“Para los escritores, la palabra Quisling es un regalo de los dioses. Si se les hubiera ordenado inventar una nueva palabra para traidor... difícilmente habrían dado con una combinación más brillante de letras. Auditivamente logra sugerir algo resbaladizo a la vez que tortuoso”, decía el diario londinense The Times del 15 de abril de 1940 para referirse al político noruego Vidkun Quisling. Sonaba duro, pero el hombre se lo merecía acabadamente.
Había pasado menos de una semana de la invasión alemana a Noruega, iniciada el 9 de abril, y ya se sabía que Quisling les había facilitado enormemente las cosas a los nazis pasándoles información sobre la disposición y las tácticas de defensa de su país.
Desde entonces, la expresión “ser un quisling” se usa en inglés y en noruego como en castellano se dice “ser un judas”. Es decir: un traidor.
Durante los casi cinco años que duró la ocupación nazi de Noruega, desde distintos cargos –incluido el de ministro presidente de un gobierno títere – Quisling fue artífice y cómplice de todo tipo de crímenes, desde la deportación de judíos y la persecución y el fusilamiento de miembros de la resistencia hasta la apropiación de bienes, tanto estatales como de empresarios y ciudadanos privados.
La trayectoria de Quisling, además, encierra varias paradojas, que van desde el tortuoso –y acomodaticio– camino que lo llevó desde un comunismo juvenil hacia su fidelidad al nacionalsocialismo alemán, hasta la extraña circunstancia de arreglárselas para llegar a los más altos cargos aunque nadie –ni siquiera los propios nazis que lo utilizaron– lo respetara ni lo quisiera.
Cuando, después de todo eso, fue condenado a muerte el 10 de septiembre de 1945 –hace hoy 77 años– quiso trocar su condición de traidor a su pueblo y a su patria por la de héroe nacional. “Sé que el pueblo noruego me ha sentenciado a muerte y que mi camino más fácil sería el suicidio, pero quiero que la historia dicte su propia sentencia. Créanme, en el plazo de diez años me habré convertido en otro San Olav”, dijo, pomposo, equiparándose con el rey que en el Siglo XI convirtió a Noruega al cristianismo.
Sus palabras no tuvieron nada de proféticas, porque la historia por cuyo fallo tanto clamaba lo sentenció de manera muy diferente. Su apellido se convirtió en un sustantivo de la peor especie, que se utiliza como sinónimo de traidor, y su “servicio” a Noruega fue definido de manera magistral en un titular que le dedicó hace unos años el diario español La Vanguardia: “El hombre que vendió su país a Hitler”.
De comunista a nazi
Vidkun Abraham Lauritz Jonssøn Quisling nació el 18 de julio de 1887 en Fyresdal, un pequeño pueblo del condado de Telemark, Noruega. Hijo de un pastor de la iglesia nacional, parecía destinado a seguir los religiosos pasos de su padre, pero a los 18 años decidió que lo suyo no era usar el cuello clerical sino el uniforme del ejército.
Se inscribió en la Academia Militar, de donde egresó como el primero de su promoción. Poco después estalló la Primera Guerra Mundial y, como soldado de la Noruega neutral, lo destinaron como agregado militar en Petrogrado y en Helsinki. Su labor en esas ciudades fue más que diplomática, ya que se había especializado como oficial de inteligencia.
En Rusia vio con sus propios ojos el desarrollo de la Revolución de Octubre y los primeros pasos del gobierno bolchevique. Sobre todo lo deslumbró León Trotski y su idea del internacionalismo proletario.
De regreso a su país, en 1929 se afilió al Partido Laborista Noruego, aunque duró poco ahí. Se fue alejando paulatinamente, acusando a la dirección de tener poca “voluntad revolucionaria”, pero en lugar de acercarse más a la izquierda hizo un giro copernicano que lo llevó a tener primero posiciones conservadoras y más tarde a volcarse abiertamente a la ultraderecha.
Por entonces ocupó sus primeros cargos políticos, como ministro de Defensa de los gobiernos de Peder Kolstad (1931–1932) y de Jens Hundseid (1932–1933), ambos del Partido Agrario.
Mientras tanto, Hitler llegaba al poder en Alemania y Quisling vio su oportunidad para cortarse solo. Fundó el partido filonazi Nasjonal Samling (Unión Nacional). La ilusión de jugar en las grandes ligas de la política noruega sufrió un duro golpe en la primera elección de la que participó, en 1933: solo consiguió el 2% de los votos y ni un solo escaño.
Eso no lo amilanó. Aprovechando los contactos logrados durante sus años de diplomático, participó de la conferencia fascista de Montreux, en 1934. Allí hizo un contacto que resultaría decisivo para su ascenso al poder: se hizo amigo del ideólogo nazi Alfred Rosenberg, quien a su vez le dio acceso al gobierno del Tercer Reich.
Los nazis alemanes le dieron soporte económico al partido de Quisling, que se lanzó a la arena con un discurso anticomunista, antisemita y antiliberal. Como los nacionalsocialistas de Hitler, los dirigentes del partido vestían uniformes y utilizaban símbolos del pasado vikingo. También imitando a los alemanes, Quisling y sus acólitos crearon sus propias “camisas pardas”, una fuerza paramilitar.
Todo ese despliegue sirvió de poco en términos electorales: en las elecciones de 1936, Unión Nacional obtuvo menos votos que los que había logrado en 1933.
La guerra y la traición
Lo que no podía obtener en las urnas, Quisling lo empezó a conseguir con el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Por intermedio de Rosenberg llegó a entrevistarse con Hitler. En esa reunión con en dictador nazi, el ultraderechista noruego le expuso los “peligros” que encerraba el Reich la posibilidad de una ocupación británica de Noruega.
