Cuando el 19 de septiembre de 1991 descubrieron el cuerpo a 3.120 metros de altura en los Alpes de Ötztal, cerca de la frontera entre Italia y Austria, los montañistas alemanes Helmut y Erika Simon creyeron que se trataba de un alpinista desaparecido el año anterior. El cadáver congelado estaba, si se podía decir así, en muy buenas condiciones, semienterrado en la nieve y el hielo.
No tuvieron dudas de que el hombre que yacía boca abajo, con un brazo extendido, estaba muerto. No miraron mucho ni tocaron nada y se apresuraron a descender por la ladera del Finialspitze hacia el refugio de montaña para avisar a la policía.
Ya había oscurecido cuando llegaron, de modo que hubo que esperar hasta el día siguiente para que un equipo de la policía austríaca fuera al lugar en helicóptero. Uno de los agentes intentó liberar el cuerpo del hielo con una perforadora neumática, pero no pudo. En cambio, durante el intento le atravesó la cadera izquierda y desgarró parte de la ropa.
El rescate del cuerpo demoró tres días, durante los cuales, al correrse la voz del hallazgo, fueron al lugar varios montañistas curiosos, algunos de los cuales burlaron la vigilancia policial y se robaron algunos objetos que estaban cerca del muerto.
Entre los que se acercaron a curiosear estaba el alpinista austríaco Reinhold Messner, que fue el primero en darse cuenta de que allí había algo raro. Cerca del cadáver había un hacha rustica y un arco de madera, objetos que ningún montañista llevaría consigo en una excursión. Además, la piel del cadáver estaba tan curtida como el cuero. Les dijo a los integrantes del equipo de rescate que tuvieran cuidado, que ese hombre no era el montañista desaparecido el año anterior sino alguien mucho más antiguo. Calculó que podía haber muerto hacía cientos o quizás miles de años.
Una vez liberado del hielo, el cuerpo fue trasladado al Instituto Forense de Innsbruck, en Austria, donde Konrad Spindler, director del Instituto para la Prehistoria, confirmó que se trataba de un importante hallazgo arqueológico.
Examinó e hizo analizar el cadáver y los objetos encontrados alrededor. El hacha era una hoja de metal en forma de cuña, unida con una cuerda a un mango curvo de madera de tejo, y había sido fundida con rebordes en sus cuatro lados. A primera vista estableció que podía datar de la Edad de Bronce, unos 2.000 años A.C. Pero una suerte de mochila de corteza de árbol y el arco podían ser todavía más antiguos. Finalmente, los análisis de Carbono 14 que se realizaron sobre los huesos y los tejidos en laboratorios especializados de Zúrich y Oxford, determinaron que el hombre había vivido hacía aproximadamente 5.300 años.
Gracias a las bajas temperaturas, se había momificado naturalmente y estaba en perfecto de estado de conservación.
Ötzi, como lo bautizó la prensa por los Alpes de Ötztal, era la momia mejor conservada de forma natural del mundo.
Pronto se descubriría también que el Hombre de Hielo –como también se lo llamó– no había muerto de forma natural, sino que fue víctima de un asesinato.
Una flecha y un golpe
Ötsi medía 1,59 metros, pesaba 50 kilos, tenía el pelo castaño y los ojos marrón oscuro. Su cuerpo, además, estaba cubierto de tatuajes.
El examen del cadáver reveló que tenía varias costillas rotas y una flecha le había perforado el pulmón izquierdo, pero que esa no era la causa de la muerte, sino un traumatismo de cráneo. Era evidente que lo habían atacado.
La punta de flecha se alojó en su omóplato izquierdo, lo que causó un daño irreversible a sus arterias y pulmones, aunque no lo mató. La acumulación de sangre en el cráneo, mostraba que había recibido un golpe fuerte, mortal.
Aunque no es posible conocer con certeza la naturaleza del impacto, es probable que el flechazo provocara una caída en la que se golpeó la cabeza o bien que, una vez caído, sus enemigos se acercaron y le dieron el golpe mortal.
La manera en que fue encontrado el cuerpo, con los pies cruzados y el brazo izquierdo extendido en una posición poco natural, revelaba también la posibilidad de un ataque.
