Christopher Reeve fue Superman. El papel superhéroe venido de Krypton lo consagró. Del anonimato a encabezar la película más taquillera de 1978. Después le costó que el público no le encasillara. Sin embargo siguió construyendo su carrera con dedicación hasta que en 1995 un accidente hípico lo dejó tetrapléjico. Estuvo a punto de morir y hasta perdió las ganas de vivir. Inmóvil del cuello para abajo se convirtió en un luchador que no se dejó amedrentar por sus limitaciones. Su ejemplo fue inspirador. Su fundación recaudó millones para la investigación en células madres. Y en ese rol, no ya en la pantalla sino en la vida real, Christopher Reeve se transformó en un súper hombre.
Nació en Nueva York hace setenta años, el 25 de septiembre de 1952. Era una familia de clase alta en la que todos los integrantes se dedicaban a las letras. El padre fue un reconocido novelista en su tiempo y profesor universitario. La madre, una académica con una decena de libros publicados. El poeta Robert Frost era un habitué en las mesas familiares. El principal tema de conversación en la familia Reeve eran los libros. Un ejemplo: cuando Cristopher le contó al padre que lo habían elegido para hacer de Superman, el profesor se desilusionó al enterarse que no se trataba de una adaptación de Hombre y Súper Hombre de George Bernard Shaw.
Después de egresar de un exclusivo colegio, estudió teoría musical y literatura inglesa en la Universidad de Cornell. Pero él siempre supo que sería actor. Hacía cursos y viajaba a Londres y a París para actuar en pequeñas obras. Llegó a tener participación en el Old Vic y en la Comedia Francesa. Luego fue uno de los pocos que logró superar el estricto filtro de la escuela de teatro de Julliard en Nueva York. De su universidad sólo un compañero más lo logró: Robin Williams. Con Williams forjaron una gran amistad. Compartieron cuarto en la universidad, proyectaron el futuro y soñaron con grandes carteleras y se juramentaron estar siempre cuando el otro lo necesitara.
En 1976, Reeve consiguió sus primeros trabajos profesionales. En Broadway fue durante nueve meses el nieto de Katherine Hepburn en A Matter Of Gravity. Aunque el estreno no fue demasiado auspicioso. Reeve se alimentaba mal, tomaba café y se salteaba comidas; además el debut junto a una leyenda lo tenía muy nervioso. En medio de la función se empezó a sentir mal y se desmayó en escena. Mientras algunos colaboradores salieron de bambalinas para asistirlo, Katherine Hepburn le habló al público: “Este chico es un muy buen actor pero es un tonto: no come suficientes carnes rojas”. Al mismo tiempo tuvo un papel fijo en un teleteatro como galán (el papel se lo consiguió Hepburn gracias a su influencia en la industria): los productores creían que era ideal con esa rigidez, el físico desarrollado y sus rasgos claros y definidos. La trilogía de ese año la cerró con un bolo en una película protagonizada por Charlton Heston, Gray Lady Down.
Hasta que llegó Superman.
La producción de la película había empezado varios años antes. Hubo decenas de candidatos para dirigirla. Dicen que los productores estuvieron a punto de cerrar con Steven Spielberg pero que prefirieron esperar a ver qué pasaba con ese proyecto del pez grande en el que trabajaba por si le iba mal. Tiburón se convirtió en la película más taquillera de la historia hasta ese momento y debieron seguir buscando director.
Con el actor pasó algo similar. Todo gran nombre de Hollywood de esos años tuvo el guión en la mano y se imaginó con el traje azul, rojo y amarillo. Los productores no eran tímidos para soñar. Paul Newman (le ofrecieron cualquiera de los tres personajes principales a cambio de 3 millones de dólares), Steve McQueen, Clint Eastwood, Burt Reynolds, Al Pacino, Dustin Hoffman, Robert Redford, Charles Bronson (¿un Superman con ametralladora y bigote liquidando en masa a los malos?) y hasta James Caan que dijo que no iba a aceptar un rol que lo hiciera estar en pantalla con un pijama largo de colores y el slip encima. Stallone, que venía de hacer Rocky, se postuló para el papel pero fue rechazado. Después de los Juegos Olímpicos de Montreal 76 alguien pensó que Bruce Jenner (ahora Caytlin) era el candidato perfecto: el campeón olímpico del decatlón, el deportista más completo del planeta, un coloso físico, pero tenía un pequeño defecto: no sabía actuar.
