Era invierno de 2006 y, cuando bajó del micro, en Bariloche no nevaba. Victoria había partido de Once con la idea de construir una historia de amor con un joven del que se había enamorado durante sus vacaciones. Era una chica de 21 años y se suponía que la historia de amor iba a ser con él: no tenía idea de lo que iba a pasar, una década después y entre las mismas montañas, en el consultorio en el que atendía Jacinta.
“Yo había conocido a un chico en El Bolsón en unas vacaciones con mis tíos. Lo vi en un refugio de montaña, nos pusimos a hablar y nos enamoramos. Volví a Buenos Aires, renuncié al trabajo, me compré una campera para la nieve y al mes me fui a vivir con él”, cuenta a Infobae Victoria Puentes Viar, que ahora tiene 37 años. Suena a impulso, a locura de juventud, pero con él estuvo en pareja durante los siete años que siguieron.
Fue un dolor cervical la que la llevó, cuando ya se había separado, a pedir un turno en el consultorio de Jacinta Segura, una joven kinesióloga, también llegada de Buenos Aires. Jacinta había emigrado a Bariloche un año antes de ese turno que cambió los planes de las dos.
Venía de Recoleta Jacinta, de jugar al hockey en el Club Universitario de Buenos Aires (CUBA), un club que todavía era un “templo” exclusivo para varones: en 2016, cuando ella se fue, ni siquiera permitía que las mujeres fueran socias plenas (solo “adherentes” y siempre que fueran hijas o esposas de algún socio hombre).
Jacinta venía de un entorno en el que “lo natural” era que las mujeres se enamoraran de los hombres y los hombres de las mujeres, fin. Igual que Victoria, también había tenido algún que otro novio, pero a Bariloche no la había guiado un amor. Había emigrado sola, con su título en la mano, buscando instalar su propio consultorio, alejarse del caos de la ciudad y, tal vez, salirse de lo que ahora llama “ese cuadrado”.
Lo cuenta ella, por videollamada, entre paciente y paciente.
“Cuando Vicky llegó a mi consultorio ninguna de las dos había estado antes con otra mujer. Éramos hetero supuestamente, o así nos manejábamos en la vida”, sonríe. “Vicky nunca había sospechado de que podía pasarle algo con una mujer, venía de estar casi 8 años con un hombre. Yo sí, alguna sospecha tenía. Siempre pienso que las que somos gays percibimos la energía de la otra persona porque cuando la vi entrar me pasó algo rarísimo”.
Era el comienzo de 2017 y mientras le corría el pelo para masajear las zonas de dolor en el cuello, Jacinta vio que Victoria tenía un anillo en un dedo, una especie de alianza. Era un anillo familiar pero Jacinta asumió que estaba casada, que vivía con un hombre y le echó un balde de arena a lo que le estaba pasando en el cuerpo.
A diferencia de una consulta médica, un tratamiento de kinesiología no es algo de una vez sino que requiere, por lo general, de 10 sesiones: 10 veces juntas, solas, lejos de todos, a puertas cerradas.
“Para mí los pacientes que vienen a ver a una kinesióloga no son un cuello que duele o un codo. La persona que viene con una dolencia tiene una vida, una historia, que le pesa más o menos, entonces yo también doy lugar a la charla, a que la persona se abra”, explica. Más charlaban, a Jacinta más le gustaba su nueva paciente.
La cuestión es que salieron a tomar algo “como amigas” una vez, una segunda vez. “Hasta que yo le dije ‘creo que me gustás’, cuenta Jacinta, que tenía 34 años. Victoria estaba en Narnia, convencida de que sólo estaba conociendo a una nueva amiga, y pensó “¿qué?”, “cualquiera”, “no pará, no entiendo nada”.
“Yo tenía 33 años y siempre había estado con hombres, así que me desencajó”, interrumpe Victoria. “La sensación fue ‘pará, estoy muy confundida’, ‘se me voló el piso’, pero la verdad es que no me generó rechazo, no me pareció una locura. Cuando logré calmarme pensé ‘bueno, si algo me pasa y no me está haciendo mal, quizás me está haciendo bien’”.
Empezaron una relación inesperada, e inesperada fue también para el resto.
Dice Victoria: “Cuando conté que estaba saliendo con una chica fue así de un día para el otro, una bomba y listo. Nadie se lo esperaba pero se pusieron felices por mi felicidad”.
Dice Jacinta: “Yo venía de esta sociedad muy machista, donde los homosexuales nunca fueron bien recibidos, por eso yo ni siquiera me planteaba que podía ser algo que no fuera hetero”. Es más, había comprado un discurso que que nunca, hasta que le tocó vivirlo, había cuestionado.
“Y, por ejemplo, me hacía mucho ruido que una pareja homosexual tuviera hijos, que esos chicos no tuvieran un padre y una madre sino dos padres o dos madres. Pensaba ‘pobres, son ellos los que van a salir lastimados’”.
