Sigmund Freud comenzó a morir mucho antes que ese sábado 23 de septiembre de 1939 cuando el médico certificó su fallecimiento. Porque, ¿cuál es el último día? ¿aquel en el que se inhala por vez final? ¿o podría considerarse que fue aquel en el se dió la primera pitada del cigarro que con el paso del tiempo arrebatará la vida? Los más de 20 cigarrillos diarios que Freud aspiraba con fruición eran considerados por el padre del psicoanálisis como una bendición que mejoraba su productividad. Así se justificaba y, bocanada tras bocanada, introducía el sabroso humo por su boca que luego serpenteaba por su garganta abriéndose paso hasta llegar a sus pulmones.
Todo lo que tenía de sabio Freud para investigar la psiquis, no lo tuvo para evitar los efectos de ese vicio en su cuerpo. Aunque, para ser justos y anotar un tanto a su favor, habría que recordar que por aquella época se sabía mucho menos que hoy sobre las terribles consecuencias de fumar.
Un hombre de rutinas
Rutinario y de ideas fijas, Freud detestaba los helechos, pero amaba el fuego de su tabaco. Fumaba a toda hora. Arrancaba en el desayuno, seguía por la tarde y continuaba por la noche. Más de un cigarro por hora. Se la pasaba soplando volutas de humo que envolvían sus cavilaciones profesionales. Freud era inflexible en sus hábitos y le resultaba un fastidio cualquier modificación que los alterara. Por ello, se levantaba invariablemente a las 7 de la mañana; se duchaba con agua fría; desayunaba en forma frugal y atendía pacientes a partir de las 8. A cada uno le dedicaba unos estrictos 55 minutos. Almorzaba a la una en punto de la tarde con toda su familia. Luego de comer, se levantaba de la mesa y salía a caminar. Tres kilómetros precisos. Mismas calles, mismo tiempo, misma hora. Por la tarde, continuaba atendiendo hasta las nueve de la noche. Cenaba con su familia y, antes de dormir, revisaba la correspondencia, escribía y corregía sus textos.
A la una de la mañana se retiraba de su despacho y se iba a acostar.
En su guardarropa tampoco había lugar para la innovación o los cambios. Aunque le gustaba estar impecable con la barba y el pelo bien recortados, en su ropero sobraba lugar. Usaba siempre los mismos tres trajes, dos corbatas, tres calzoncillos y tres pares de zapatos. Simplemente los iba alternando. No era amarretismo sino simple desinterés por lo trivial.
Freud sostenía que había tres cosas en las que no se podía economizar: salud, educación y viajes. Su memoria era prodigiosa, podía dar conferencias de más de dos horas sin recurrir a un solo papel, y le gustaban mucho los perros. O, por lo menos, adoraba al de su hija Anna: “Son honrados, se puede confiar en ellos. Si un perro ama, lo demuestra. Si odia, lo hace enérgicamente. Los perros no pueden engañar como los hombres”.
Supersticioso hasta el hartazgo, el hombre que estudiaba la mente, el inconsciente y las fobias, también las padecía. Vivía aterrado por el número 62 y veneraba el 23. Curioso, porque terminó muriendo un 23. Otra ironía fue que el hombre que buscaba que la gente hablara y no callara sus angustias, murió casi sin poder emitir sonido por un cáncer que afectó su laringe, el órgano donde están las cuerdas vocales y de donde surge el habla.
Vayamos a un repaso de su vida para poder contar sus últimos tiempos. Porque el dolor se ensañó con él durante largos años y la muerte se demoró hasta hacerle la vida insoportable.
Breve historia de una gran mente
El médico neurólogo Sigmund Freud, nació el 6 de mayo de 1856 en Freiberg (hoy sería Republica Checa). Su padre era comerciante y su madre lo adoraba sin disimulo. Sigi, así llamaba ella al mayor de sus seis hijos, repetía delante de todos que él era muy distinto al resto. Fue en esos primeros años de la infancia que se despertaron sus deseos sexuales… reconoció haber sentido excitación a los 4 años al sorprender a su madre desnuda y, también, haber realizado juegos eróticos con su primo Hans, quien tenía un año más que él. También es muy conocida una anécdota de sus 7 años: hizo pis deliberadamente sobre la cama matrimonial de sus padres. Esos fueron sus primeros vínculos con el sexo y sus tabúes, algo que después se dedicaría a investigar con pasión.