Marlon Brando y Gene Hackman fueron los primeros en subirse a la película con contratos millonarios. Brando cobró más de 3 millones más una participación del 10% (se terminó llevando casi 12 millones) por el breve papel del padre. Cuando llegó estaba en tan mal estado que propuso que el padre fuera una valija (total quién sabe cómo eran las personas de Krypton) y poner sólo la voz. Hackman cobró 2 millones de dólares.
Para el que hiciera de Superman quedaba poco dinero en el presupuesto. Los productores decidieron que fuera una cara nueva. No querían que los espectadores vieran en él a otra persona que no fuera Superman. Christopher Reeve obtuvo el papel entre 200 candidatos. Richard Donner lo eligió por su cara cuadrada, la mirada limpia que permitía que la gente creyera en la ingenuidad de Clark Kent y por su físico portentoso. En él convivían la fortaleza y la vulnerabilidad: Superman y Clark Kent. De todas maneras le dijeron que debía usar un traje con músculos incorporados porque no tenía la fortaleza necesaria pese a su altura. Reeve se negó y realizó un intenso entrenamiento de casi nueve meses en el que su físico sumó casi una decena de kilos en músculo. Ya estaba preparado para ser Superman.
La película, con guión de Mario Puzo, se estrenó en 1978 y se convirtió en un éxito enorme. Los superhéroes habían vuelto a las pantallas. La segunda parte se estrenaría al año siguiente (para ahorrar costos habían filmado ambas a la vez). Reeve se convirtió en una celebridad con su primer trabajo grande en el cine. Sin embargo su salario había estado lejos del de Brando y Hackman: poco más de 200.000 dólares por las dos películas.
Los amigos que habían estudiado con él creyeron que su carrera estaba terminada (William Hurt, Kevin Kline y otros), que había vendido su talento a la primera oportunidad. Él estaba convencido que podía dotar a Superman de dignidad (algo de su actuación está en cada uno que interpretó superhéroes en el aluvión de films del género de las últimas dos décadas). Y que le abriría muchas puertas: que tendría mejores salarios y que podría actuar en las obras que deseaba desde hacía tiempo porque su nombre convocaría.
No se equivocó. Además de las cuatro veces que encarnó al Hombre de Acero participó en quince películas más, en varios programas de televisión y en un centenar de obras, aunque en algún momento sintió que algunas de las oportunidades no le llegaban porque el público sólo veía a Superman cuando él aparecía.
Por momentos su vida parecía perfecta. Hacía lo que le gustaba, ganaba bien, había logrado formar una familia que lo quería. Navegaba, buceaba, pilotaba aviones, practicaba varios deportes. Aunque su verdadera pasión eran los caballos. Tenía varios y participaba con ellos en competencias de saltos. Había empezado a cabalgar cuando tomó clases para actuar en una adaptación fílmica de Anna Karenina
Todo cambió el 27 de mayo de 1995. Christopher ya había abandonado Superman. La franquicia se había agotado, necesitaba un nuevo rumbo. Él disfrutaba de actuar para James Ivory, Peter Bogdanovich o Sidney Lumet. Esa tarde de 1995 participaba en un torneo hípico en Virginia. Durante la primera jornada había quedado en el cuarto puesto entre 27 competidores. En mitad de su recorrido, ante un obstáculo en apariencia sencillo, Buck, su caballo, frenó de manera abrupta. Christopher Reeve, el jinete, pasó por encima de la cabeza del animal y cayó al suelo golpeando contra el obstáculo a saltar. Lo llevaron de urgencia al hospital. El pronóstico inicial era muy malo. Los médicos no creían que el actor de 42 años pudiera sobrevivir.
Fue una fatalidad. Un centímetro más a la derecha, la muerte hubiera sido inmediata; un centímetro más a la izquierda, un chichón y un susto, nada más. Pero la lesión que tenía Reeve era grave. Sufrió fracturas en la primera y segunda vértebras cervicales, daño irreversible en la médula espinal. Al poco tiempo lo sometieron a una cirugía (Reconectaron mi cráneo a la columna, dijo) para que pudiera mover la cabeza y asentir.
Quedó tetrapléjico. Necesitaba asistencia respiratoria y estaba inmóvil del cuello para abajo.
