en las sombras. Primero, porque es un hecho terrible, trágico, de alguna manera vergonzante, que habla del suicidio masivo de los habitantes de Demmin, una pequeña ciudad del norte de Alemania, entre el 30 de abril y el 2 de mayo de 1945, entre el suicidio de Adolf Hitler y la llegada del Ejército Rojo, que ya había izado su bandera victoriosa en la cancillería del Reich. La segunda razón del secreto de piedra que rodeó el episodio, es que Demmin quedó en manos soviéticas luego de la guerra; formó parte de la República Democrática Alemana (RDA) y no fue libre hasta la reunificación de Alemania, en 1989.
Demmin era, en 1945, un pequeño enclave de quince mil habitantes, ciento cincuenta y seis kilómetros al norte de Berlín, en la actual Pomerania occidental. En tres días, más del diez por ciento de sus habitantes se habían suicidado. Hijos que mataron a sus padres y luego se quitaron la vida; madres que mataron a sus hijos antes de arrojarse a las aguas de los tres ríos que rodean la ciudad; hijos que sobrevivieron a sus madres y madres que sobrevivieron a sus hijos en el intento suicida; gente que se cortó las venas, se pegó un balazo, bebió cianuro, se colgó de los árboles en los bosques cercanos: el horror.
Un sentimiento de irremediable fatalismo recorrió toda Alemania en los días finales de la guerra. Las cifras de suicidios en todo el país sugieren que más de cien mil personas eligieron seguir el destino de Hitler, el de Joseph Goebbels, el ministro de propaganda del Reich, que se suicidó junto a su mujer, Magda, después de asesinar a sus seis hijos, la mayor de doce años, y hasta el de Heinrich Himmler, el temible jefe de las SS y responsable de los campos de concentración y exterminio del Reich, entre otros cientos de jerarcas nazis que eligieron matarse antes que aceptar la derrota, enfrentar sus culpas o caer en las temidas manos del ejército soviético. Ese sentimiento de abatido desencanto, de resignada desesperación y de fascinación con la muerte que se abatió sobre Alemania, se hizo carne en Demmin; allí jugaron un papel decisivo el fanatismo nazi, la certeza de que la llegada de las tropas soviéticas, y en especial su espíritu de venganza, sería un desastre para los vencidos, como de hecho lo fue, el sentimiento de culpa por los crímenes de guerra y las matanzas colectivas en los campos de exterminio cometidas en toda Europa por los nazis, una especie de histeria colectiva y un peligroso efecto contagio que, según los expertos, genera el suicidio.
El 30 de abril de 1945, en su bunker de la Cancillería del Reich, Adolfo Hitler se pegó un balazo en la cabeza y mordió una cápsula de cianuro, como hizo su flamante esposa, Eva Braun. Ambos fueron incinerados en los jardines, antes de que todo su séquito decidiera intentar huir de Berlín o matarse, mientras atronaba la artillería soviética. A esa misma hora, pasadas las tres de la tarde, los rusos rodeaban Demmin, que había sido abandonada a su destino. Los oficiales nazis de la Whermacht y todos los jerarcas civiles del Reich habían dejado la ciudad que había duplicado casi su población con la llegada de una enorme cantidad de refugiados del este, perseguidos por el Ejército Rojo. Al dejar la ciudad, las tropas alemanas en retirada destruyeron los puentes sobre los ríos Peene, Tollense y Trebel para detener o demorar el avance soviético. Pero dejaron a los habitantes de la ciudad sin ninguna posibilidad de huir. Para entonces, un maestro de escuela de Demmin había anotado en su diario: “Los suicidios, impulsados por la locura, cuestionan el sentido de la vida”. La gente había empezado a matarse.
