Cuando el timbre sonó, ya era de noche. Marcos no estaba esperando a nadie y se asomó a la ventana de su casa, en Derqui, extrañado. Del otro lado, la silueta de un policía alcanzaba a distinguirse en la oscuridad. ¿Por qué estaba la Policía en su casa? ¿Qué tan importante era lo que pasaba cómo para tocarle el timbre tan tarde?
El oficial le preguntó su nombre y le mostró la notificación que tenía en la mano. Era para él, Marcos Lucas Ramón Otero, que en ese entonces era un joven de 23 años. El papel tenía, además, los datos de una mujer: Romina Rizzaro, un nombre y un apellido que Marcos nunca antes había escuchado.
Marcos no terminó de entender, aunque lo que decía esa notificación iba a desmoronar la vida que había tenido hasta ese día. Debía presentarse en el Juzgado Federal Nº 1 de Campana en una causa por los delitos de “alteración del estado civil de un menor de 10 años” y “falsedad ideológica de instrumento público”.
Dos días después, todavía creyendo que se habían equivocado de persona, Marcos fue al juzgado.
“Ahí me enteré de que tenía una madre biológica y que me estaba buscando”, cuenta él a Infobae. Era febrero de 2016 y el resto lo supo en mayo, de boca de esa mujer que había pasado más de 20 años buscándolo. Llorando en la mesa de un bar, Romina Rizzaro le contó una historia que él escuchó en silencio, con una sensación sólida de irrealidad, como si estuviera viendo una ficción.
“Me contó que sus padres se habían separado cuando ella tenía 5 años; después, su madre se había juntado con un hombre. Y que ese hombre, su padrastro digamos, había abusado sexualmente de ella desde los 8 años”, arranca. “Que cuando tenía 13 años su padrastro la dejó embarazada, y que yo había nacido el 23 de julio del año 93 producto de esa aberración”.
Van a cumplirse siete años de aquel timbre sonando en la noche y Marcos sigue siendo, en todos sus documentos legales, Marcos Lucas Ramón Otero.
“Sigo viviendo con una identidad falsa, yo no soy ese”, se queja, y se refiere a que ese es el apellido del hombre que lo apropió primero y lo abandonó después, como quien se arrepiente de haber llevado a casa a un perrito.
Lo que está por contar es la vida de un joven que lleva siete años tratando de construir un vínculo sano con esa madre, “aunque no es fácil, yo soy la cara punzante de su violador”, suspira. No es fácil cicatrizar y tratar de construir, mucho menos cuando la Justicia, que podría reparar algo del daño, se toma tanto, tanto, tanto tiempo.
Quién soy
Cuando le llegó la notificación, Marcos vivía con Romilda, su madre “adoptiva”, en Derqui, Pilar. Tenía 23 años y siempre había creído la historia que le habían repetido desde la infancia: “Que yo era fruto de una aventura que había tenido mi padre con una chica más joven, y que después de eso me habían adoptado”.
Vivía solo con ella porque “mi padre postizo, o mi apropiador mejor dicho, se había ido de un día para el otro cuando yo tenía 15 años. Mi madre era muy mayor y quedó muy deteriorada, de salud y anímicamente. Así que yo sabía que era adoptado pero en mi adolescencia eso pasó a un segundo plano: antes de ponerme a buscar mi origen tenía que asegurarme de que pudiéramos comer”.
Como único sostén de hogar -ese “padre” se había ido a Uruguay y había perdido todo vínculo con la familia- Marcos había vendido diarios y reparado electrodomésticos, así que cuando supo que su mamá biológica lo estaba buscando no sintió alegría sino que se preguntó “¿por qué ahora, después de tantos años?”.
Marcos no había tenido una vida fácil y todavía creía que Romina había sido “la chica de la aventura”.
Tres meses después de la notificación y cuando la prueba de ADN ya había dado 99.9% positivo, se vieron por primera vez.
