Era verano y hacía pocos meses que a María del Carmen le habían detectado una enfermedad. En ese entonces era una joven contadora, 48 años tenía, y le habían recomendado no manejar así que durante el tratamiento su marido y Facundo, su hijo del medio, habían empezado a turnarse para llevarla y traerla al trabajo, de Villa Adelina a Belgrano, de Belgrano a Villa Adelina.
“Viste que por lo general los adolescentes se encierran en sus piezas con el celular o la compu y chau, estamos todos en la misma casa, sí, pero cada uno en lo suyo...”, introduce María Del Carmen Schwindt mientras conversa con Infobae. “Bueno, ahora pienso que gracias a mi enfermedad pasé muchas tardes con Facundo de ese último verano, de ese último mes de su vida en realidad”.
Facundo era adolescente y en una de esas vueltas a solas en el auto sucedió algo que María del Carmen resignificó después de su suicidio.
“Paramos en un semáforo. Hacía calor, él iba con la ventanilla totalmente abierta, y se acercó un muchacho vendiendo flores. Yo le dije ‘Facu, cerrá, te pueden manotear’. Él ya había agarrado la billetera y me contestó: ‘Mami, ¿por qué pensás que todos los pobres son chorros?’”.
La madre no supo qué responder y el hijo volvió a decir: “Lo que pasa es que vos estás acostumbrada a ir siempre para adelante, nunca te parás a mirar hacia los costados”.
“Yo lo oí -recuerda ella ahora- pero creo que no lo escuché”.
Una familia
María del Carmen (51) y Francisco (53), su marido, se pusieron de novios en la adolescencia y están juntos desde entonces. Ella fue siempre contadora, él trabaja desde hace 30 años en una empresa de pintura.
“Nos casamos, tuvimos tres hermosos hijos varones, una familia común y corriente”, describe. “Con mucho esfuerzo” entonces, mandaron a los tres a un colegio privado alemán de Villa Adelina.
Fue en el verano de 2019 que el suicidio de Facundo, que había cumplido 19 años, dejó flotando en el desconcierto a todos. “Había sido siempre “el payaso de la familia. Sonreía tanto que mi mamá lo llamaba ‘Sonrisa Kolynos’. Había empezado la facultad, estaba lleno de amigos, nunca estuvo tirado en una cama, algo que uno dijera ‘mmm, ¿qué pasa acá?”.
María del Carmen dice “suicidio” y no dice “muerte” porque está convencida de que la única forma de prevenir el suicidio adolescente es hablando del tema, sacándolo del tabú, dando herramientas, especialmente desde la escuela secundaria.
“Nosotros tratamos de prepararlo para todos los riesgos a los que se enfrentan los adolescentes: que no tomara alcohol si iba a manejar, que se cuidara de la inseguridad si salía de noche, hasta de la violencia psicológica en esos primeros noviazgos tortuosos que suelen suceder a esa edad, el suicidio no estaba en nuestra lista”.
En ese comienzo de 2019, entonces, María del Carmen llevaba cuatro meses lidiando con un diagnóstico de mieloma múltiple, un tipo de cáncer en la sangre que comienza en las células de la médula ósea. Se le había fracturado una vértebra de la nada -ese, de hecho, había sido el síntoma centinela-, y por temor a que se le fracturara también el fémur le habían prohibido manejar.
La habían operado en enero, había empezado quimioterapia y ese lunes 18 de febrero ella y su marido, dispuestos a pelearle a la enfermedad con lo que fuera, habían partido rumbo a Entre Ríos para visitar a una curandera.
“Facu había pasado casi todo el fin de semana con sus amigos, y ese lunes no lo vimos despierto porque yo me había ido a hacer quimio temprano y él había ido a una entrevista de trabajo. Cuando salió nos llamó por teléfono para contarnos. Dijo: ‘Me fue bien, me gustó, parece que quedé’. Después me preguntó ‘¿por dónde van?’ y yo le contesté ‘ya cruzamos el segundo puente, ¿por?’, y él me respondió ‘ah, porque yo quería ir’”.
Fue una conversación más, al menos en apariencia. Él, que le preguntó a su mamá si podían traerle de Entre Ríos un regalo para su mejor amiga, que cumplía años; su mamá, que le contestó ‘¿qué le vamos a traer, Facu, un queso, un chorizo? Andá a Unicenter, hijo’”.
“Cortamos. Una hora y cinco minutos después llamó mi hijo menor, que en ese momento tenía 14 años, para decirnos lo que había pasado”, cuenta María del Carmen y hace, primero silencio, y después “no” con la cabeza. No hace falta que diga más nada porque su cuerpo dice el resto: “¿Cómo?”, “no”, “¿qué?”.
Estaban a tres horas de distancia y volvieron en dos ruedas, casi no recuerda cómo. María del Carmen ahora sabe que para evitar el efecto imitativo una de las recomendaciones es no describir el método con el que alguien se suicida, así que lo menciona, pero queda en privado.
También sabe que es un error resumir la causa en un solo factor -por ejemplo “se mató por una pena de amor”- porque, aunque pueda haber un detonante, las causas del suicidio son más complejas.
Algunas, advierte el informe de UNICEF llamado “El suicidio en la adolescencia, la situación en Argentina”, son la ausencia de personas o instituciones significativas capaces de contener, las dificultades para cumplir con los estándares sociales aceptados (tal orientación sexual o tal tipo de cuerpo), un padecimiento mental no atendido, un abuso sexual.