Sin saber que Hitler estaba muerto, y mucho menos que se había suicidado, y antes de la llegada de los rusos a Demmin, ya se habían suicidado veintiuna personas casi en simultáneo. Eran parte de la primera oleada suicida, aterrada por la llegada de los soviéticos y por lo que la propaganda nazi había advertido sobre su conducta: matanzas, fusilamiento, violaciones masivas. La propaganda nazi exageraba, pero no mucho. El historiador Volker Ullrich revela en su libro “Eight Days in May – Ocho días de Mayo”, que narra cómo vivió Alemania el final de la guerra, la carta que un soldado soviético de Tiraspol, en el oeste de la Ucrania sacudida hoy por las huestes de Vladimir Putin, escribió a su familia en enero de 1945: “Ahora, las madres alemanas van a maldecir el momento en el que parieron a sus hijos. Ahora, las mujeres alemanas sentirán el terror de la guerra. Ahora van a vivir lo mismo que ellos provocaron en otros pueblos”.
No era el único soldado con sed de venganza: casi todos los miembros del 65° Cuerpo de Ejército soviético y del 1° cuerpo de Tanques tenían un familiar o un amigo matado por los nazis desde la invasión a la URSS, en 1941, hasta el comienzo de la retirada alemana después de la derrota de Stalingrado, en enero de 1943. Eran parte de los veinte millones de muertos que perdió la URSS en la llamada “Guerra Patriótica” contra Hitler.
En la tarde del 30 de abril, varias banderas blancas flameaban en los edificios públicos de Demmin y en el campanario de su iglesia principal. Tres negociadores soviéticos, entre ellos un oficial alemán, se acercaron para prometer que los habitantes de la ciudad no iban a ser molestados, ni habría saqueos, si Demmin aceptaba rendirse sin luchar: fueron asesinados por francotiradores de las Juventudes Hitlerianas. En realidad, los rusos iban a pasar por alto a Demmin: estaban interesados en llegar cuanto antes a la ciudad de Rostock, donde pensaban celebrar una fecha cara a la URSS: el 1 de Mayo.
Rolf-Dietrich Schultz, que tenía nueve años entonces, declaró muchos años después que había visto y oído a Gerhard Moldenhauer, un ferviente nazi profesor de la escuela local, que decía a un vecino: “Acabo de disparar a mi mujer y a mis tres hijos. Ahora solo quiero matar a algunos rusos”.
En la noche de ese día, después de un atardecer en falsa calma, los soviéticos saquearon e incendiaron la ciudad en una locura de violencia que se extendió a lo largo de tres días terribles. Violaron a casi todas las mujeres y dispararon contra los alemanes que se animaban a protestar. El ochenta por ciento de la ciudad quedó destruida por las llamas: los rusos echaban nafta en los muros de las casas y montaban guardia para impedir que el incendio fuese sofocado; hubo ejecuciones masivas, fusilamientos sumarios y saqueos continuos por parte de soldados borrachos que habían tomado por asalto un par de destilerías y varios negocios de venta de alcohol. Con el terror soviético, aumentaron los suicidios alemanes.
Familias enteras decidieron matarse a balazos, con veneno o cortándose las venas; otros habitantes de Demmin se ahorcaron, o se ahogaron en alguno de los tres ríos. Muchas mujeres mataron a sus hijos antes de suicidarse, o se hundieron en las aguas con piedras metidas en sus ropas y sus hijos en brazos. Un guardabosque mató a tres chicos y a sus madres, luego a su esposa y se disparó en la cabeza: sobrevivió, ciego. No todos los suicidios tuvieron éxito. Algunas madres que habían ahogado a sus hijos, fueron incapaces de arrojarse a las aguas; en muchos casos, las dosis de veneno fueron letales para los chicos pero no alcanzaron a matar a los adultos; muchos hijos emergieron de las aguas y sobrevivieron a sus padres. Otros habitantes que fallaron en su primer intento de suicidio, emplearon luego otros métodos para poner fin a sus vidas: los testimonios recogen el caso de una madre y su hija, violadas reiteradamente, que habían intentado morir en el río Peene y finalmente se colgaron en el ático de su casa.
