“Nosotros somos cinco”, dice Natalí apenas comienza a contar su historia. “Bueno, éramos”, se corrige enseguida, se nubla. “Nosotros éramos cinco”. Mamá, papá, tres hermanos que se adoraban. Cinco eslabones de una familia a la que llama “común y corriente” pero que de común y de corriente no tenía nada.
¿Por qué? Porque eran una familia que se sentaba a conversar, porque había tiempo y espacio para hablar de lo que a cada uno le pasaba. Una familia que rodeó muchas veces a Denise -la menor de los tres hermanos- para preguntarle ¿qué sentís? ¿qué te falta? ¿qué más podemos hacer para ayudarte?
“Después del primer intento de suicidio hablamos mucho con ella. Cuando le preguntamos por qué lo había hecho nos dijo que no se había querido matar, dijo ‘lo que yo quería era dormir’. Decía que sentía un vacío tan grande, una angustia que no podía sacarse con nada, que creía que si dormía profundo al día siguiente se iba a levantar mejor”.
Quien habla con Infobae es Natalí Lorenzón, la hermana mayor de Denise. Es un mediodía de septiembre pero no hay primavera en su voz. No hay porque acaban de cumplirse dos años de la muerte de su hermana. Denise tenía 23 años y se suicidó en agosto de 2020, en plena pandemia, después de un intento fallido.
“Es un mito creer que la persona que amenaza no se suicida. Muchos piensan que lo hacen para llamar la atención, eso dieron a entender varios de los médicos que la atendieron en esas crisis. Lo que yo creo es que, más que amenazas o llamados de atención, son pedidos de ayuda cuando ya no saben qué más hacer para sentirse mejor”.
Natalí tiene 34 años y es instrumentadora quirúrgica. Está en Ricardone, un pueblo cercano a Rosario, muy cerca de la casa en la que crecieron los cinco.
Todavía no logró sacarse de encima el peso de la culpa, la pesada creencia de que podría haber hecho algo más para evitarlo, pero hoy cuenta su historia por primera vez porque está convencida de que puede servir para sacar el tema de abajo de la alfombra y poner en evidencia cuántos mitos hay detrás de lo innombrable.
Linda
No sabe si fue el huevo o la gallina. Si el bullying que Denise había sufrido en la secundaria disparó la depresión o si la depresión siempre había estado ahí, silenciosa.
“Lo que sí sé es que el bullying fue un antes y un después en la vida de mi hermana”, sostiene. Denise Lorenzón tenía una belleza evidente “y suena raro que lo diga yo, pero le hacían bullying por ser linda”. Aunque había espacio para hablar de todo, la familia no se enteró por ella sino por sus amigos del colegio.
“Había un grupito de cuatro o cinco chicas que le tenían bronca porque los varones estaban atrás de ella. Así que se juntaban en el recreo, la señalaban y se le reían en la cara, o cuando estaban en el boliche, y acá en el pueblo se conocen todos, pasaban por al lado y le volcaban las bebidas encima de la ropa”.
Cuando sus padres se enteraron “fueron a hablar al colegio pero la verdad es que el colegio no hizo mucho”, sigue. No fue un episodio aislado. “Empezó cuando mi hermana tenía 15 años y duró todo tercer año, todo cuarto y todo quinto. Por eso te digo que fue un antes y un después en su vida, porque cuando Denise terminó el colegio ya no era la misma”.
De la boca para afuera, Denise decía que no le importaba: “Pero nosotros nos dábamos cuenta de que no era verdad. Pensá que hasta inventaban rumores, empezaban a correr la bola de que se había acostado con uno, con otro, hasta que todos creían que se acostaba con todos. Me acuerdo de una vez que llegó a casa llorando, un día que colapsó”.
Denise y otra compañera, según el recuerdo de su hermana, habían ido a un cumpleaños de 15 y se habían llevado un centro de mesa, algo que también habían hecho otros. “Dos días después, la que cumplía años mandó a la hermana a buscarla. La chica, 10 años mayor que mi hermana, se paró en la puerta del colegio en el momento en que salían todos a gritarle ‘ladrona’, ‘chorra”.
