“Pablo no tuvo más amantes que la pobre niña Wendy y yo. Las otras eran prostitutas muy bonitas de una noche porque a él, sobre todo cuando empezó a esconderse, le daba mucho miedo que sirvieran de señuelo a sus enemigos. Les pagaba bien y las despachaba. Pero lo que hizo con ella fue una bestialidad”. Virginia Vallejos, periodista, hechizó a Pablo Escobar Gaviria durante una entrevista y tuvo una relación con él que se prolongó por cinco años. Sabía de qué hablaba. El narco más famoso de la historia sedujo durante su corta vida a una gran cantidad de mujeres: modelos, reinas de belleza, jóvenes vírgenes y, como se dijo, prostitutas: 49 de ellas terminaron asesinadas. A una, sus sicarios le dibujaron sobre el cuerpo una cruz con 28 balazos.
A medida que la violencia y los negocios crecían, la voracidad sexual de Escobar iba en aumento. Al jefe narco ninguna mujer se le resistía. Y él no hacía ningún esfuerzo para conquistarlas. El método que usó durante décadas era simple, abusivo: cuando llegaba a un lugar y le gustaba una mujer, enviaba a sus esbirros con una botella de champagne o whisky. Sabía que al enterarse quién les había enviado el obsequio, se lo irían a agradecer cuerpo a cuerpo. Hasta para cortejar a su única esposa, Victoria Henao Vallejos -que tenía 13 años-, tuvo la colaboración de Yolanda, una amiga en común que ofició de celestina y lo ayudó a sortear los obstáculos que ponía la familia de la niña. Para enamorarla, Escobar le regaló flores, dulces y hasta un disco de Camilo Sesto.
Su mujer, a quien apodaban “La Tata”, siempre supo de sus infidelidades. Pero también estaba segura que luego de cada aventura regresaría con ella. En su libro “Mi vida y mi cárcel con Pablo Escobar”, la viuda del criminal cuenta que “me dolía su infidelidad, pero no tenía la valentía suficiente para dejarlo. La historia que yo misma me contaba para sobrellevar semejante drama era aquella vieja frase: ‘todos los hombres son iguales’. Entonces, pensaba, ‘no lo voy a dejar por eso’. Además, cuando nos casamos, el engaño estaba dentro de lo probable dados sus antecedentes y por eso tomé la decisión de no perseguirlo, no mirar la agenda de teléfonos, no revisar si la camisa tenía colorete. El que busca, encuentra, dice el refrán y preferí no encontrar”.
Más de una vez, Victoria Henao miró para otro lado. Fingía, como una buena actriz, que creía en sus mentiras. En una oportunidad, Escobar quedó en la mira de su esposa. Estaban en la hacienda Nápoles y sus amigos, que ignoraban la presencia de “La Tata”, llegaron en un jet privado junto a diez modelos para hacer una gran fiesta. Esa vez ella lo encaró delante de todos: “No me quedo un segundo más en este lugar Pablo. Es una falta de respeto lo que haces conmigo…”. El le respondió haciéndose el ofendido: “Pero mi amor, Héctor (Roldán) trajo a estas mujeres para mis amigos, no puedo decirles que no…”. Se hizo un silencio incómodo y todo continuó como si nada. Pero Victoria conocía cada uno de los escondites amorosos de Pablo Escobar. Hasta un penthouse de dos pisos sobre la avenida Colombia, en el centro de Medellín, al que hacía llamar en clave “La Escarcha”.
Allí hacía que llevaran mujeres, muchas de ellas menores de edad, para él y sus amigos. Y fue en ese departamento donde conoció a Wendy en 1981.
Wendy Chavarriaga Gil medía 1,85, tenía ojos verdes y unas piernas que parecían no tener fin. Era dueña de su propia fortuna y de una lujosa vivienda en los alrededores del Club Campestre de Medellín, a dos cuadras de la casa de la familia Escobar. Ni el poder ni el dinero de Escobar la podían encandilar. Éste la citó a “La Escarcha” cuando uno de sus hombres le dijo que una mujer que había llegado desde los Estados Unidos deseaba verlo por un tema de negocios. Él, con 1,65 metros, estaba acomplejado por su altura y odiaba uno de los apodos que le habían puesto sus enemigos: “el Enano”. Cuando vio semejante belleza, quedó obnubilado. Al final logró seducirla, y esta vez sin ayuda de nadie.
El primer encuentro duró sólo 25 minutos, suficientes para enamorar al narco. Wendy fue, dicen, la única que hizo tambalear el matrimonio con Henao, que relata este affaire de Escobar en el capítulo de su libro, titulado “Las mujeres de Pablo”. La viuda admite que “Pablo no contaba con que su invitada llegaría con un cuerpo espectacular”.