Ingresó a la Universidad de Viena con 17 años y se inscribió en medicina. En los primeros años, Sigmund fue humillado por su origen judío, pero supo convertir lo que sentía en virtud: las críticas rebotaban contra la coraza que construyó. Descollaba por su inteligencia y terminó de graduarse en 1881 con las mejores calificaciones.
El sexo volvió a ocupar un lugar en su vida cuando en 1882, con 25 años, conoció a Martha Barnays. La joven, cinco años menor que él, era la nieta de un conocido rabino. El joven Freud estaba trabajando en el Hospital General de Viena en el área de psiquiatría, dónde había empezado a practicar terapias como la hipnosis para tratar la histeria. Había desarrollado la teoría de que las neurosis tenían origen en la represión sexual. La represión generaba tensiones musculares y eso, a su vez, se traducía en enfermedades y dolores crónicos.
Freud, a estas alturas, ya era un fumador empedernido. Pero no era su única adicción. En 1880 había empezado a consumir cocaína porque decía que aportaba beneficios para la salud: incentivaba la digestión y liberaba “la lengua”. De hecho, eso le escribió en una de sus cientos de cartas a su novia Martha y, tan convencido estaba de las virtudes del polvo blanco, que le envió un poco de cocaína dentro del sobre. Si bien desde la mirada de hoy hacer algo así sería un total disparate y un delito, lo cierto es que en ese entonces no era lo mismo.
Freud afirmaba que la cocaína le aliviaba el mal humor y le otorgaba mucha energía. En 1884, reflexionó en un ensayo sobre las posibles aplicaciones de esta droga en el tratamiento de las enfermedades mentales y la sugirió para combatir la adicción a la morfina y al alcohol. Era algo experimental. Siguió defendiendo su uso terapeútico con ahínco hasta el año 1896. Pero cambió de idea porque se percató de que su consumo estaba afectando su capacidad intelectual y que, además, le provocaba taquicardia. Había otros médicos que se habían vuelto adictos y hasta uno que murió por ello. Freud pudo abandonar sin problemas el uso de la cocaína, pero no dejó sus amados cigarros.
En septiembre de 1886, Freud y Martha se casaron en Hamburgo. El novio era completamente ateo, pero aceptó la ceremonia religiosa por ella. En 1891, se mudaron a una casa de cinco pisos con jardín donde fueron naciendo sus hijos. Freud seguía practicando la electroterapia, la hipnosis y el método catártico para las neurosis. Poco después innovó: comenzó a aplicar la asociación libre, regla fundante de la técnica psicoanalítica. Había descubierto que expresarse sin ningún tipo de censura, funcionaba muy bien. Paradójicamente, el gran estudioso del sexo escribió: “Yo propongo una vida sexual libre, si bien por mi parte he hecho poco uso de esa libertad”.
Castidad a medias
En los primeros siete años de casados tuvieron cinco hijos. Martha estaba agotada, con muchísimas tareas domésticas y nada de tiempo para el erotismo. Es más: la obsesión de su marido por el sexo le desagradaba. Freud intentó probar con la abstinencia sexual, pero en un desliz nació la sexta hija: Anna, quien luego sería la pionera del psicoanálisis infantil.
Una vez nacida Anna, Freud empezó de verdad a practicar la castidad con su esposa. Era muy joven, tenía solamente 39 años. La ausencia de sexo con Martha fue quizá lo que lo empujó buscar otra relación. En 1896, su cuñada Minna Barnays, quien había quedado viuda, empezó a ayudar a Martha con sus hijos. Se mudó a la casona de los Freud. Tanto colaboró que terminó en la cama con su célebre cuñado.
A Freud el incesto, los matrimonios con la misma sangre y las relaciones intrafamiliares lo habían obsesionado desde siempre. Dicen que Minna quedó una vez embarazada y que habría abortado al bebé. Son solo dichos. Si bien siempre se habló de este romance, recién se demostró fehacientemente en el año 2006, cuando apareció un registro de la pareja en un hotel suizo en el Cantón de los Grisones. Allí figura que Freud y Minna se alojaron juntos, el 13 de enero de 1898, en la habitación 24. Martha se había quedado en Viena.