También trató de convencerlo de que lo ayudara a instaurar un gobierno pronazi en Oslo como salvaguarda para Alemania ante el riesgo de que el presidente del parlamento noruego, Carl Joachim Hambro, de origen judío, abriera la puerta a los ingleses.
Al mismo tiempo, movilizó el partido en Noruega con la consigna del miedo a un ataque ruso o anglo-francés y la necesidad de aliarse con Alemania.
Pero más allá del accionar político, Quisling tenía otra herramienta valiosa para los nazis. Como exministro de Defensa tenía la información y los contactos que le permitían conocer a fondo el despliegue de las fuerzas del ejército noruego.
Entre diciembre de 1939 y los primeros meses de 1940, Quisling le pasó sistemáticamente información a Berlín sobre el despliegue de las fuerzas de defensa y también convenció o compró a altos oficiales para boicotearlas.
Las fuerzas invasoras alemanas supieron qué hacer y por dónde ir para que la invasión a Noruega fuera un éxito. Las tropas alemanas entraron el 6 de abril y el 9 de ese mismo mes el general Von Falkenhorst pudo comunicar a Berlín el 9 de abril: “Noruega y Dinamarca ocupadas (...) de acuerdo con las órdenes recibidas”.
El gobierno noruego se trasladó primero y se exilió después, y entonces Quisling creyó que sería premiado con el poder que soñaba.
Hitler lo desilusionó: envió a Noruega al general Josef Terboven como comisario del Reich, con ocho mil hombres de las SS y la Gestapo, haciéndose cargo del Gobierno efectivo, compartido con la Wehrmacht, que llegó a tener allí 400.000 soldados.
Para apoyar la invasión, Quisling y su partido solo habían logrado reunir dos mil hombres para combatir junto a los alemanes, una fuerza insignificante pero que concitó el odio de los noruegos al verlos como cómplices de la ocupación.
La “nazificación” de Noruega
Quisling enfrentó entonces un fracaso a dos puntas: la enorme mayoría de sus compatriotas lo consideraba un traidor, mientras que para Hitler se había transformado en una pieza desechable, a la que ni siquiera se ocupó de premiar.
Obstinado, el ultraderechista noruego jugó otra carta: le pidió a Hitler que lo integrara al gabinete del gobierno de ocupación como cantante de la “nazificación” del país. Lo logró.
Entre 1940 y 1942, en ese proceso de “nazificación”, Quisling no solo intentó difundir con una agresiva propagando los principios del nacionalsocialismo en toda Noruega sino que inició una violenta persecución de sus opositores políticos.
También vio crecer a su partido, que llegó a tener 40.000 afiliados en 1941, aunque muchos de ellos se incorporaron por oportunismo político y otros simplemente para sentirse a resguardo.
El primer ministro del final
Finalmente, Quisling obtuvo lo que ambicionaba en febrero de 1942, cuando fue nombrado primer ministro. En realidad se trató de una maniobra propagandística de los alemanes, que pretendieron hacer creer que Noruega recuperaba su soberanía pero seguía asociada a Alemania de manera voluntaria.
En su primera visita de Estado a Berlín se reunió con Rosenberg, con Hitler y con Goebbels, que lo definió de manera lapidaria: “Es poco probable que este tipo pueda convertirse alguna vez en un gran estadista”, dijo de él.
En realidad era un títere, porque más allá del cargo nominal, el poder real seguía estando en manos del comisario del Reich.
Al mismo tiempo, su proceso de “nazificación” encontraba cada vez más resistencia. En el curso del verano de 1942, Quisling perdió toda capacidad creíble que podría haber tenido para influir en la opinión pública, al tratar de obligar a niños a ingresar a la organización juvenil Nasjonal Samlings Ungdomsfylking, que estaba inspirada en las Juventudes Hitlerianas. La medida provocó una renuncia masiva de profesores de su colegio profesional y clérigos de sus cargos, junto con disturbios civiles a gran escala.
Quisling redobló la apuesta con expropiaciones a opositores, fusilamientos a resistentes y el inició de la deportación de judíos noruegos.
Para el final de la guerra, su accionar podía contarse en muertes: 1.433 partisanos muertos en la represión y 765 judíos muertos luego de ser deportados a los campos de exterminio nazis.
Cuando la derrota era inminente, un Quisling desesperado intentó hacer pasar sus acciones como la única manera de preservar a los noruegos de males peores que habría podido causarles la ocupación alemana. Se sabía perdido.
Con esa nueva estrategia, se reunió con Hitler el 20 de enero de 1945. En esa reunión, le propuso al Führer firmar una paz con el gobierno noruego en el exilio. En realidad, creía que de lograr esa gestión no solo salvaría su vida luego de la derrota sino que también sería reconocido como un héroe. Hitler se negó.
El 9 de mayo de 1945, Noruega se rindió a los aliados y el Quisling se entregó a los líderes de la resistencia. Decidieron juzgarlo.
El juicio se inició el 20 de agosto de 1945. La defensa de Quisling se basó en restar importancia a su unidad con Alemania y hacer hincapié en que él había luchado por la independencia total del país. Todo lo contrario fue lo que plantearon sus fiscales, que lo acusaron de transformar a Noruega en “un Estado vasallo de Alemania”.
El tribunal se pronunció el 10 de septiembre de 1945 y lo condenó a muerte por malversación, crímenes de guerra y alta traición.
El 24 de octubre de 1945 fue fusilado. Sus últimas palabras fueron: “Fui condenado injustamente y muero inocente”.
Nadie lo recuerda así. Para la historia, Quisling es “el hombre que vendió su país a Hitler” y su apellido se sigue utilizando como sinónimo de “traidor”.
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