Así y todo, la “mancha venenosa” no había sido efectiva porque no habían logrado aislarla de sus compañeros. “Creo que eso era lo que más bronca les daba porque ella era muy querida, entonces el bullying era peor, linda y querida. ¿La escuela? Bien, gracias”.
Aunque muchos creen que el bullying es “cosa de chicos”, las estadísticas muestran las consecuencias que puede provocar. Según la ONG Save the Children el acoso escolar casi triplica las probabilidades de suicidio entre los adolescentes.
El informe que UNICEF publicó en 2019, “El suicidio en la adolescencia”, va en la misma dirección: el bullying en la escuela y el ciberbullying (el hostigamiento pero a través de las redes sociales) son dos de los factores de riesgo más frecuentes entre los jóvenes que terminan quitándose la vida.
Después
Cuando terminó el secundario, Denise se fue a vivir a Rosario y consiguió trabajo en una guardería de lanchas, aunque iban a buscarla todos los domingos para almorzar en familia. Hasta que un día, de la nada, dijo que había sacado un pasaje y que se iba a España. Tenía 19 años.
“Cuando llegó allá extrañaba muchísimo, mis padres estuvieron a punto de ir a buscarla”, desanda su hermana. Denise estaba buscando encontrar un rumbo, sentirse mejor y lo logró, pero cuatro meses después, cuando volvió a Argentina, la depresión empezó a hacerse evidente.
“Se fue a vivir con una amiga, estaba re contenta, había empezado a estudiar cine, hizo unos cortos hermosos, también modelaba. Pero cuando estaba con esas crisis decía que no le encontraba sentido a nada”.
Tenía 22 años cuando sucedieron los tres episodios, tres grandes crisis a lo largo de un año que ahora su hermana ve como parte de una cadena.
“La primera vez nos llamó el chico que era su novio, decía que mi hermana no lo dejaba irse. Cuando nosotros llegamos estaba muy alterada, en una crisis de nervios muy grande”.
Al no haber una guardia psiquiátrica, llamaron a la ambulancia y llegó un médico generalista. “Y me preguntó ‘¿a qué se dedica?’”, se enoja Natalí. “Cuando le dije ‘estudia cine’ hizo una mueca y dijo ‘ah, claro’, como quien dice ‘acá tenemos a una actriz queriendo llamar la atención”. Después le inyectó un calmante.
Denise había tomado algunas pastillas “para dormir, no para hacer un show”, y a eso respondía su estado de alteración.
Estuvo mejor después, pero con el correr de los meses volvió a suceder.
“Otra vez llegó un médico que tuvo cero empatía. Le dijo ‘¿vos sabés que con pastillas no te vas a matar? No sé qué estás queriendo hacer’. Nadie veía el pedido de ayuda de mi hermana. Es más, ningún sanatorio de la prepaga quiso ingresarla, nos respondían que un intento de suicidio es algo voluntario, no una enfermedad. Lo que necesitábamos era una guardia psiquiátrica, pero no existía”.
En conjunto con la psiquiatra que la atendía de manera particular llegaron a la conclusión de que el segundo había sido un intento concreto de suicidio y que tenía que internarse.
“Lo hablamos en familia y estuvimos todos de acuerdo, ella también, creo que sentía que se le estaba yendo todo de las manos. Fijate que ella no se quería morir, todo el tiempo luchaba por salir”.
Fue ahí, ya con un diagnóstico de depresión grave, que la familia le preguntó ¿qué te pasa? ¿qué te falta? ¿qué necesitás? Y fue ahí que Denise contó lo del vacío que sentía, lo de la angustia que la tenía invadida.
“La internaron en una clínica psiquiátrica pero a los 20 días le dijeron que ese no era un buen lugar para ella. Yo me pregunto entonces cuál era un buen lugar para ella…”.
Denise tuvo que volver a vivir con sus padres, su familia empezó a administrarle los medicamentos, mejoró. Y entre todos buscaron la forma de levantarla y protegerla a la vez. Natalí se anotó con ella en boxeo para hacer algo divertido juntas, la llevaba a su casa a tomar mate para que saliera del encierro pero estuviera, igual, cercada por la “mesa chica”.