Muchos intentos de suicidio fueron evitados por las tropas soviéticas que rescataron a gente de las aguas o curaron las heridas en las muñecas, provocadas por cuchillos u hojas de afeitar. Uno de los testigos, un muchachito en 1945, recordó: “Mi madre también fue violada. Y entonces, junto con nosotros y los vecinos, se apresuró hacia el río Tollense, dispuesta a saltar a él. Yo la detuve, la saqué de ese estado de trance en el que estaba. Había mucha gente, muchos gritos: todos estaban preparados para morir. Le preguntaban a los niños: ‘¿Quieren vivir? La ciudad arde, Fulano y Fulano están muertos’. Y los chicos decían: ‘No, ya no queremos vivir más’ Y así fue como la gente huyó hacia los ríos. Hasta los rusos estaban aterrados e intentaron impedir los suicidios, o rescataban a los alemanes de las aguas. Todo el pueblo estaba en pánico”.
Bärbel Schreiner, que era una chica de seis años en aquellos trágicos días, estuvo a punto de ser otra de las víctimas. La salvó su hermanito mayor con cuatro palabras. Su madre los había llevado al río Peene, que ya entonces estaba repleto de cadáveres. El hermano encaró a la madre y le dijo: “Mamá, nosotros no, ¿verdad?”. Siete décadas después, con la voz rota por la emoción, Bärbel afirmó: “Todavía recuerdo el agua enrojecida por la sangre. Sin esas palabras de mi hermano, estoy convencida de que mi madre nos habría ahogado a los dos”.
El historiador y documentalista Florian Huber, que desconocía esa tragedia, escribió un libro estremecedor: “Hijo, prométeme que te matarás”, en el que trata de explicar, a través de testimonios tremendos, la extraña ola de suicidios qua diezmó a Demmin. “Estudié historia y nunca escuché nada sobre este episodio trágico. Un día, leí en un libro un breve pie de página que mencionaba la oleada de suicidios de los últimos meses de la guerra y decidí investigar. ¿Qué es lo que llevó a estos hombres y mujeres a pegarse un tiro, colgarse de un árbol o a tirarse al río más cercano? ¿Miedo por las represalias de los vencedores? ¿Fanatismo nazi? ¿O sentimiento de culpa por las tropelías de doce años de nacionalsocialismo y seis de guerra? Creo que fue una mezcla de todos estos factores. También influyó un efecto psicológico que convierte el suicidio en algo contagioso, casi como una infección. Los ríos hicieron de cementerio durante semanas; los trabajos para sacar los cuerpos del agua duraron de mayo a julio de aquel año. Los testigos recuerdan a gente colgada de los árboles por todas partes…”
Ni siquiera fue la muerte de Hitler la que impulsó a los habitantes de Demmin al suicidio masivo. A la hora de sus muertes, la de Hitler era el secreto mejor guardado del nazismo en derrota.
En las entrañas despanzurradas del Reich, se había iniciado una sorda lucha por los escombros del poder, en parte para mantener al nazismo vencido en posición de negociar un imposible: que la rendición ante los aliados no fuese incondicional. Manejaba los hilos Martin Bormann. Antes de matarse, Hitler había nombrado al almirante Karl Dönitz como su sucesor. Tres horas después de la muerte de Hitler, con su cadáver y el de Eva Braun todavía humeantes en los jardines de la Cancillería, Bormann llamó a Dönitz para decirle que el Führer lo había elegido su sucesor, pero no le dijo que Hitler estaba muerto. A esa misma hora, los rusos habían llegado a Demmin y se habían desatado ya los primeros suicidios.