En 1899 salió publicada su obra más conocida: La interpretación de los sueños. Al principio, por increíble que parezca, fue un fracaso. Tendría que pasar más tiempo para que fuera aplaudida por sus pares. Recién en 1902 se reconoció de forma oficial a Freud como el inventor del psicoanálisis. Increíblemente, a su creador, que parecía tan amplio mentalmente, le costó mucho aceptar que su propia hija fuera lesbiana. Algunas cosas que dijo sobre la homosexualidad hoy suenan antiguas: “La homosexualidad no es desde luego una ventaja, pero tampoco es nada de lo que uno tenga que avergonzarse, un vicio, una degradación, ni puede calificarse como una enfermedad. Nosotros la consideramos una variante de la función sexual, producto de una detención en el desarrollo sexual. Muchos grandes hombres del pasado: Platón, Miguel Ángel, Leonardo da Vinci, etcétera, fueron homosexuales (...)”.
Su “amistad” con la muerte
La relación de Freud con la idea de la muerte estuvo plagada de cábalas. Siempre creyó tenerla muy cerca y solía apostar fechas sobre cuándo se encontrarían cara a cara. Cuando tenía 38 años decía muy convencido que le quedaba una década de vida: estaba seguro que, entre los 40 y los 50, un infarto acabaría con él. Cuando sobrepasó esa edad, ya pisando los 60, se angustiaba por sus problemas intestinales. Temeroso sostenía que la tumba lo esperaba a los 62, número que odiaba. Vivía de enfermedad en enfermedad y en su ficha médica figuraron muchas dolencias: neumonía, ciática, reumatismo, colon irritable, problemas de próstata, viruela, jaquecas, arritmias, desmayos, otitis, conjuntivitis, fiebre tifoidea… Recordemos que por entonces no había antibióticos como los hay hoy, recién se estaban inventando, así que Freud era un verdadero sobreviviente.
Su biógrafo, Ernst Jones, contó que no era raro escucharlo decir al despedirse: “Adiós, tal vez no vuelva usted a verme nunca”.
Fue en 1917, cuando tenía 61 años, que apareció el primer síntoma de lo que sería su cáncer de laringe y paladar. Él lo describió como “una molestia en el paladar, a la derecha, que estimo se debió a dejar de fumar”.
En 1920 la gripe española se llevó a su hija Sophie. Tristísimo, Freud seguía derrapando en la salud. Su eterno carraspeo, la sinusitis crónica… Pero la verdadera mala noticia llegó en 1923: cáncer de paladar y mandíbula.
El 20 de abril de ese año se enfrentó a la primera de las 33 operaciones a las que debió ser sometido. Intentarían extirpar ese tumor al que, muchísimos años después, la ciencia le pondría nombre y apellido: carcinoma verrugoso de la cavidad oral.
Tres meses después de la operación, su nieto Heinz, el segundo hijo de Sophie, murió por tuberculosis. Por primera vez, se vio a Freud llorar desconsolado. Remarcó que el dolor de la pérdida le resultaba insoportable y anunció: “Ya todo perdió significado para mí”.
“El monstruo” reaparece
Poco tiempo después el tumor reapareció, pero él decidió no contárselo a nadie y se fue con su hija Anna a Roma. Allí sufrió una grave hemorragia bucal.
Todavía le faltaba atravesar 32 cirugías y tres radioterapias. Freud con humor negro bautizó a su cáncer “el monstruo” o “mi querida neoplasia”.
Entre septiembre y octubre de 1923 volvieron a intervenirlo. Esta vez el cirujano odontólogo elegido fue el doctor Hans Pichler, quien dirigía el Departamento de Cirugía Maxilofacial del Hospital General de Viena.
La operación se hizo en dos etapas. En la primera hubo ligadura de la carótida externa y vaciamiento submaxilar derecho. Luego, en una cirugía de seis horas y con anestesia local, se le extirpó el hemipaladar derecho, un pedazo de lengua y un trozo de mejilla. Se cubrió la herida con injertos de piel quitada del brazo izquierdo.