Como la mejoría fue evidente, tres meses después del intento de suicidio “el psiquiatra nos dijo que la soltáramos un poco y que la dejáramos volver a su departamento. Ella todo el tiempo decía que quería volver, era una adulta, ¿qué íbamos a hacer? ¿encerrarla?”.
Le devolvieron las llaves, la dejaron.
Natalí habló de eso en un posteo que escribió hace pocos días: “Lo extraño es que se la veía feliz”, escribió, precisamente porque creía, como creen muchos, que una persona depresiva se ve siempre marchita. “Aunque uno después investiga sobre la depresión y no, no es tan extraño”.
Pasaron algunos meses más, Denise siguió mejorando y empezó una nueva relación con un joven que la apoyaba y la amaba. Había empezado también a trabajar en una concesionaria de autos en Rosario, pero estaba en carne viva.
“Las pastillas la habían hecho engordar y un compañero empezó a decirle ‘parece que estás comiendo mucho’, ‘en las fotos que subís a Instagram no parecés vos’”, sigue su hermana.
Con el empujón de los opinólogos de los cuerpos ajenos entonces, Denise le dijo a su familia que quería dejar la medicación o que se la cambiaran. Enseguida se sumaron los problemas alimenticios, la imposibilidad de dormir, los faltazos al trabajo.
Después de su muerte la familia descubrió que, aunque iban todos los días a llevarle sus pastillas, había dejado de tomarlas.
La noche del 6 de agosto de 2020, Denise llamó a su mamá, le contó que la habían convocado de una agencia internacional de modelos y le preguntó cuánto medía. Estaba entusiasmada, proyectando. “Le dijo ‘bueno ma, me voy a bañar, después seguimos hablando’. Nunca hubo un después”.
Hizo una videollamada con su mejor amigo, subió tres fotos a su cuenta de Instagram riéndose, hizo un vivo ya entrada la madrugada. A la mañana siguiente, alguien llamó a la familia para avisar que había policías en la puerta del departamento de Denise.
“¿Sabés qué pensé yo?”, confiesa Natalí. “Esta se hizo una joda, plena pandemia, y los vecinos la denunciaron”. Natalí la llamó y su hermana no atendió, pero era temprano y pensó que estaba durmiendo.
Dos minutos después recibió un llamado de un número privado.
“¿Vos llamaste recién al número de Denise Lorenzón?”, le preguntó una voz desconocida. “¿Y qué sos de ella?”, preguntó después. Era un policía que, con la misma empatía nula que había tenido el médico que había insinuado que Denise sólo quería llamar la atención, dijo: “Tu hermana se suicidó”.
Natalí gritó sola en su casa, manejó ciega hasta el departamento de Denise, corrió, quiso subir, la frenó su hermano, que había llegado antes y la abrazó, la tiró al piso y le dijo “ya está, está muerta, ya no podemos hacer nada”. Fue su papá, todavía con la mirada perdida, quién la levantó después del piso, el que solo tuvo resto para abrazarla y decirle “no podemos entrar”.
“No sabemos si la felicidad de esa noche fue una puesta en escena y ya tenía todo pensado o algo se le cruzó por la cabeza después”, se pregunta todavía Natalí.
La autopsia mostró que no había ingerido sustancias tóxicas. No había pistas ni cartas. Sólo una piedra violeta al lado de su computadora y varias pestañas abiertas en las que no había buscado nada extraño, sólo “qué significa el color violeta”.
Desde entonces, el duelo familiar sigue. Un duelo distinto, atravesado por la culpa. “Pensar qué más podríamos haber hecho, aunque como familia hicimos todo. Una impotencia con la que tuvimos que aprender a vivir”, se despide Natalí y se seca las lágrimas.
Recién ahí se ve el tatuaje del brazo. No dice una frase hecha, motivacional, sino que dice sólo eso: “Denise”. Al lado, florece una flor violeta.
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