Hubo una primera salida del closet y sucedió durante su adolescencia, mientras iba al colegio católico Divina Pastora, en San Miguel. “Chuli”, ese era su apodo, todavía se identificaba como una chica y era para el resto el ejemplo a seguir: no sólo medalla al mejor promedio, también medalla al “perfil escolar”, lo que significaba que representaba fielmente los valores que la institución promovía.
Tenía 15 años y la vida religiosa tan incorporada que estaba pensando seriamente en ser monja. “Fue en esa época que una chica del colegio empezó a mostrarme que yo le gustaba. Recién ahí empecé a cuestionarme”, recuerda. Lo que hizo “Chuli” fue lo que se suponía que correspondía: ir a confiar sus dudas a una monja con la que tenía una relación muy cercana.
“Medía como un metro ochenta, así que miré para arriba y le dije: ‘¿Sabés que a veces no me siento tan mujer?’”. Su idea era contarle que a veces le gustaban las chicas pero dijo eso porque nadie le había enseñado la diferencia entre identidad de género (“no me siento mujer”) y orientación sexual (“me gustan las chicas”).
“No, vos sos mujer”, le respondió la religiosa, y canceló la duda. Algo, sin embargo, había empezado a cocinarse porque “Chuli” arrancó una vida como “chica a la que le gustan las chicas” y una década después salió del clóset por segunda vez para ser lo que es hoy: un varón trans.
Pistas en el pasado
Mati Poletti, ese es su nombre ahora, está por cumplir 27 años y es maestro de inglés de alumnos y alumnas de primaria. Trabaja para el British Council, a donde ingresó cuando todavía era “la maestra” y desde donde acompañaron no sólo su transición, sino su decisión de contarlo abiertamente a toda la comunidad educativa.
Nació en San Miguel, en una familia con valores religiosos muy arraigados y a los 4 años comenzó su educación católica. Aunque no le gustaba tener el pelo largo o flequillo en la cara, la regla era “el pelo largo, bien peinado y comportarme como una niña”, dice él, y hace comillas con los dedos. “También había reglas en la manera de sentarme: siempre las piernas cerradas, como una dama”.
En la época en que esa compañera le declaró su amor, “Chuli” participaba de una suerte de catequesis a la iba, religiosamente, cada sábado. Su tarea era formarse, entre otras cosas, para motivar a otros alumnos a tener la orientación religiosa más presente en sus vidas.
“Había una idea sólida de la crianza en el sacrificio. Ayudar y querer a los demás significaba sacrificarte y yo tenía esa idea en la cabeza. Por eso muchas veces esquivé mi orientación sexual y mi identidad de género: por miedo a generarles algo triste a los demás, específicamente a mi mamá”.
A pesar de todas esas creencias, “pude dejar de mentirme cuando la besé por primera vez”, sigue. “Fue con ella que salí del clóset, del mío primero”. Fue poco tiempo después que hizo lo que ahora llama “mi gran primera salida de closet, no en cualquier familia: en una familia de corte religioso”.
No hubo problemas con su papá, que tampoco era un padre demasiado presente, pero sí con su mamá. ”Fue un impacto grande para ella, casi una traición a todo lo que yo era en la escuela”, dice y menciona aquellas medallas que recibía cada año. “Lo que dijo fue ‘¿pero qué te pasó? si vos eras bendecida’. Como que, de pronto, yo había dejado de ser yo”.
Con la convicción de que no se había sacrificado por su madre y hasta le había causado un enorme sufrimiento, “Chuli” le dijo a su novia “no voy a poder” y se esforzó por ser heterosexual, lo que se suponía que correspondía para una chica. “Iba a todas las fiestas de egresados y me besaba con muchos varones a propósito. Estuve varios años así, intentando ‘repararme’, pero no funcionó”.
Había algo en su personalidad, sin embargo, que primaba: no quería mentir, quería vivir con honestidad, así que volvió con esa novia, le dijo “te quiero, quiero estar con vos y punto” y, con el tiempo, los melones se ordenaron.
No fue monja, claro, y su mamá hizo mucha terapia. “Hoy tengo una mamá muy diferente a la que tuve en ese momento”. La misma mamá que, cuando ya se había hecho a la idea de que tenía una hija lesbiana, llegó la hija lesbiana a contarle que, en realidad, no era su “hija”, con “a” y tampoco era “lesbiana”.
La segunda salida del closet
Era fines de 2019, ya tenía 26 años y había pasado una década de aquella salida del closet. Faltaba poco para lo que la pandemia trajo a su vida después pero ya había empezado a detectar nuevas pistas.
Aunque nunca había se había sentido a gusto como “lesbiana chonga” ni le gustaba que le dijeran “machona”, había empezado a detectar algo nuevo: “A veces me ponía ropa más masculina, me miraba al espejo y pensaba ‘che, me gusta como me veo, qué fachero”, se ríe. El verano anterior, además, había notado que le molestaba la menstruación.