Tres semanas después de esta carnicería fue dado de alta.
La prótesis que le fabricaron era sumamente molesta y necesitaba recurrir a un hierro para poder abrir su boca. El 7 de noviembre, el mismo cirujano encontró un área rara en su mucosa y le hizo una biopsia. Antes de terminar el año, fue a parar a cirugía una vez más: le quitaron más porciones de su paladar y le tuvieron que hacer una nueva prótesis. Las bromas y su buena disposición no impidieron que su salud se complicara y perdiera la audición de su oído derecho. Con temor y todo, Freud siguió fumando sus cigarros Don Pedro.
Voz ronca, halitosis, regurgitación de líquidos por la nariz, serias dificultades para comer… la escena empeoró: “Me he transformado en un cáncer, de ahora en adelante la duración de mi vida será la del tumor”.
Una guerra cuerpo a cuerpo
Las recidivas de su cáncer continuaron al mismo ritmo que las operaciones. Terminó teniendo dos prótesis: una inferior y otra superior. Había que quitarlas para limpiarlas y volver a colocarlas en su sitio era una tarea compleja. Algunas veces hasta tuvieron que llamar al mismísimo cirujano para que colaborara y lograra introducirlas. Las prótesis le hacían la vida imposible. Al final, aprendió a quitárselas haciendo palanca con una cuchara.
En 1936, tanta radiación contra el cáncer lo dejó ciego del ojo derecho. Freud ya no quería más. No aguantaba el dolor que le causaba su enfermedad. Además, se negaba a recurrir a los sedantes porque le quitaban lo único que le quedaba: “prefiero pensar con claridad en medio del tormento”. Explicó: “Tengo mucha capacidad para soportar el dolor y detesto los sedantes, pero confío en que mis médicos no me harán sufrir sin necesidad”.
Con los nazis pisándole los talones a su familia, en medio del dolor Freud tuvo que plantearse huir de Viena. La Gestapo los perseguía y hasta había quemado sus libros en las plazas de algunas universidades. Freud ironizó diciendo que en la Edad Media lo hubieran quemado a él y no a sus escritos. Lo cierto es que el 4 de junio de 1938 partieron, justo a tiempo, hacia Londres.
En 1939, mientras estallaba la Segunda Guerra Mundial, el tumor volvió a crecer en el piso de su órbita ocular derecha. La metástasis hacía estragos en su cuerpo. Resignado dijo: “Hace 16 años que estoy compartiendo con él mi existencia”. En los meses siguientes su salud se deterioró con rapidez. No podía comer, su boca tenía tejidos necrosados y despedía un olor fétido que lo avergonzaba. Por otro lado, el padecimiento se había vuelto inaguantable y no podía hacer lo que más le gustaba: ni fumar, ni pasear por el jardín.
“No creo en Dios, ni en la vida más allá de la muerte. Soy un pesimista lleno de realismo. (...) No tengo temor alguno de enfrentarme al Todopoderoso. Yo tendré más reproches que hacerle a él de los que él podrá hacerme a mí”, resumió con lucidez.
Hizo llamar a su médico Max Schur a quien le recordó un pacto de honor que habían hecho tiempo atrás: si había demasiado dolor, lo sedaría para siempre. A él le reconoció que la vida se había vuelto “solo una tortura y ya no tiene ningún sentido”.
Schur cumplió. La primera dosis de morfina se la inyectó el viernes 22 de septiembre por la mañana. Siguieron otras dos en menos de 24 horas y… adiós.
El sábado 23 de septiembre de 1939, a las 3 de la madrugada, Freud dejó de sufrir. Tenía 83 años y había conseguido la eutanasia. Al fin de cuentas, no había sido el cáncer quién terminó con él.
El intelectual del siglo XX, el genio que intentaba explicar la psiquis y su rol en el comportamiento humano, demostró tener bastante humor. Él sostenía que los chistes y las ironías tenían mucho que ver con el inconsciente y operaban como una protección del Yo, ayudando a desdramatizar escenarios. Quizá por eso mismo, en un paquete de cigarrillos, Freud dejó estampado de puño y letra su gran amor incondicional por el tabaco: “Fumar es indispensable si no se tiene a nadie a quien besar”.
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