“Somos muy viejas. Todos los años nos morimos, una por una. Y puede que la guerra haya terminado, pero para nosotros continúa, no ha terminado. Queremos que el emperador japonés venga aquí, se arrodille ante nosotros y pida perdón sinceramente, pero creo que los japoneses simplemente están esperando a que nos muramos”, le dijo en 2013 a un documentalista la coreana Lee Ok-seon.
De cuerpo enjuto, rostro arrugado y el pelo blanco cubierto con una cofia aún más blanca, Ok-seon tenía entonces 88 años y fue una de las residentes de la “Casa de Compartir”, en Seúl, Corea del Sur, que narró las atrocidades que vivió durante la Segunda Guerra Mundial, como “mujer de consuelo” de los soldados y oficiales de las fuerzas armadas japonesas.
Tras ser secuestrada cuando tenía 15 años por dos hombres mientras iba por la calle, Ok-Seon pasó toda la guerra de prostíbulo en prostíbulo viviendo en condiciones infrahumanas. “No eran un lugar para humanos, eran un matadero”, explicó. Quiso escapar varias veces, contó, “pero me atraparon y me pegaron una y otra vez”.
Desde antes de 1939 y 1945, las tropas de Japón en Asia esclavizaron a entre doscientas mil y cuatrocientas mil mujeres coreanas, chinas, filipinas, tailandesas, vietnamitas, malayas, indonesias e incluso japonesas para convertirlas en prostitutas a disposición del ejército japonés en una red de casas diseminadas por todos los territorios ocupados.
Se las llamaba “mujeres de consuelo” o “mujeres de solaz” y según los altos mandos japoneses su existencia tenía un propósito supuestamente altruista: evitar violaciones por parte de los soldados y preservar a las tropas de las enfermedades venéreas. Lo cierto es que se las reclutaba por la fuerza o, en menos casos, mediante engaños, para transformarlas en prostitutas que cumplían turnos de entre ocho y doce horas y debían mantener decenas de “encuentros” sexuales durante el día, sin posibilidad de negarse.
Cuando el periodista que la entrevistaba mencionó “mujeres de consuelo” para llamarlas, Ok-seon reaccionó con dureza: “Me pregunto por qué nos llamaron así. No fuimos por voluntad propia, fuimos secuestradas. Me obligaron a tener relaciones sexuales con muchos hombres cada día”, respondió.
Al decir que los japoneses esperaban que las últimas de ellas se murieran, la anciana sobreviviente lo hacía por una razón precisa. Aún entrado el Siglo XXI, los sucesivos gobiernos japoneses seguían negándose aceptar la implementación de la red de las “mujeres de consuelo” -cuya existencia aceptaban- como un crimen de guerra, diciendo que ellas habían actuado voluntariamente.
Una tradición siniestra
La red montada durante la Segunda Guerra Mundial no fue una creación surgida de las “necesidades” del momento, sino que fue la prolongación de una práctica que llevaba varios siglos.
Ya en la Edad Media, dentro del propio Japón, las autoridades de las poblaciones ocupadas durante los enfrentamientos internos se ocupaban de organizar servicios sexuales para los ocupantes con prostitutas profesionales para proteger al resto de las mujeres.
Cuando las profesionales no alcanzaban, se tomaban mujeres jóvenes, incluso niñas, para que las complementaran.
Poco antes del inicio del conflicto global, el ejército japonés aplicaba ese método en los territorios ocupados de China, llevando prostitutas profesionales desde la isla al continente a las que distribuía en “estaciones de consuelo”. La estrategia no funcionó, porque en lugar de ir a los centros “oficiales”, muchos soldados preferían seguir violando a las mujeres chinas.
Ante la imposibilidad de controlar la situación, los altos mandos japoneses tomaron una decisión drástica: convertir en esclavas sexuales a las mujeres jóvenes de los territorios ocupados, pero de manera sistemática.
Con el inicio de la Segunda Guerra, el método se expandió a la misma velocidad que avanzaban las fuerzas japonesas en Asia. Las víctimas eran sobre todo mujeres y niñas de entre 12 y 20 años de Vietnam, Taiwán, China, Malasia, Filipinas y Corea, pero también había europeas residentes en esos países.
En Indonesia las víctimas preferidas eran las holandesas, muchas de ellas rubias de ojos claros, a las que se secuestró y llevó a “estaciones de consuelo” especiales, a los que sólo podían asistir oficiales de alto rango.
Según el diario de Gordon Thomas, un norteamericano prisionero de guerra de los japoneses, las mujeres obligadas a ejercer la prostitución “lo más probable es que atendieran entre 25 y 35 hombres al día” y que eran “víctimas de la trata de esclavos de raza amarilla”.
Sobre el tratamiento que recibían, el testimonio del soldado japonés Yasuji Kaneko lo describe de manera muy gráfica: “Las mujeres gritaban, pero no nos importaba si ellas vivían o morían. Éramos los soldados del emperador. Ya sea en burdeles militares o en las aldeas, violábamos sin reticencias”, relató.
Descubrir el horror
Para el final del conflicto, se calcula que las tres cuartas partes de las “mujeres de solaz” habían muerto por enfermedades, asesinatos o suicidios, y la mayoría de las sobrevivientes se quedaron estériles debido a un trauma sexual o a enfermedades de transmisión sexual.
Si una mujer llegaba a concebir, se le inyectaba una droga llamada 606 que provocaba el aborto, se le practicaba el aborto quirúrgico. Para evitarlo, se las empezó a esterilizar por la fuerza.