Dönitz se enteró de la muerte de Hitler al día siguiente, 1 de mayo. Sospechó una maniobra y ordenó el arresto de Bormann y el de Goebbels, si alguno de los dos se atrevía a pasar por su cuartel. Goebbels no iba a aparecer por ninguna parte porque iba a suicidarse junto a su mujer, Magda, que ya había asesinado a sus seis hijos. Y Bormann intentaría escapar de la Cancillería, atravesar las líneas rusas y entregarse a los americanos y británicos: sus restos fueron hallados en diciembre de 1972, en las excavaciones de ampliación de la estación de tren de Lehrte, en Berlín Oeste. El análisis de sus huesos reveló que había ingerido cianuro.
Enemigo de una rendición incondicional, Dönitz decidió comunicar la muerte de Hitler al pueblo alemán a través de un mensaje por radio. También mintió. Dijo que Hitler había muerto, pero no dijo cómo y dio una versión idealizada con la idea de mantener vivo el mito del Führer. “Hombres, mujeres, soldados de la Wehrmacht alemana –dijo Dönitz- ¡Nuestro Führer Adolf Hitler ha caído! El pueblo alemán inclina su cabeza en señal de tristeza y respeto. Hace ya mucho él reconoció el terrible peligro del bolchevismo y dedicó su vida a combatirlo. Finalmente, su batalla y su inquebrantable adhesión a ese camino, fue su heroica muerte en la capital del Reich. Su vida fue un largo acto de servicio a Alemania. Sus esfuerzos en la lucha contra el sangriento bolchevismo se hicieron en nombre de Europa y también del mundo de la cultura.”
Era una enorme falacia destinada a perpetuar el fanatismo. Dönitz tuvo incluso la desvergüenza de invocar a Dios que, afirmó, premiaría “el sufrimiento y sacrificio del pueblo alemán”. Cuando terminó de hablar, sonó al aire el himno alemán y, luego, el del Nacional Socialismo, “Horst-Wessel-Lied”. Siguieron tres minutos de silencio y algunos de música fúnebre, incluido un pasaje de la Tercera Sinfonía de Beethoven, “Heroica” y el cierre de la transmisión, en los primeros minutos del 2 de mayo, a cargo de un locutor: “Enviamos un saludo a nuestros oyentes en Alemania y fuera de sus fronteras, a nuestros soldados en el mar, en los campos de batalla y en los cielos. ¡Heil Hitler!”
En Demmin, al igual que en muchas otras partes de Alemania, incluso en las afueras de Londres, en Trent Park, donde se hacinaban oficiales alemanes prisioneros de guerra de los británicos, la noticia de la muerte de Hitler fue recibida casi con desdén, con un encogimiento de hombros. Algunos, pocos, llegaron a preguntarse cómo había sido posible que tantos creyeran en aquel hombre. La escritora y compositora Karla Höcker anotó en su diario un incidente del 2 de mayo en el interior de un refugio antiaéreo de la capital del Reich. El líder del partido nazi local anunció con voz grave: “Hitler ha sido reportado muerto” y una mujer soltó: “Bueno, todo está bien entonces”. Y sonrió.
¿Cuántos alemanes murieron en Demmin? Nunca se sabrá con exactitud. Muchos de los cuerpos, más de novecientos, fueron enterrados en fosas comunes en el cementerio de Bartholomäi, otros, a iniciativa de sus familias, fueron a parar a tumbas identificadas. Al menos quinientas muertes quedaron registradas en un libro de contabilidad de un almacén, que obró como improvisado registro de defunciones. Semanas después de los suicidios y los enterramientos, todavía había cadáveres flotando en los ríos. Las ropas y los objetos personales de los muertos formaban una barrera de dos metros de ancho a lo largo de las orillas.
