Por estos días, la película “La escuela católica”, del director italiano Stéfano Mordini, es una de las más vistas en Netflix, donde se la promociona con uno de esos “ganchos” que nunca fallan: “Basada en una historia real”.
El aviso es cierto, aunque la historia que se cuenta en la pantalla es una versión libre – muy libre, tal vez – de uno de los crímenes que impactaron como un cross a la mandíbula a la convulsionada sociedad de los años ‘70, cuando la inestabilidad política, los asesinatos de la mafia y el accionar de las Brigadas Rojas ocupaban de manera casi excluyente las portadas de los diarios.
Se lo conoció como “la masacre de Circeo”, por el lugar donde ocurrió, una casa de fin de semana en San Felice Circeo, una ciudad balnearia cercana a Roma, donde tres hijos de “buenas familias” romanas llevaron con engaños y mantuvieron secuestradas, violaron y torturaron durante 36 horas a dos chicas de 17 y 19 años, mataron a una de ellas y la otra salvó su vida porque la creyeron muerta.
Ocurrió a fines de septiembre de 1975 y pudo haber pasado a la historia como el crimen del año si, menos de dos meses después, el asesinato del escritor, poeta y director de cine Pier Paolo Pasolini, cuyo cuerpo destrozado fue hallado en una playa de Ostia el 2 de noviembre, no lo hubiese desplazado.
Por una coincidencia extraña, dos días antes de morir, Pasolini había publicado el 30 de octubre en el diario Il Mondo una carta dirigida a Ítalo Calvino, criticándolo por hacer una lectura político y social del crimen que, a su criterio, atrasaba: “Tengo algo que decir sobre el hecho de que estás creando unos chivos expiatorios, que son ‘parte de la burguesía’, ‘Roma’, los ‘neofascistas’. Con esto es evidente que te apoyas en certezas que valían también antes. Las certezas que nos han confortado y hasta gratificado en un contexto clérico-fascista. Las certezas laicas, racionales, democráticas, progresistas. El devenir histórico ha devenido y esas certezas se han quedado como eran”, le escribía.
Para Pasolini, “la masacre de Circeo” mostraba todo lo que decía Calvino, pero creía que esa lectura se quedaba corta: la brutalidad del crimen, la política de dominio y sometimiento de cuerpos con que había sido cometido, la sensación de impunidad de sus autores denunciaba una corriente subterránea que atravesaba a la sociedad italiana.
Los protagonistas
Gianni Guido, Angelo Izzo y Andrea Ghira tenían alrededor de 20 años, eran hijos de familias de clase media alta que vivían en la zona céntrica de Roma y asistían al mismo exclusivo colegio católico. Para sus padres, su futuro ya estaba delineado: estudios universitarios para luego seguir sus vidas en profesiones liberales o como ejecutivos de empresas.
No eran malos estudiantes, pero detrás de sus apariencias prolijas y de buenos modales, ocultaban frente a quienes no los conocían bien, sus costados oscuros. Actuaban en banda y eran afectos a lo que hoy se conoce como bullying.
Sus simpatías políticas de ultraderecha ya los habían llevado a pasar del pensamiento a la acción, con la participación en violentas manifestaciones – y algún atentado - de grupos neofascistas. También tenían la costumbre de robar a mano armada, no por necesidad sino por diversión o, quizás, para probarse.
Andrea Ghira era el más temible del grupo, un líder al que sus dos amigos admiraban porque, entre otras cosas, ostentaba la medalla de haber sido juzgado por una violación, un delito que acababa de purgar con una breve temporada en la cárcel.
Donatella Colasanti tenía 17 años y Rosaria López acababa de cumplir 19. Provenían de familias trabajadoras que vivían en un barrio periférico de la capital italiana, asistían a una secundaria pública y hacían trabajos ocasionales para pagarse los gustos: ir a un baile o una incursión al centro de la ciudad para ir al cine.
Era difícil que las vidas de unos y otras se cruzaran, no había intersecciones en sus círculos de pertenencia. Que se conocieran fue obra una casualidad fatídica: una tarde de principios de septiembre, a la salida del cine, las chicas conocieron a un amigo de los tres niños ricos, que unos días después los presentó sin imaginar las consecuencias.
Secuestro, violación y muerte
La tarde del 29 de septiembre de 1975, Rosaria y Donatella se encontraron en el centro de Roma con Guido, Izzo y Ghira. Se habían citado para ir al cine y después a tomar algo, pero los tres varones les propusieron cambiar de planes: pasar la tarde en la casa de fin de semana de los padres de uno de ellos, frente al mar, en San Felice de Circeo. Les dijeron, también, que a la noche irían más chicos y chicas para hacer una fiesta.
Cuando llegaron, Rosaria y Donatella apenas si pudieron apreciar el paisaje marítimo. Llevaban menos de media hora dentro de la casa cuando Izzo las amenazó con un revólver y las obligó a desnudarse.
Durante las 36 horas siguientes, los tres se turnaron para torturarlas, golpearlas y violarlas. Cuando se cansaban, las encerraban en un baño, de donde las sacaban nuevamente amenazadas para seguir abusando de ellas.
Así pasaron toda la noche del 29 y parte del 30, hasta que se cansaron del todo y decidieron matarlas. A Rosaria la ahogaron en la bañera, a Donatella la molieron a golpes hasta dejarla inmóvil en el piso, creyéndola muerta.