Kentaro Igusa, un cirujano naval japonés que estaba destacado en Rabau, Papúa, escribió en sus memorias que las mujeres se vieron forzadas a seguir trabajando sin tener en cuenta las infecciones y malestares severos, a pesar de que “lloraban y pedían ayuda”.
Uno de los primeros documentos de los aliados sobre la existencia de la red data de 1944, cuando en una ofensiva en Birmania encontraron a unas veinte coreanas abandonadas en dos “centros de solaz”. Según el Reporte N°49 del Departamento de Guerra de los Estados Unidos, titulado “Japanese Prisoners of War Interrogation on Prostitution”, las coreanas fueron llevadas por los japoneses con engaños a Birmania y allí obligadas a prostituirse con las tropas.
Antes de la rendición, los altos mandos japoneses ordenaron ocultar o destruir toda la documentación relacionada con las “casas de solaz” de los territorios que había ocupado.
Cuando terminó la guerra, el gobierno japonés intentó soslayar el tema. Hubo un solo proceso judicial, donde once oficiales fueron declarados culpables por “haber incumplido la orden del ejército de solo contratar mujeres voluntarias”. Un solo soldado fue condenado a muerte por “crímenes de guerra” cuando lo encontraron culpable de asesinar a una “mujer de consuelo”.
Despachos clasificados
Recién en 2017, la agencia japonesa de noticias Kyodo accedió a unos documentos clasificados de la Secretaría del Gabinete del gobierno japonés que muestran detalles sobre cómo el ejército imperial solicitaba y administraba a las “mujeres de confort”.
Entre los archivos, hay trece “despachos clasificados” de los consulados de Japón en la China ocupada, enviados en 1938 al Ministerio de Relaciones Exteriores en Tokio.
En uno de los mensajes, proveniente de Jinan, se informa que la ocupación había causado “una oleada de prostitución” y que eran insuficientes las “101 geishas, 110 mujeres consuelo de Japón y 228 coreanas” para satisfacer las necesidades de las tropas. Y se estimaba que se necesitaba concentrar allí “al menos 500 mujeres de consuelo” más.
En otro despacho desde la ciudad china de Qingdao, se detalla que el ejército necesitaba “una mujer cada 70 soldados” y que la Marina pedía “150 mujeres de confort” para las necesidades de sus hombres.
Cuando se difundieron los documentos, Yoon Mi-hyan, jefa del del Consejo Coreano para las Mujeres reclutadas para la Esclavitud Sexual Militar en Japón, declaró que por primera vez “tenemos información detallada sobre el funcionamiento de los burdeles, sobre cuántos soldados eran asignados a una mujer de consuelo”.
Y agregó: “Esta es una clara señal de que el gobierno japonés debe rendir cuentas por haber reclutado forzosamente a mujeres coreanas para la esclavitud sexual”.
Negacionismo Siglo XXI
La declaración de la jefa del Consejo Coreano apuntaba a que, pese a tenues reconocimientos, los sucesivos gobiernos japoneses han tenido posiciones elusivas o directamente negacionistas sobre las “mujeres de solaz” y la red de casas montada en los territorios ocupados.
En 1992, Japón presentó una disculpa y tres años después el entonces primer ministro Tomiichi Murayama presentó una disculpa formal: “Como primer ministro de Japón se extienden de nuevo mis más sinceras disculpas y el remordimiento a todas las mujeres que se sometieron a las experiencias inconmensurables y dolorosas y sufrieron heridas físicas y psicológicas incurables como mujeres de consuelo”, dijo.
También estableció un Fondo de Mujeres para distribuir una compensación a las víctimas de las “casas de solaz” en Corea, Filipinas, Taiwán, Países Bajos e Indonesia, con fondos donados por ciudadanos.
Sin embargo, entrado el Siglo XXI el negacionismo sigue presente. Durante sus mandatos, el ex primer ministro Shinzo Abe -asesinado este año en un acto político por un fanático religioso- se negó sistemáticamente a reconocer los hechos.
Tanto él como varios miembros de su gabinete eran miembros de la organización Nippon Kaigi, que niega la existencia de los crímenes japoneses, incluso la esclavitud femenina.
El dirigente del ultraderechista Partido de la Innovación Tōru Hashimoto sostuvo siempre una postura similar a la de Abe. Para él, no “hubo ninguna evidencia que unas mujeres de consuelo fueron forzadas por la vía de la violencia o amenaza de parte de los militares japoneses”.
Esas posiciones se contradicen con el ofrecimiento de nuevas reparaciones económicas a las sobrevivientes, que tienen más que ver con el intento de Japón por encontrar una solución a la tirantez que significa el tema para las relaciones diplomáticas entre los dos países que con un reconocimiento de los crímenes de guerra cometidos por el ejército imperial durante la Segunda Guerra Mundial.
Cuando supo del ofrecimiento, en 2013, Lee Ok-seon, una de las últimas sobrevivientes, reflexionó: “Me pregunto si las conversaciones en realidad se hicieron pensando en las víctimas. A nosotras no nos interesa el dinero, pero si los japoneses cometieron estos pecados su gobierno debería ofrecer una compensación oficial directa”.
Este año, el testimonio de Ok-seon fue utilizado por la dibujante surcoreana Keum Suk Gendry-Kim para su historieta Hierba, traducida a varios idiomas y elegida cómic del año por medios como The New York Times, The Guardian y Los Angeles Times.
Lee Ok-seon, que hoy tiene 94 años, lo leyó en su refugio de “Casa de Compartir”, en Seúl, donde las últimas diez sobrevivientes coreanas de las siniestras “casas de consuelo” comparten el final de sus vidas.
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