En 1995 la revista alemana “Focus” publicó un reportaje al historiador y teólogo Norbert Buske que afirmó: “Tenemos que asumir más de mil muertes”. En 2006, el historiador Udo Grashoff y el escritor Kurt Bauer elevaron esa cifra a mil doscientas personas. Grashoff y Bauer determinaron que hubo una primera oleada de suicidios antes de la llegada de los soviéticos, por temor a las represalias, y una segunda oleada, mayor que la primera, cuando los saqueos, fusilamientos y violaciones cometidos por los rusos. En 2005, el semanario “Der Spiegel” también calculó la cifra de muertos en “más de mil”. El psicólogo y jurista Nils Volkersen declaró en 2009 que Demmin “supuso el suicidio en masa con mayor número de muertos en la historia alemana”. El historiador Fred Mrotzek, de la Universidad de Rostock, calculó en los últimos años entre mil doscientos y mil quinientos los muertos en aquellos días terribles de abril y mayo de 1945, lo que eleva la suma a más del diez por ciento de los habitantes de la ciudad.
Para el historiador Huber ni siquiera había un punto en común entre los suicidas: “Por las actas de defunción, sabemos qué clase de oficio tenían. Y no se puede reconocer ninguna característica común. Eran hombres, mujeres, niños, empleados, obreros, estudiantes… Los muertos son una muestra de la sociedad de la época. Entre los suicidas había personas que no tenían ninguna razón para tener miedo y también había muchos nazis convencidos de que tenían las manos sucias”.
A Huber le impresionó un caso, reflejado en su libro “Hijo, prométeme que te matarás” “Es el de una vendedora de pieles que se llamaba Marie Dabs. Era una persona robusta y vital. Según su diario, logró superar todas las crisis alemanas de la época; la Primera Guerra Mundial, los años de crisis y hambre de la República de Weimar y el desastre económico mundial de 1929. Cuando su esposo fue a la guerra, ella siguió adelante con el negocio y se ocupó de los hijos. En los últimos días de guerra, cuando en el bosque de Demmin vio a la gente que se colgaba, se sintió invadida por el miedo y buscó veneno para matar a sus hijos primero y matarse ella luego. Sobrevivió, dijo, gracias a que no encontró la cantidad suficiente de veneno”.
Con Alemania dividida en dos, el Oeste en manos aliadas y el Este en manos de la URSS, Demmin quedó del lado soviético y el suicidio en masa de sus habitantes y los saqueos y violaciones de las tropas rusas pasaron a ser un tema tabú. Y prohibido. El sitio de las fosas comunes fue abandonado y se usó en algunas ocasiones para cultivar remolacha azucarera. Sólo un solitario monumento con el año “1945″ grabado en la piedra, sugería que en ese sitio allí había algo relacionado con la Segunda Guerra. Por el contrario, los soviéticos alzaron un obelisco en el centro de la ciudad en homenaje a sus soldados muertos en la zona. El museo de la Demmin registró “dos mil trescientas muertes “debido a la guerra y a la hambruna” que cayó sobre la ciudad entre 1946 y 1946. En 1989, ya con el comunismo tambaleante, el Partido Comunista local culpó a la Wehrmacht y a las Juventudes Hitlerianas por la destrucción de la ciudad. Y en cuanto a las atrocidades cometidas contra la población, saqueos, violaciones, asesinatos y fusilamientos, fueron atribuidas a “alemanes disfrazados de soviéticos”, según reveló “Der Spiegel” en base a documentación hallada en la administración militar soviética de Nuevo Brandeburgo.
Muy pocos documentos de la República Democrática Alemana reflejaron los hechos. Un informe interno del 15 de mayo de 1945, que resistió en los archivos, mencionó a “más de setecientos muertos y trescientas sesenta y cinco casas destruidas, aproximadamente el ochenta por ciento de la ciudad está en ruinas, más de setecientos habitantes pusieron fin a sus vidas mediante el suicidio”. Recién luego de la caída del comunismo algunos de los testigos, que eran chicos en 1945, se animaron a hablar de la tragedia. Un nuevo monumento se alzó sobre el terreno de las fosas comunes y un libro de memorias dedicado a los muertos fue publicado a modo de homenaje por el estado de Mecklemburgo-Pomerania.
En Demmin, la Segunda Guerra Mundial demoró casi 45 años en llegar a su fin.
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