Para entonces comenzaba a anochecer. Su plan era dejar los cuerpos abandonados en Roma, para que nadie vinculara las muertes con el lugar donde habían ocurrido. Las envolvieron con frazadas, las metieron en el baúl del Fiat 147 de Izzo y condujeron hasta Roma. No era tarde y todavía había movimiento en las calles. Resolvieron dejar el auto estacionado e ir a comer algo a un restaurante, para hacer tiempo.
En ningún momento se les ocurrió que, después de la golpiza que creyeron fatal, Donatella podía estar viva. La chica se mantuvo inmóvil y en silencio dentro del baúl hasta que el auto se detuvo y los escucho alejarse. Solo entonces empezó a golpear la chapa del auto y a pedir auxilio a los gritos.
Un transeúnte la escuchó y buscó a un policía.
La captura y el juicio
Guido e Izzo fueron arrestados pocas horas después, mientras que Andrea Ghira logró convertirse en fugitivo gracias a un aviso que, aparentemente, vino de la propia policía.
En el juicio, Donatella relató con lujo de detalles, el calvario al que las habían sometido. Representada por la abogada Tina Lagostena Bassi, no solo contó los hechos, también que contestó las acusaciones de los defensores de los asesinos, que intentaron culpabilizar a las víctimas: ¿Por qué habían ido? ¿Era de buenas chicas aceptar la invitación de ir a una casa con hombres? ¿Qué hicieron ellas para que los muchachos se comportaran así?
Casi todas las crónicas de la época destacan que, lejos de sentirse intimidada. Donatella miró siempre a los ojos a sus victimarios.
La repercusión mediática del juicio tuvo un tremendo impacto en la sociedad italiana. Ítalo Calvino, Pier Paolo Pasolini y representantes de varios movimientos feministas escribieron artículos sobre el tema, conectado el crimen con cuestiones políticas, de género y de seguridad.
Fue un juicio histórico, precursor del futuro tratamiento judicial de los casos de violación. Izzo fue condenado a cadena perpetua y Guido a 30 años de prisión. Andrea Ghira, de se había esfumado de la faz de la Tierra, también fue juzgado en ausencia y condenado a perpetua.
La escuela católica
La película de Stéfano Mordini elude el relato del juicio, se centra en pintar las personalidades de los personajes y se limita a dar una versión libre, con muchas licencias, de lo ocurrido en la casa de San Felice Circeo hasta el momento en que Donatella es liberada del baúl del auto.
La escuela católica pone en el centro esta historia, pero los hechos están modificados para un mayor efecto narrativo. La intención del director, explicada por él mismo, no es sólo mostrar el acontecimiento, sino también una época, un período histórico, una sociedad como parteros de los criminales.
Sin embargo, elude deliberadamente el tema político. En toda la trama solo se menciona una vez la palabra fascismo y no queda clara la pertenencia de los tres asesinos a un grupo de ultraderecha.
Stéfano justificó esas omisiones diciendo que buscaba poner otro foco: “Al relatar el crimen de Circeo, no quise resaltar un conflicto político, sino un conflicto de género en el que un hombre ejerce violencia contra una mujer y por ende contra todo el mundo femenino”, explicó en la conferencia de prensa del Festival de Venecia al presentar la película.
Tampoco cuenta – salvo unas líneas que se leen en la pantalla al final – los caminos futuros de los tres criminales y de la sobreviviente.
Destinos diferentes
Después del juicio, Donatella abrazó la militancia feminista y se puso a la cabeza de la campaña para que la violación sexual fuera reconocida como un delito contra la libertad de la persona y no contra la moral pública.
Debió esperar años para tener éxito. Recién en 1996 se aprobó la Ley número 66 sobre las Normas versus violencia sexual que finalmente reconoció este principio.
Angelo Izzo logró que en 2005 le autorizaran salidas transitorias de la cárcel. No demoró en demostrar que se habían equivocado al otorgárselas, aunque solo fuera un rato. Durante una de esas salidas transitorias, en abril, buscó y asesinó a la esposa y a la hija de un excompañero de celda como venganza de una afrenta que creía haber sufrido de su parte.
Al enterarse, Donatella, que se había opuesto con firmeza a que le dieran el beneficio, dijo con amargura: “Nadie quiso escucharme. No debieron dejarlo salir”.
El paradero de Andrea Ghira fue un misterio durante años y nunca cumplió su condena. Recién en 2005 se supo que había llegado a España con una identidad falsa y que allí se alistó en la Legión Extranjera con el nombre de Massimo Testa. Ascendió a cabo primero, pero en septiembre de 1993 fue expulsado del cuerpo por consumir estupefacientes.
Justo un año después, en septiembre de 1994, murió por sobredosis en Melilla. Lo enterraron como Massimo Testa en el Cementerio de La Purísima, en esa ciudad.
Recién en septiembre 2005, gracias a la intercepción de las comunicaciones telefónicas entre miembros de la familia de Ghira – a quién se creía vivo y las autoridades italianas seguían buscando – se descubrió cuál había sido destino.
Donatella Colasanti no llegó a saberlo. Había muerto de cáncer unos meses antes, a los 47 años.
SEGUIR LEYENDO: