Más que Juegos Olímpicos, los de Múnich, en 1972, iban a ser más que nunca los juegos de la paz. El olimpismo volvía a la Alemania que lo había cobijado a la sombra del brazo extendido del nazismo, en 1936. Y volvía en Múnich, la ciudad bávara que había sido cuna política de Adolfo Hitler. Aquellos eran unos Juegos simbólicos. Eran los juegos de la reivindicación, del reconocimiento, del borrón y cuenta nueva. Tanto, que las medidas de seguridad se distendieron un poco para que nada recordara aquel pasado todavía cercano y siguiera vigente el espíritu olímpico de la Grecia vital, que interrumpía sus guerras cada cuatro años para consagrarse al deporte.
Aquel mundo era, también, ingenuo, cándido y expuesto frente al terrorismo internacional, que si bien se había atrevido a mucho, no había pegado tan duro como pegó en Múnich. La madrugada del 5 de septiembre de 1972, hace medio siglo, un comando terrorista árabe, casi flamante y apenas conocido como “Septiembre Negro”, tomó por asalto el sector de la Villa Olímpica que albergaba a la delegación de Israel, mató a dos atletas, tomó como rehenes a otros once. Exigió la liberación de doscientos treinta y cuatro palestinos presos en cárceles israelíes y, además, que Alemania liberara a Andreas Baader y a Ulrike Meinhoff, fundadores de Facción Ejército Rojo, un grupo guerrillero conocido luego como la “Banda Baader Meinhoff”.
El olimpismo, teñido de sangre
Los Juegos de Múnich, el olimpismo y hasta la antigua Grecia estaban ya manchados de sangre para siempre. El terrorismo había roto todas las barreras, iba a romper muchas otras con los años, y ya nada sería igual. Todo duró veintiuna terribles horas. Terminó a la una y media de la mañana del 6 de septiembre, en la base aérea de Fürstenfeldbruck, con un operativo de rescate desastroso: murieron los once rehenes israelíes, cinco de los ocho secuestradores y un policía alemán. Los juegos, suspendidos por un par de días, continuaron y, a su modo, hicieron historia: fueron los que recibieron mayor aporte de mujeres deportistas, los que intensificaron los controles antidoping que habían debutado en Tokio ‘64, los primeros en adoptar una mascota como emblema, Waldi, un perrito dachshund, los que vieron batallas épicas, como la del triunfo del básquet de Estados Unidos sobre el de la URSS por un punto y los que vieron coronarse a Mark Spitz como el nadador más veloz de la historia y el primero en llevarse siete medallas de oro. Pero Septiembre Negro lo enlutó todo y fue le terrorismo el gran vencedor de aquellos días: se había metido de lleno en la vida cotidiana de Europa y del mundo.
Los israelíes temían. Vieron a sus atletas vulnerables y en peligro, vieron la seguridad un poco laxa, la falta de hombres armados en la Villa Olímpica, los alojamientos de su delegación un poco apartados del resto. Eso hizo saber a las autoridades Shmuel Lalkin: recibió la promesa de una seguridad que nunca llegó, o que sí llegó pero fue ineficaz. Los juegos habían empezado en 26 de agosto y, para la madrugada del 5 de septiembre, cursaban ya su segunda semana. A las 4.40, cuando todos dormían, ocho terroristas de Septiembre Negro, vestidos con ropas y bolsos deportivos, escalaron la reja de dos metros que rodeaba la Villa. Los bolsos estaban llenos de fusiles, pistolas ametralladoras y granadas. Algunos deportistas de Estados Unidos los ayudaron porque pensaban que eran atletas que volvían de una noche de diversión en la ciudad.
Una vez en los dormitorios de los deportistas israelíes, intentaron abrir una de las puertas y despertaron a Moshe Weinberg, de treinta y tres años, entrenador de lucha libre que vio las armas, dio la alerta y forcejeó con los atacantes. Nueve israelíes lograron huir y otros ocho se refugiaron en otros departamentos. El luchador Yosef Romano le quitó el arma a uno de los atacantes, pero fue asesinado de un balazo. Weinberg intentó apuñalar a otro con un cuchillo de cocina, pero recibió un balazo en la cara que le atravesó las dos mejillas. Lo obligaron a conducirlos a los otros departamentos de la delegación y Weinberg decidió llevarlos al departamento tres, que era el dormitorio de los más fuertes de la delegación: luchadores y levantadores de pesas.
Los árabes esquivaron a sabiendas el departamento número dos, donde se alojaba el equipo de tiro, al que le estaba permitido tener sus armas y municiones. Los investigadores sugirieron después que los atacantes contaban con cierta información: uno de los terroristas había trabajado en la organización de los Juegos.
Con Weinberg herido y encañonado, los atacantes secuestraron a nueve atletas israelíes: Ze’ev Friedman y David Berger, pesistas; Yakov Springer, juez de pesas; Eliezer Halfin y Mark Slavin, luchadores; Yossef Guttfreund, árbitro de lucha libre; Kehat Shorr, entrenador de tiro; Andre Spitzer, entrenador de esgrima y Amitzur Shapira, entrenador de atletismo. Weinberg intentó una última resistencia: en la confusión que siguió al secuestro, le dislocó la mandíbula de una trompada a uno de los palestinos, pero fue asesinado a balazos.
Los pedidos de los terroristas
A las seis de la mañana hicieron conocer sus demandas: liberación de presos en Israel, libertad para los dos terroristas alemanes. Si no se cumplían, a las nueve asesinarían al primero de los rehenes. Los secuestradores eran fedayines palestinos que habían salido de los campos de refugiados de Siria, Líbano y Jordania. El jefe del comando era Lutif Afif, que se hacía llamar “Issa” (Jesús, en árabe): tenía tres hermanos miembros de Septiembre Negro, dos de ellos presos en Israel. Junto a Issa estaban Yusuf Nazzal, Afif Ahmed Hamid, Khalid Jawad, Ahmed Chic Thaa, Mohammed Safady, Adnan Al Gashey y su sobrino, Jamal Al Gashey. Todos integraban Septiembre Negro. Pero ¿qué escondía ese nombre misterioso y aquellos asesinos que parecían dispuestos a todo?
Septiembre Negro era una banda terrorista palestina que había sido fundada en 1970 con conexiones dentro de la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) que dirigía entonces Yasser Arafat. Estaba ligada también a Fatah, conocida también como Al Fatah, una organización político militar palestina con las iniciales del “Movimiento Nacional de Liberación de Palestina”.
El nombre, “Septiembre Negro”, nació con el grupo a raíz de la ley marcial impuesta el 6 de septiembre de 1970 por el rey Hussein I, de Jordania, como respuesta a un intento de los fedayines de derrocarlo. Miles de palestinos fueron asesinados entonces, o expulsados de Jordania. EL grupo empezó por ser una célula de Fatah que buscaba vengarse de Hussein y de sus fuerzas armadas. Los historiadores sugieren que “Septiembre Negro” no era una organización terrorista en sí misma, sino una unidad auxiliar del movimiento de resistencia palestino, aunque sus miembros siempre negaron lazos con Fatah o con la OLP. Pero en 1972, Abu Daoud, cerebro del ataque a los Juegos de Múnich y miembro él mismo de Septiembre Negro, reveló: “No existe tal organización. Fatah anuncia sus propias operaciones bajo este nombre para que Fatah no aparezca como ejecutor directo de los atentados”. Las acciones de “Septiembre Negro”, el enfrentamiento desatado en el mundo árabe terminaron de alguna forma con el panarabismo que propuso en su momento, y con el que soñaba, Gammal Abdel Nasser, líder nacionalista egipcio.
Apéndice de Fatah, o de la OLP, o con vuelo propio, “Septiembre Negro” gozó de cierta autonomía hasta su disolución, en 1988. Un episodio pinta el panorama de la época en el mundo árabe. Uno de los líderes de “Septiembre…”, Abu Ali Iyad, que también era comandante de Fatah en el norte jordano, fue capturado en julio de 1971 por las fuerzas del rey Hussein. La historia cuenta que fue torturado hasta lo indecible por el ministro del Interior del reino. Wasfi el-Tell quien, además, lo ejecutó él mismo el 23 de julio de 1971. Cuatro meses después, el 28 de noviembre, Wasfi el-Tell fue asesinado por Septiembre Negro en el vestíbulo del Hotel Sheraton Cairo, donde se celebraba una cumbre de la Liga Árabe. Uno de los asesinos de el-Tell, Munshir al-Khalifa, ex soldado del asesinado Iyad, se arrodilló junto a su víctima y lamió su sangre del suelo marmolado del hotel.
