La crónica de The New York Times estaba firmada por las periodistas Jodi Kantor y Megan Twohey y planteaba la denuncia desde el primer párrafo: “Dos décadas atrás, el productor de Hollywood Harvey Weinstein invitó a Ashley Judd al hotel Peninsula Beverly Hills para lo que la joven actriz esperaba que fuera un desayuno de negocios. En lugar de eso, la hizo subir a su cuarto donde él se apareció en una bata y le pidió si podía hacerle un masaje o verlo bañarse, recordó la actriz en una entrevista. ‘¿Cómo hago para salir del cuarto lo antes posible sin que Weinstein se enfurezca?’, dice que pensó”.
Era 5 de octubre de 2017 y la olla acababa de destaparse. La nota era muy clara: el creador de los estudios Miramax y The Weinstein Company, ganador de seis Oscars a mejor película, incluyendo Pulp Fiction (1994), En busca del destino (1997) y Shakespeare apasionado (1998), era un depredador sexual que había pagado el silencio de sus –por lo menos ocho– víctimas durante años mientras era amparado por un sistema al que su comportamiento no le parecía tan grave.
“Harvey es así”, repetían la mayoría de las estrellas de la compañía que elegían hacer la vista gorda: parecía que no había nadie capaz de ponerle un freno. Weinstein tenía el poder de impulsar o destruir una carrera y la diferencia entre un escenario y otro estaba en tolerar su acoso. Y su accionar era tan conocido, que al conducir la entrega de los premios de la Academia en 2013 –¡cinco años antes de que el escándalo estallara!–, Seth MacFarlane –que había compartido cartel con una de sus víctimas, la actriz Jessica Barth– saludó a las nominadas con una ironía que tenía olor a denuncia: “Felicitaciones, ya no van a tener que pretender que les gusta Harvey Weinstein”.
El entonces súper productor no era el único, pero, tras las revelaciones de The New York Times, se convirtió en la cara más visible de lo que hacían los poderosos de Hollywood –y, en general, en todos los oficios–. Cinco días más tarde, el 10 de octubre de 2017, Ronan Farrow –hijo de Mia y hermano de Dylan, que pronto iniciaría su propia cruzada contra su padre, Woody Allen– publicó en el New Yorker los testimonios de doce mujeres que acusaban directamente a Weinstein de violación y abuso sexual a lo largo de un período de treinta años. Por la investigación, ambos medios ganaron el premio Pulitzer.
Luego se sumarían las voces de otras ochenta mujeres de la industria. Todas repetían las mismas situaciones: Roxana Arquette había sido citada en su hotel para buscar el guión de una película, pero Weinstein la recibió en su suite y vestido con una robe, le pidió que le hiciera masajes, le agarró la mano y la apoyó sobre su pene. Mira Sorvino había soportado todo tipo de avances en el festival de cine de Toronto en 1995. Le había llevado años decirlo en público por temor a ser castigada en su trabajo y perder papeles. Lauren Holly se había reunido con él para discutir una propuesta para una película, y en medio de la charla, vio levantarse a Weinstein, que se metió en la ducha con la puerta abierta. Mientras se bañaba, seguía discutiendo con ella sobre la oferta, como si la situación fuera natural para ambos. Después se secó, y volvió a sentarse desnudo a su lado.
La lista de nombres y anécdotas desagradables era interminable: Gwyneth Paltrow tenía sólo 22 años cuando su entonces jefe la invitó a su cuarto. Cara Delevingne, bisexual, había sido sometida a un interrogatorio sobre las mujeres con las que se acostaba por un Weinstein en robe de chambre. Asia Argento, que había sido novia del productor, aseguraba que no había tenido escapatoria: era la manera de estar en sus películas. Carrie Fisher –siempre en la resistencia como su princesa Leia– le había mandado una lengua de vaca como amenaza al enterarse de que el productor acosó a su amiga, la guionista y directora Heather Ross.
Kate Beckinsale tenía 17 cuando fue citada por Weinstein en el mismo hotel: “Abrió la puerta en robe, pero yo era increíblemente ingenua y no se me cruzó por la cabeza que este viejo tan poco atractivo podía esperar que yo tuviera algún interés sexual en él”, escribió por esos días en su cuenta de Instagram. “Después de negarme a tomar alcohol con él y escaparme diciendo que tenía colegio al día siguiente, pude salir, incómoda, pero indemne. Unos años más tarde me preguntó si había intentado algo conmigo aquella vez. Me di cuenta de que no se acordaba si había abusado de mí o no”.