“Yo estaba en el juzgado esperando para firmar unos papeles, ella se acercó y me dijo ‘¿vos sos Marcos? Yo le contesté ‘sí’, y ella me extendió la mano y me dijo ‘mucho gusto, soy Romina’. No fue lo que uno imagina de un reencuentro entre una madre y un hijo, pero en ese momento éramos dos desconocidos”.
Fue un rato después, cuando cruzaron a tomar un café frente a la plaza de la Catedral de Campana, que las dos torres se derrumbaron. Fue ahí que Romina le contó que su padrastro la había violado cuando iba a séptimo grado y que él había nacido tras esa violación.
“Dolida, desesperada, enojada, rota”, recuerda él, Romina le contó todo lo que ni el trauma había logrado borrar.
Que la habían llevado a parir una noche de invierno de 1993 en remís a una casa en el campo. Que la habían metido en una habitación “oscura, fea, tétrica, con camas marineras”. Que la habían acostado en el colchón de abajo ya con contracciones.
“Que nunca le permitieron ver al bebé, verme. Que lo escuchó llorar pero se lo sacaron en ese mismo momento. Que no fue ella quien me puso nombre”.
“A mí me dejaron ahí, en esa cama. Habré llorado hasta que me quedé dormida”, contó la propia Romina a Infobae en febrero de 2021.
Marcos, al principio, se despegó, como si le estuvieran contando la historia de otra persona: “Es complejo acompañar a una persona que ha sufrido tanto siendo tan indefensa. Eso fue lo primero que me movilizó cuando me enteré de que yo era fruto de un acto tan aberrante”.
Con los años, sin embargo, quedó boyando en la dicotomía: por un lado, había una madre que lo había buscado, que lo amaba, que quería construir un vínculo. Por otro, había una mujer, ¿una niña? que podía ver en él la cara de su violador.
“Muchas veces me he sentido una basura, aunque yo sé que no tengo la culpa de existir, digamos. A veces se vuelve una carga tan pesada…”, dice Marcos, que ahora tiene 29 años, y llora mientras hurga en las palabras.
“Uno le da vueltas, busca la manera de poder aceptarse, de aceptar su origen, pero no es sencillo porque mi origen no es normal”.
No se refiere sólo a la violación sino a lo que también le reveló su mamá en ese bar de Campana. Lo contó la propia Romina a Infobae en aquella entrevista de hace casi dos años:
“En una discusión muy grande que tuve con mi vieja me dijo que había anotado al bebé a nombre de ella, como su hijo”. Y que se lo habían dado, entregado, regalado, a un matrimonio supuestamente de Santiago del Estero que quería tener un bebé: la forma de “hacerlo desaparecer” y jugar al show de “aquí no ha pasado nada”.
Es por eso que Marcos figura en su partida de nacimiento legal como hijo legítimo de su abuela. También como hijo de G.O, su apropiador.
“Es muy duro no poder contar con una identidad verídica después de todos estos años. Yo no soy esa persona: Otero, que es mi apellido actual, no corresponde a quien soy. Viendo a la distancia toda la tramoya, todo el maneje que hicieron, menos. Parece algo lejano pero me pega todos los días”, explica él.
Todos los días es cada vez que quiere comprar algo, tener algo a su nombre, hacer un trámite. “Mi apropiador se aprovechó de un hecho horrible, como es una violación, y pasó su vida faltando a la verdad, lo más básico que tiene que haber en un vínculo”, sostiene.
“En el juicio intentó justificarse. Declaró que el abusador le había dicho ‘voy a tener un hijo pero no puedo quedármelo, ¿lo querés vos, que no tenés hijos?’. Dijo que le pareció una forma de hacer un acto de bien, esa es la forma en la que se disfrazan las apropiaciones”.
Se refiere a que, en nombre del “acto de bien”, el apropiador fue parte de la falsificación de los documentos y le mintió a su supuesto hijo con la misma impunidad con la que se fue del país y lo dejó a la deriva cuando todavía era menor de edad.