“Nosotros no entendíamos nada. Para mí, alguien que podía suicidarse era un chico pobre, sin techo, sin comida. Facu tenía todo”, sigue su mamá. “O eso creíamos”.
La Policía les pidió que se fijaran si había dejado alguna carta. “Y había dejado dos”, sigue, y sólo elige revelar los detalles que hacen a la cuestión. En la primera Facundo pedía perdón por lo que iba a hacer y les pedía que donaran sus órganos, algo que la situación no permitió.
“La segunda era muy extensa y contaba que estaba pasando por mucho sufrimiento. Sentía que no servía para nada y cosas así. La leíamos con mi marido y yo decía ‘¿pero cómo? Este no es mi hijo, este no es el Facundo que yo conozco’. Nunca nos había dicho nada de lo que sentía, ni en esos viajes de vuelta al trabajo conmigo, ni a sus amigos, ni a sus hermanos”.
Después
Hay algo cultural en lo que dice María del Carmen asociado a esto de que “los varones no hablan”, “los varones son fuertes”, “los varones no lloran”. Lo sostiene ella y lo avala el informe de UNICEF.
El suicidio, dice el relevamiento de 2019, es la segunda causa de muerte en chicas y chicos de entre 10 y 19 años (entre los 15 y los 19 la mortalidad es todavía más elevada). La mayor cantidad de muertes, efectivamente, se producen en los varones: es tres veces mayor a la tasa de muerte de las chicas.
“Los comportamientos culturales atribuidos al género masculino, tales como menor tendencia a comunicar sus problemas y a reconocer que necesitan ayuda o que tienen dificultades, lleva a los varones a concretar las acciones de manera más frecuente que las mujeres”, dice el trabajo.
En el grupo de padres de Empesares, una ONG que ofrece apoyo para personas que sufrieron el suicidio de alguien amado, María del Carmen lo ve con lupa: “El 90% son madres y padres de varones. Salvo algún caso puntual, ninguno vio señales de alarma”.
Hubo, por supuesto, un quiebre, no sólo para ella: “Después de lo de Facu muchas madres me dijeron ‘tuvo que pasarle a ustedes para que el resto de los papás abriéramos los ojos. Ustedes son una familia común y corriente, nos dimos cuenta de que puede pasarle a cualquiera’”, cuenta.
Y sigue: “No es fácil, ¿qué hacés? ¿le revisás el celular? Me han contado de muchos chicos a los que les encuentran cartas en sus habitaciones”. No es fácil saber cómo evitarlo, por eso hacen falta políticas públicas de prevención.
¿Por ejemplo? Enseñarles a los varones a que sus emociones son válidas, que los varones sí lloran.
¿Por ejemplo? La nueva línea telefónica para urgencias en Salud Mental que anunció el viernes el Ministerio de Salud de la Nación, algo que venía pidiendo, entre muchas otras, la mamá de Chano Charpentier.
Cuatro meses después de la muerte de Facundo, a María del Carmen le hicieron el trasplante de médula ósea que habían tenido que suspender antes. “En ese momento yo quería abandonar todo. No aguantaba el dolor, llegué a pensar que me quería ir con mi hijo. El principio es así”.
Con el correr de los meses, María del Carmen volvió a mirar atrás, escena por escena, tal vez buscando respuestas. Y fue en ese viaje al pasado que se agarró de un hilo.
Pensó en la sonrisa de Facundo y recordó las veces que su hijo había viajado con el colegio a llevar donaciones para chicos de Santiago del Estero y de Catamarca.
“Volvía feliz de esos viajes, especialmente feliz. Se quedaban una semana pintando la escuela, jugando con los chicos, les llevaban ropa, útiles”. María del Carmen cosió ese recuerdo a otro: “Facundo siempre me decía ‘mami, yo voy a trabajar pero también voy a tener una ONG’”. Y sumó esos dos a lo que había pasado en el semáforo un mes antes del suicidio.
“Mami, ¿por qué pensás que todos los pobres son chorros?” y “vos estás acostumbrada a ir siempre para adelante, nunca te parás a mirar hacia los costados”.
Fue así, tratando de ir tras los pasos de su hijo, que viajaron en familia a conocer las dos escuelas en las que Facundo había estado, primero a Catamarca, después a Santiago del Estero. De paso, les llevaron a los chicos cajas navideñas que habían armado con los padres y amigos del colegio de Facundo: la forma más real que María del Carmen encontró de aprender a mirar hacia los costados.
Así nació “La sonrisa de Facu”, una campaña que mantiene algunos de sus deseos vivos.
“Es lo que él quería hacer, no pudo, por eso lo estamos haciendo nosotros en su nombre”, se despide su mamá. Fueron años duros, muy duros, pero de transformación, porque María del Carmen empezó a dejar de lado su profesión de contadora -“en donde lo único que le daba a los demás eran cosas para pagar”- para estudiar coaching y empezar a darle a los demás otra cosa.
¿Qué? Ir a los colegios, contar la historia de su familia, sacar el suicidio adolescente del tabú, hablar de Salud Mental, salir a pedir políticas públicas para prevenirlo. Dar espacio, dejar de hacer cosas y sentarse a hablar con los adolescentes, ver dónde hay falta de esperanza, tratar de que no le pase a otro, tratar de seguir.
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