Los testimonios en redes habían comenzado a sucederse después de que, el 15 de octubre de ese año, la actriz Alyssa Milano tuiteó: “Si todas las mujeres que fueron acosadas o atacadas sexualmente escriben #MeToo (‘Yo también’, ‘A mí también’) vamos a poder mostrar la magnitud del problema”. Diez días después, eran millones en en más de 85 países las que habían seguido la consigna: los weinsteins del mundo eran muchos y tenían distintas caras, pero actuaban de formas parecidas. Y hasta entonces habían sido impunes.
Aunque al principio negó las acusaciones, Harvey Weinstein terminó por renunciar a su productora y fue expulsado de la Academia del Cine. Se iniciaron varias investigaciones y fue arrestado en Nueva York por violación en 2018, aunque en un principio quedó libre bajo fianza. En febrero de 2020, un tribunal lo encontró culpable de al menos cinco casos de abuso y fue sentenciado a 23 años de cárcel. La fecha de liberación más cercana es en 2039, cuando tenga 87 años, y se le siguieron sumando cargos en juicios en otras ciudades, como Los Angeles y Londres.
Su nombre –y la cadena de encubrimientos que había sostenido desde fines de los setenta–, pasó a ser un sinónimo de lo que ya no podía naturalizarse: esos contextos en los que las mujeres quedaban desamparadas ante un poder que las forzaba a callar ante el abuso y el acoso. Y el #MeToo se viralizó con fuerza de hashtag para contenerlas. Decir “Yo también, a mí también”, era –es– un abrazo contenedor para las que se animaban a hablar, ya no sólo en Hollywood, sino en todo el mundo, aún temiendo las represalias de los poderosos por los que habían callado. Y era el reconocimiento de que, en mayor o menor medida, todas sabíamos de qué hablaban.
A veces, ni siquiera había hecho falta la amenaza: la asimetría era tal, el temor a perder el trabajo, la carrera, las posibilidades, el futuro, que las víctimas apenas si se resistían. Oprimidas. Dominadas. Porque como señala la antropóloga Rita Segato, en el violador no hay deseo sexual, sino deseo de dominación: “El interés del violador es la potencia y la exhibición de esa potencia frente a otros hombres, para valer frente a ellos como un verdadero hombre”. Así, exactamente así, se comportaba Weinstein.
Por eso, la primera reacción frente al #MeToo –pese a algunos de sus excesos posteriores, como ocurre con toda revolución– fue de enorme alivio colectivo. De repente, se dio vuelta la tortilla: los Weinsteins del mundo ahora nos tenían miedo a nosotras. Miles y miles de mujeres en todo Occidente compartieron en las redes sociales sus historias de abuso y acoso sexual y señalaron a los abusadores, en lo que se conoció como el efecto Weinstein. Y obtuvieron una respuesta frente a la falta de Justicia: la condena social.
Aunque no hubiera denuncias formales –de hecho, en la mayoría de los casos eso era inviable porque las víctimas hablaban después de años de silencio–, los acusados tenían finalmente un castigo inmediato que era perder lo que más les importaba, su poder, sus trabajos, el reconocimiento de su entorno. Los mismos fantasmas con que antes silenciaban sus víctimas. La condena de la opinión pública, sobre todo en los casos de personas famosas, era efectiva porque también los disuadía de seguir comportándose así o de hacer oídos sordos frente a ese comportamiento en sus pares: era ejemplificadora.
Y es que los Weinsteins, para existir, habían estado blindados, protegidos por un pacto de silencio con varones y mujeres que compartían las mismas prácticas o eligieron mirar para otro lado. Los alcances de destapar la olla de los abusos cometidos en Hollywood incluso antes de que el ex productor de Miramax fuera alguien influyente no tienen fin ni arrancan con los crímenes de Weinstein. Se sabe ahora que Kirk Douglas era otro depredador sexual que, entre otras, violó a Nathalie Wood, o que Alfred Hitchcock acosó a Tippi Hedren hasta arruinarle la carrera. Figuras respetadas durante años, “hombres de familia” que, como Juan Darthés en la Argentina, se habían salido con la suya por una razón tan simple como triste: porque podían. Pues ya no.
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