Fue en el epicentro de la pandemia y tratando de llenar los tiempos muertos, que empezó a unirse a un streaming en el que había otros amantes de los video juegos. Así, con la distancia y la cercanía de una pantalla, conoció a “Feca” Soldano, un creador de contenido en el ámbito del gaming y los esports que había decidido no ocultar su verdadera identidad. Era un chico trans: alguien de la comunidad LGBT+, en un espacio usualmente machista.
“Él visibilizó mi existencia. Yo no sabía que yo existía hasta que me crucé con Feca”, cuenta. “Chuli” aprovechó la intimidad que le dio estar entre desconocidos para explorar el nombre con el que se quería sentar a jugar. Eligió “Chuli Matt”, el germen de Mati, el nombre por el que todos lo llaman hoy.
Empezó a seguirle los pasos, a ver los videos en los que Feca mostraba su transición, a prestarle atención a los cambios en su voz después de las inyecciones de testosterona. Y empezó a preguntarse ¿por qué me angustio cada vez que paso desnudo frente a un espejo? ¿Es algo con mi cuerpo o es que me siento mirado? ¿mirado por quién, para animarme a qué?
En septiembre del año pasado “Chuli” se despertó, manejó hasta la peluquería y se soltó el pelo. Le llegaba hasta la cintura y pidió que se lo cortaran bien corto. “Cuando terminó, me miré al espejo y pensé ‘wow’. Sentí que era la primera vez que me veía a mí mismo. Como si hubiera sido ciego y en ese momento hubiera recuperado la vista. Pensé ‘algo pasa acá, si recién ahora me veo, ¿qué es lo que veía antes?”.
A diferencia de sus trabajos anteriores -“en los que no hubiera sido tan fácil decir ‘che, no soy mujer, soy hombre’”- trabajaba para el British Council, que tiene una política de inclusión y diversidad. Era “maestra” de primaria y fue bajo ese paraguas que hizo su transición social.
Primero le contó a una compañera y usó casi las mismas palabras que había usado, una década antes, frente a la monja: “A veces no me siento tan mujer, me siento hombre. Cuando alguien sin querer me trata de hombre, yo me pongo contento”.
La compañera acompañó, porque le dijo “¿y cómo te gustaría que te llame?”. Mati dijo “Mati”.
Tal como lo estipula la Ley de Identidad de Género, la empresa cambió sus nombres y su dirección de mail sin exigirle el cambio de DNI ni la partida de nacimiento rectificada. Redactaron un mail en el que se lo comunicaron al resto de sus compañeros y compañeras, más que nada para que supieran cuál era su nuevo nombre y sus nuevos pronombres (no más “ella” sino “él”).
Faltaban, claro, sus alumnas y alumnos.
“Al principio yo no quería que se lo comunicaran a mis estudiantes, no quería que pasaran de tener una maestra a un maestro”, recuerda. “Hasta que un día, mi hermana me dijo esto: ‘¿No será que vos, contándoles tu historia a esos chicos y siendo vos mismo, podés darles un ejemplo positivo?’”.
Matías quedó atravesado por la pregunta.
“Tenía razón”, retoma él. “Porque cuando yo les enseño inglés nunca dejo de ser humano, yo no me pongo en un rol de ‘tenés que seguir la clase y punto’. Si veo una mala cara o que a alguno le está pasado algo, no sigo. Yo hablaba mucho con estos peques, pero siempre sobre lo que les pasaba a ellos”.
Una semana después se lo contó al resto de las maestras y maestros, con los que comparte un grupo de whastapp. Les escribió “decidí contarles, ser sincero y ser yo mismo”. Después les dijo que ahora su nombre era Juan Matías y que quería ser “yo mismo” también con “los chiquis”.
Les pidió que primero se lo dijeran ellos, que los veían todos los días, “una forma de darles espacio a los estudiantes para plantear dudas que capaz conmigo no se animaban o les daba vergüenza”. Los docentes lo hicieron y, unos días después, arrancó como Mati su clase de inglés.
“Antes de empezar les pregunté si alguien tenía dudas, si alguien quería preguntarme algo. Una nena de 11 años fue la primera. No me preguntó nada, sólo me dijo ‘yo te sigo queriendo igual porque sos la misma persona que antes’”.
Al final de la semana tuvo clase con otros dos cursos, y fue ahí que, no sólo se sorprendió sino que se emocionó. Los alumnos le habían preparado carteles, habían puesto música. “Matías, que nadie te diga cómo ser o cómo verte”, “sos muy importante para nosotros, te aceptamos como sos, más allá de tu género”, “aunque cambies, nosotros no te vamos a cambiar”, “nos encantan tus clases, sos el mejor teacher del mundo”.
“Me celebraron”, cierra Matías, otra vez emocionado. “Estaban felices de que yo fuera yo. ¿Qué sentí? Eso: me sentí más maestro que nunca”.
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