No todo fue superación e ilusiones. Los primeros tiempos fueron los más duros. De ser alguien muy activo y con una vida profesional y social muy nutrida, pasó a no poder moverse, a respirar con ayuda mecánica y a requerir alguien que lo asistiera las 24 horas. Tuvo una depresión severa y hasta pensamientos suicidas. A los pocos días del diagnóstico habló con Dana Morosini, su esposa. Le dijo que no quería vivir más, que no tenía sentido ser una carga para la familia. Dana le dijo que ese que estaba ahí en la cama del hospital seguía siendo él y que ella lo amaba con todo el corazón. Y le pidió un favor: postergar esa conversación dos años, que pasado ese tiempo ella respetaría lo que él decidiera. Reeve contó que el apoyo de su esposa cambió su manera de ver la situación y que pensó en sus hijos –el más chico tenía 3 años- y supo que debía intentar seguir adelante.
Una tarde entró a la habitación un médico con una barba larga y frondosa, que hablaba con un acento duro y extraño. Era un proctólogo ruso que lo debía someter a un examen. Reeve tardó un rato en descubrir que ese médico torpe y procaz no era otro que su amigo Robin Williams, que había ido para confortarlo. “Esa fue la primera vez que me reí desde el accidente”, contó en sus memorias. Williams cumplió con aquella promesa juvenil de apoyarse en los malos momentos. En los años siguientes pagó varios de los gastos médicos de Reeve. Christopher también había estado cuando Robin tenía problemas con las drogas y como padrino de uno de sus hijos, asistió a su familia en varias ocasiones.
La recuperación fue lenta y trabajosa. Christopher Reeve nunca perdió la esperanza. Luchó por mejorar cada día. Por avanzar, por lograr algún progreso. Pero esa lucha no se resignó a intentar recuperar funciones vitales, a recuperar la sensibilidad en algunas partes de su cuerpo para sentir las caricias de su familia. Se convirtió en un activista y con su fundación y su prédica logró recaudar millones de dólares para la investigación en células madres. También abogó intensamente para que el gobierno de Estados Unidos extendiera la cobertura médico de los pacientes que sufrían tragedias cuyo resultado era una discapacidad severísima y que necesitaban constante asistencia.
Su esposa Dana lo acompañó en cada momento. Apareció en galas y entregas de premios con su mensaje entre combativo y esperanzador. Apremiaba a los médicos e investigadores para que avanzaran en su estudio. Conseguía donaciones cuantiosas que destinaba a los especialistas.
Hasta logró volver a la actuación. Uno de sus papeles más recordados fue la remake de La Ventana Indiscreta. Los años posteriores al accidente no fueron serenos ni estuvieron exentos de peligro de vida. Tuvo embolias, reacciones negativas a la medicación, infecciones, neumonías y otras circunstancias que muchas veces lo tuvieron al borde de la muerte.
Su primera gran aparición pública tras el accidente fue en los Oscars de 1996. Ingresó en esa silla de ruedas enorme en la que se movilizaba y el auditorio le dedicó una ovación de pie de varios minutos. Sus colegas se emocionaron y premiaron su esfuerzo y coraje. Mery Streep, Tom Hanks, Travolta, Tarantino y Winona Rider entre otros se conmovieron con su entrada. Lo primero que hizo fue un chiste: “Salí de Nueva York en septiembre y recién llegó esta mañana”.
Tiempo después se quejó de que al principio la gente era demasiado piadosa con él, que no lo trataban con normalidad. Lo que más le molestaba era la solemnidad. “La primera vez que fui a lo de David Letterman ni siquiera me hacía chistes. Los tuve que hacer yo. La gente no sabe cómo tratar a alguien con una discapacidad”.
Christopher Reeve murió el 10 de octubre de 2004, a los 52 años por problemas cardíacos derivados de la medicación que tomaba. Dos años después, un cáncer de pulmón acabó con la vida de Dana, su esposa. William de 12 años quedó huérfano. Pero sus hermanos, los hijos del primer matrimonio de Reeve, lo adoptaron. Hoy es un reconocido periodista de ESPN.
En una entrevista televisiva a la que concurrió para presentar sus memorias dejó una frase en la que se puede resumir su manera de ver la vida: “Todos tenemos más habilidades y recursos internos de los que creemos tener. Mi consejo es que no esperes a romperte el cuello para descubrirlos”.
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