Quizás porque la había seducido por su cuenta, Escobar se entusiasmó con Wendy más que con el resto de sus amantes. “Soy un campeón”, se jactaba de su conquista delante de sus amigos. De a poco, Wendy comenzó a ejercer una sutil influencia sobre él. Y la primera muestra del poder que empezaba a manifestar fue cuando mandó a redecorar las oficinas de Pablo. Victoria Henao se dio cuenta, y lo contó en su best seller: “Cuando llegué, me llamó la atención el refinado estilo de todo en el lugar, pero principalmente la oficina de mi marido; que claramente había sido decorada por alguien con mucho gusto. La intuición me indicó que allí debía estar la mano de la novia de Pablo. No estaba equivocada, aunque como casi siempre, habría de confirmarlo mucho tiempo después”.
Escobar aún no estaba en la mira de los Estados Unidos, o por lo menos no con el énfasis que pusieron después en detener su carrera criminal. Viajó con Wendy varias veces a ese país. El narco amaba caminar con su novia del brazo por Nueva York. A la vuelta de una de esas escapadas, que no duraban más de dos o tres días, le trajo una importante joya de regalo a su esposa: una polvera redonda, de oro, con zafiros incrustados y grabada con su nombre. “La tengo todavía -escribió Victoria Henao-. Sobrevivió a las bombas, a las persecuciones, a la guerra. Meses después habría de enterarme de que Pablo había dicho mentiras, que en realidad fue a encontrarse con Wendy y fue ella quien escogió la polvera para mí”.
Por esos años, Escobar tenía ambiciones políticas. Quería llegar al Congreso de su país y comenzó a hacer campaña. Fue, también, el momento en que Wendy comenzó a cruzar la frontera que el jefe narco imponía a sus amantes. El primer incidente ocurrió cuando acompañó a Escobar un sábado por la tarde a un acto en la plaza de Envigado y se ubicó frente a él. A metros de ambos estaba Victoria, acompañada por una de sus hermanas. Ésta conocía la relación extramatrimonial de su cuñado, pero eligió no decirle nada a Victoria nada por temor o para no hacerla sufrir. Sin embargo, relata Henao que mientras su esposo hablaba, su hermana, “en voz baja, pero con un tono de furia, le dijo: ‘Este es el lugar de mi hermana y si no te bajas ya, te tiro por el balcón’”. Wendy se retiró en silencio, sin escándalos.
El triángulo entre Pablo, Victoria y Wendy funcionaba sin sobresaltos. Pero los límites por donde se movían las mujeres siempre los trazaba el jefe narco. Escobar no se pensaba divorciar de su esposa: era la madre de sus hijos. Tenía a Juan Pablo, de seis años, y esperaba a Manuela, luego que Victoria se sometiera a un costoso tratamiento de fertilidad. En el espacio que existía para sus amantes había, sin embargo, una prohibición tajante. Un mandamiento de oro. Un pecado que no perdonaría. No podían quedar embarazadas. Y Wendy desoyó ese mandato.
En un momento empezó a esquivar a Pablo, a poner excusas para no verlo. Conocía lo que pensaba Escobar y tomó la decisión de viajar a los Estados Unidos, donde él no podría tomar represalias. Pero los ojos del narco estaban en todas partes, y se enteró de las dos cosas: que su amante estaba embarazada y que planeaba huir. La mandó a llamar para encontrarse en “La Escarcha”. Ella fue.
Durante horas parecieron ser los amantes de siempre. Hasta que Escobar se deshizo del abrazo y llamó a sus hombres. Allí estaban algunos de quienes gozaban mayor confianza: Yeison, La Yuca, Carlos Negro y Pasquín. Entre los cuatro la sujetaron con fuerza y un enfermero le inyectó un sedante.
Cuando Wendy despertó, a su lado estaba Pablo Escobar con el rostro pétreo. La rodeaban las espantosas pruebas del sometimiento que había sufrido. Vio sangre sin limpiar sobre la cama y se dobló por el agudo dolor que sentía en su vientre. El narco, el hombre que fue dueño de la vida y la muerte de miles en Colombia, también fue el propietario de sus sueños. “Te lo saqué”, le dijo con frialdad. Para que la escena fuera más macabra, al aborto se lo practicó un veterinario. Estaba embarazada de cinco meses y acababa de conocer el lado más sombrío de su amante. Como pudo fue hacía una ventana del departamento para arrojarse al vacío, pero dos guardaespaldas la detuvieron. Escobar, herido por la “traición”, concluyó la relación.
Ese día de 1983, Wendy juró venganza.
“Lo único que Escobar les tenía prohibidísimo a sus amantes era que quedasen embarazadas y Wendy no cumplió. Ella quedó embarazada por plata, pero el patroncito no quiso saber nada y le mandó a dos ‘pelaos’ y al veterinario para que le sacaran el bebe”, confirmó años después Popeye, uno de los sicarios más cercanos a Escobar. El impensado vértice de un triángulo insospechado. La tecla para poner en movimiento la revancha que planeó Wendy Chavarriaga Gil.