Los antropólogos también comprobaron que había muerto a los 45 o 46 años y que no estaba en buen estado de salud, aunque su deterior físico era acorde a su edad y la época en que había vivido. Descubrieron que era intolerante a la lactosa, que tenía caries dentales y que padecía de una artritis avanzada, que debió provocarle fuertes dolores.
Esto último también podía ser una explicación de sus 61 tatuajes, compuestos por líneas paralelas a lo largo de las rodillas, los tobillos, la espalda y otras zonas relacionadas con dolores compatibles con los de la artrosis. Tal vez se tratara de una técnica de curación o de un ritual de sanación.
El análisis de los intestinos reveló que era omnívoro y que comía plantas, proteínas de origen animal, carbohidratos y lípidos, en una dieta de alto contenido calórico, necesaria para enfrentar las frías temperaturas de la alta montaña.
Estaba vestido con un gorro de piel de oso, un pantalón de piel de cabra y zapatos de cuero y paja, que le permitían caminar sobre la nieve que se le congelaran los pies. Estaba armado con un cuchillo, un arco y un hacha de cobre, que evidentemente no le sirvieron para salir airoso del ataque de sus enemigos. También llevaba en su “mochila” dos puntas de flecha bastante gastadas, una cuerda enrollada, un pedernal y pirita para hacer chispas y dos especies de hongos. Uno de los hongos, de abedul, tiene propiedades antibacterianas y debió usarlo para curarse heridas; el otro, un hongo de yesca, le servía para encender fuego.
Una huida desesperada
Otros exámenes que se le practicaron a los restos de Ötzi brindaron más detalles sobre su vida y permitieron reconstruir con alto grado de probabilidad sus movimientos antes de morir: una huida hacia las alturas de la montaña para escapar de sus perseguidores.
Gracias a las trazas de elementos químicos en los huesos y dientes, se supo que Ötzi creció al nordeste de Bolzano, posiblemente en el valle del río Isarco, y vivió de adulto en el valle de Venosta.
También se encontró polen en su cuerpo, lo que indicaría que murió en primavera y que su viaje fue por un sendero que sube por el valle de Señales hacia un paso alpino situado al oeste del glaciar Similaun.
El examen de una mano reveló una lesión parcialmente curada, posiblemente una herida sufrida en una pelea anterior a la de su muerte.
Los restos de alimentos encontrados en el recto y el final del colon del cadáver tenían también restos de polen y de abeto, lo que permitió ubicar a Ötzi en un bosque a una altura de 2.500 metros en la montaña, el último lugar donde crecen árboles. Por el grado de descomposición de los alimentos se estableció que estuvo allí aproximadamente 33 horas antes de su muerte.
En cambio, en el tracto medio del colon, el hombre de hielo tenía polen de lúpulo y de otros árboles que solamente crecen en altitudes más bajas, lo que indica que pudo haber descendido después hasta una altura de unos 1.200 metros entre 9 a 12 horas antes de morir.
Allí debe haber tenido su primer enfrentamiento, porque la evidencia del polen indica que volvió a subir y comió su última comida en un bosque de coníferas subalpino antes de seguir subiendo hasta el Paso Tisen, donde fue asesinado.
El análisis de ADN de los restos que tenía en los intestinos permitió establecer que lo último que comió fue carne seca de cabra montesa y de ciervo, cereales y hojas de bracken. Eso indicaría que, en algún momento de su escape hacia las alturas, Ötzi pudo haber despistado a sus perseguidores y pudo detenerse a comer una buena porción de alimentos y tal vez a descansar, pero que fue nuevamente descubierto y debió seguir huyendo.
Había alcanzado los 3.120 metros de altura cuando un certero flechazo le entró por la espalda a la altura del omóplato izquierdo y lo derribó. Tal vez haya muerto al golpearse la cabeza contra una roca al caer o, quizás, sus perseguidores lo remataron en el suelo al darle alcance.
Allí Ötzi quedó, momificado de manera natural por la nieve y el hielo, durante 5.300 años, hasta que un matrimonio de alpinistas lo encontró.
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