A pesar de esos “peros” siguieron adelante con la relación, y no a velocidad crucero. En 2017 se pusieron de novias y en 2018 se casaron ya convencidas de que querían tener hijos juntas.
Victoria, la más “Susanita” de las dos, la que ahora es maestra jardinera y asesora de crianza, siempre había imaginado estar embarazada. Jacinta, cero. “Nunca me había imaginado con una panza, no me veía con una familia, hasta que la conocí nunca me había proyectado de esa manera”.
Fue en una de esas salidas que le contó esto de que las familias con dos madres o dos padres le hacían ruido por el daño que creía que iban a sufrir los hijos. “Y ella se me quedó mirando y me preguntó ‘¿y por qué creés que es por eso?’, ‘¿cuántos niños lastimados hay que son hijos de una madre y de un padre?’”.
Con tantos años de heterosexualidad encima, nunca se habían puesto a pensar cómo tenían hijos las parejas de mujeres, bisexuales o lesbianas. Suponían que la única forma era hacer una inseminación a una de las dos con esperma de un donante y que la otra sólo acompañara, un sistema parecido al del embarazo hombre- mujer.
Googleando, descubrieron que existía algo llamado método ROPA, que permite a las dos partes “poner el cuerpo”. Básicamente una aporta los óvulos, se fecundan en un laboratorio con esperma de un donante anónimo hasta obtener los embriones. ¿La otra? Los gesta.
“Nos voló la cabeza esto de poder ser protagonistas las dos en el embarazo”. Victoria deseaba gestar y en su útero probaron la primera transferencia de embriones con los óvulos de su esposa. Dio negativo.
Así que Jacinta, que nunca se había imaginado con una panza y todavía estaba terminando de estudiar otra carrera, tuvo que repensarse. Y aceptó.
Le transfirieron dos embriones y funcionó: quedaron embarazadas y de mellizos. “Los dos tuvimos que dar el brazo a torcer”, piensa Victoria. “Yo decir ‘ok, voy a ser mamá y no voy a estar embarazada’. Y ella ‘ok, voy a ser mamá, y estoy embarazada’”.
Pero todavía faltaba algo más.
También creían que la que estaba embarazada y paría era la única que podía dar la teta, y en esa búsqueda también se dieron cuenta de que estaban equivocadas: las dos podían amamantarlos. Sí, también la que no había gestado.
“Había muy poca información en ese momento pero leímos dos entrevistas del exterior a parejas de mujeres que habían hecho esto de inducir la lactancia”, repasa Victoria.
Habla de la llamada co-lactancia, el método a través del cual la persona que no gestó puede hacer un tratamiento para producir leche. Es el método que eligen algunas de las familias que optan por la subrogación: el bebé se gesta en otro útero pero la que va a ser la madre puede darles la teta igual y lograr, además de la alimentación, ese nivel de conexión.
“A mí me voló la cabeza, otra vez”, dice Victoria. “A mí no”, se ríe Jacinta. ¿Cómo iban a dar la teta las dos?
“Para mí la que estaba embarazada después daba de mamar y listo, yo venía del cuadrado. Todavía sigo aprendiendo, sigo tirando paredes, Vicky me ayuda un montón pero creo que soy re básica en esas cosas”, reflexiona.
Victoria fue con la idea de la co-lactancia a la endocrinóloga que las atendía pero se decepcionó. Le dijo “no por tus migrañas”, “quedate tranquila que con mellizos no te vas a aburrir”. “Nunca pensó en el deseo de amamantar a mis hijos, yo no quería dar la teta de aburrida”.
Fue la ginecóloga, que no casualmente era madre de mellizos, quien empatizó y dijo “cómo me hubiera gustado a mí que alguien les diera la teta conmigo”.
La médica no sabía cómo hacerlo pero se puso a investigar. Victoria entonces, comenzó un tratamiento con pastillas en la semana 15 del embarazo de Jacinta (para explicarlo en criollo, a través de esas hormonas se le hace creer al cuerpo que está cursando un embarazo). Luego le cambiaron la medicación para simular un posparto y, en la semana 30 comenzó una estimulación con un sacaleches eléctrico cada tres horas.
Emma y Nikko nacieron prematuros en plena pandemia y pasaron sus primeros 20 días de vida en neonatología. Victoria no sólo había empezado a producir leche antes de que nacieran, hasta había podido colectar par conservar en el freezer.
El estrés de la pandemia y la distancia, sin embargo, hicieron que la producción de Jacinta bajara así que sumaron la leche de fórmula y les dieron las cuatro tetas hasta que cumplieron 10 meses. Fueron ellos quienes, solos, decidieron destetarse.
“Hubo mucha complicidad entre las dos mientras les dábamos la teta”, se despide Jacinta. “¿Viste que a veces en las parejas heterosexuales las mujeres dicen ‘¿para qué lo voy a despertar si la teta la tengo que dar yo?’. Bueno acá era distinto: amamantar también fue un trabajo en equipo”.
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