Dispuesta a todo, Wendy fue a buscar a Popeye, el apodo de Jhon Jairo Velásquez Vásquez. Sabía los lugares que frecuentaba y no le fue difícil hallarlo en un boliche de moda de Medellín. Tampoco tuvo problemas en seducirlo. Fueron a un departamento que Escobar le había comprado a Wendy cuando eran amantes. A Popeye el corazón le saltaba del pecho. El soldado hizo el amor en la cama de su general. Pero cuando llegó el día y la temperatura bajó, la lealtad de Popeye pudo más que el flechazo intempestivo. Wendy, segura del poder de su belleza, subestimó la fuerza que puede tener el miedo.
Sin pensarlo demasiado, el sicario se plantó frente a su patrón y, como pudo, le contó lo sucedido:
-Estaba en la discoteca y me encontré con la Wendy.- comenzó.
-¿Y qué pasó?.- le preguntó Escobar, sorprendido.
-Me la llevé para la casa, patrón. Y nos enredamos ahí nomás.
Escobar no era tonto. Lo miró y, casi paternal, le dijo: “Hace el amor muy bueno, Pope. Pero déjeme que le diga, usted no es un hombre para Wendy: ella es para capos. Tenga cuidado, ahí hay algo raro”. Su intuición no fallaría. Pero le dio permiso a Popeye para que continuara con la relación.
“Don Pablo hablaba con franqueza y miraba a los ojos. Yo era un sicario y ella buscaba narcos. Era una mujer cara. Y yo no podía darle nada de aquello. Él tenía un octavo sentido”, recordó Popeye años después, cuando Escobar ya estaba muerto y gustaba de alardear sus “hazañas”.
Cada movimiento de la pareja fue seguido por Escobar. Intervino el teléfono de su ex amante. Y descubrió, como preveía, que Wendy usaba a Popeye para vengarse de él. Cuando reunió las pruebas, mandó llamar a Velásquez Vásquez.
Popeye entró a la reunión y vio a Pipina, mano derecha de Escobar, junto al narco. Un frío le corrió por la espalda. “Yo sabía que cuando el jefe mandaba a matar a uno de la organización se lo encargaba a su mejor amigo. El ambiente estaba pesado, pero yo pensaba qué había hecho para merecer la muerte…”.
Al lado del narco había un grabador. Escobar apretó play. Se escuchó la voz de Wendy en medio de una llamada telefónica: “Popeye no me dijo aún dónde está Pablo. Sí, sí, cuando me diga le aviso”. La comunicación de la examante era con un efectivo del Bloque de Búsqueda, una unidad especial de la Policía colombiana creada con un solo fin: capturar vivo o muerto a Pablo Escobar Gaviria.
-¿Qué hacemos ahí, Pope? Se acuerda que le advertí.- levantó las cejas Escobar mirándolo fijo.
-Pues tiene toda la razón, Patrón. Esto es gravísimo. Yo sé lo que tengo que hacer.- respondió Popeye.
La sentencia de muerte de Wendy acababa de ser firmada.
Popeye citó a Wendy en un lujoso restaurante de Medellín. Había asesinado con sus propias manos a tres mil personas. Pero no pudo apretar el gatillo contra esa mujer de 28 años. “La amaba demasiado”, confesó años después. Envió a dos hombres para hacer el trabajo sucio. La orden era primero usar un revólver y luego rematarla con una pistola. Sabrían que el momento para actuar llegaría cuando la vieran ponerse de pie y dirigirse hacia el teléfono del lugar.
El sicario llamó al restaurante desde un teléfono fijo (no era época de celulares aún) ubicado a media cuadra del lugar y preguntó por ella. Escuchó al mozo decir su nombre y se quedó pegado al auricular. Oyó el taconeo de la mujer acercarse. También dos disparos. Y el grito ahogado de Wendy. “Quería oírla morir, porque yo me sentí pequeño, usado, idiota”, contó después. Enseguida apareció por el restaurante. Vio el cadáver sobre un mar de sangre. Era la forma de asegurarse que le había cumplido a su patrón. “Me salió de adentro un espíritu maligno. Me había traicionado a mí y a mi Dios, don Pablo. Yo la quería con toda mi alma, pero me sentí usado. Ella me enamoró para vengarse de Pablo. Me estaba utilizando para llegar a él. Y sabía que la mataban a ella o me mataban a mí. Y preferí que fuera ella”, relató mucho tiempo más tarde, con la mirada y el corazón vacíos. “Nunca sentí nada igual”, admitió.
Pablo Escobar murió el 2 de diciembre de 1993, acribillado a balazos sobre el techo de la casa del barrio Los Olivos de Medellín donde se ocultaba. Lo mataron efectivos del Bloque de Búsqueda. Popeye vivió algunos años más: encarcelado en 1992, pasó 23 años tras las rejas. Fue liberado, cayó nuevamente en 2018 por un caso de extorsión y murió el 6 de febrero de 2020, víctima de un cáncer de esófago.
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