“Poco antes de morir, mi madre postiza me contó que me recibieron sin ropa y envuelto en papel de diario. Era un recién nacido y me mandaron a la casa de mis apropiadores en un remís”, sigue Marcos.
El apropiador no actuó solo, y eso ya lo probó la Justicia. Entonces, si el delito ya se probó ¿por qué todavía Marcos no pudo cambiar su apellido y rectificar su partida de nacimiento?
La odisea
Antes de llegar a la Justicia, Romina Rizzaro sobrevivió a varios intentos de suicidio. El primero fue a los 16, tres años después del nacimiento de Marcos. Hubo otros después, mientras intentaba juntar las astillas de su vida, pegar los pedazos, seguir.
Fue en 2011, y como nunca había logrado ni juntar, ni pegar ni seguir, que Romina comenzó, a solas y a tientas, una batalla judicial. Tenía 32 años, su violador había muerto, por lo que ya sabía que iba a quedar impune. Todavía tenía, sin embargo, la posibilidad de lograr algo de justicia.
Quería, por un lado, encontrar a ese hijo, decirle la verdad. Por otro, estaba furiosa y sin nada que perder, quería que su madre, el apropiador y la obstetra que había firmado en la partida de nacimiento pagaran con cárcel por lo que habían hecho.
“Fue un proceso muy doloroso”, recuerda Gustavo De Simone, el abogado de Romina. “Fue muy duro escuchar su relato, incluso para todo el personal del juzgado”. En resumidas cuentas, los tres acusados llegaron a juicio oral con prisión preventiva y los tres fueron condenados.
“Se aplicó la ley que estaba vigente al momento de la apropiación, que establecía penas de 4 a 10 años de prisión”, explica el abogado. “Sin embargo, pese a todo lo que les hicieron, no sólo a la madre sino también al hijo, les dieron las penas más bajas posibles”.
Cuatro años y 6 meses para la madre de Romina, L.M, por los delitos de sustracción de un menor de diez años y su posterior retención y ocultamiento, alteración del estado civil de un menor y falsedad ideológica de instrumento público (constancia de parto, partida de nacimiento y DNI).
Cuatro años de prisión e inhabilitación por 3 años para la obstetra R. W como “partícipe necesaria”; y 4 años para G.O, el padre/apropiador de Marcos.
“La realidad es que solo estuvieron dos años y medio presos. Todos están en libertad”, aclara Romina.
“La cuestión es que después -sigue el abogado-, con lo que vivimos en nuestro país durante la última dictadura, se modificó el Código Penal para que las penas para estos delitos sean más altas: de 5 a 15 años”.
Romina entonces, que siempre había sentido que la pena que les habían dado era “un chiste” en comparación con lo que le habían hecho, apeló.
Desde entonces, hubo una pila de apelaciones de ida y de vuelta y aún siguen esperando que les apliquen una pena más elevada.
“Creo que para que estos delitos no se repitan tiene que haber ejemplaridad: una Justicia justa, valga la redundancia”, opina el abogado.
Mientras, sin sentencia firme y con el expediente esperando en el Juzgado Federal Nº5 de San Martín, el derecho a la identidad de Marcos quedó en un limbo. Lo mismo que el resarcimiento económico que la Cámara ordenó que debía recibir Romina.
La primera sentencia lo había fijado 500.000 pesos, “aunque luego la Cámara consideró que era muy poco por todo el sufrimiento que había pasado”, explica el abogado. Entonces, mientras se discute cuánto, Romina fue indemnizada con la suma de: nada.
“Ya no aguanto más, nos tienen apelando eternamente y a mí me sigue pasando la vida. Necesito cerrar esto, me violaron a los 13 años, tengo 43″, se despide ella. “¿Y mi hijo? Mi hijo lleva el karma encima, y no es sólo eso. Mientras esto no se termine de resolver sigue figurando como hijo de dos de las personas que nos cagaron la vida”.
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