A ese fanatismo se enfrentaban en Múnich los indefensos atletas israelíes.
Los terroristas extendieron el plazo de las nueve de la mañana hasta el mediodía: había que avisar a Tel Aviv de sus exigencias, esperar la decisión del gobierno israelí, que se decretara la libertad, si eso se decidía, y hacerla efectiva. Pero a las once y cuarto de ese martes 5, Tel Aviv dijo que no habría negociación alguna.
Empezaron entonces las conversaciones entre los alemanes y los árabes. Las encararon Manfred Schreiber, el jefe de Policía de Múnich, que estuvo al mando de la negociación, seguido por el ministro del Interior alemán, Hans-Dietrich Genscher y el intendente de la villa olímpica, Walther Tröger. Todo estuvo registrado, filmado y fotografiado por la prensa, que tenía acceso casi libre a la Villa, en especial la prensa alemana, que usaba las residencias de sus compatriotas atletas como mirador. Schreiber dijo a los terroristas que Israel no iba a negociar, pero que Alemania había liberado a Baader y a Meinhoff. No era verdad. A las tres y media de la tarde, doce horas después de iniciado el drama, el Comité Olímpico Internacional decidió suspender los Juegos por tiempo indefinido. Para entonces, la mitad del objetivo de Septiembre Negro estaba cumplido: el mundo entero sabía ahora que había una “causa palestina” y en qué consistía.
Alemania no tenía entonces una brigada antiterrorista, fue creada después de Múnich. Y, además, desde el final de la Segunda Guerra, el ejército no podía actuar en tiempos de paz. Todo en manos de la policía, que intentó un operativo rescate, adelantado por la televisión, que fracasó antes de empezar. Los terroristas entonces abandonaron su plan inicial y exigieron ser llevados en avión a Egipto, junto con los rehenes. No era una idea loca. Uno de los guerrilleros sobrevivientes, Jamal Al Gashey, revelaría luego que la intención era llegar a un país árabe con buenas relaciones con Occidente y seguir desde allí las negociaciones por la liberación de los atletas israelíes.
Las autoridades alemanas vieron en eso la posibilidad de poner fin al secuestro. Fingieron acordar con los terroristas, los convencieron de que la base aérea de Fürstenfeldbruck tenía mejor operatividad que el aeropuerto internacional de Múnich, colocaron en la cabecera de pista un Boeing 727 con seis policías armados disfrazados de tripulantes y explicaron que dos helicópteros militares UH.1H trasladarían a todos, captores y rehenes, hasta la base aérea y al avión salvador. Un tercer helicóptero con los negociadores seguiría a los primeros.
Cómo fue el intento de rescate
El plan policial consistía en convencer a los dos jefes terroristas, Issa y Tony (Afif y Nazzal) de que habilitaran la inspección del avión. En ese momento, serían reducidos por los policías disfrazados de tripulantes, mientras los francotiradores mataban al resto de los palestinos al pie de los helicópteros recién aterrizados.
Fue un desastre. Los terroristas siempre temieron a los francotiradores y ni siquiera quisieron caminar los trescientos metros que los separaban de los dormitorios israelíes de los helicópteros que los iban a llevar a la base aérea. La policía, y los francotiradores apostados en el aeropuerto, creían que los terroristas eran cuatro: eran ocho. Cuando los helicópteros llegaban a la base aérea, los policías disfrazados de tripulantes abandonaron la misión y dejaron al vital Boeing 727 vacío. Al aterrizar los helicópteros, los terroristas tomaron como rehenes a los pilotos y rompieron así uno de los puntos del acuerdo alcanzado con las autoridades, que era el de no tomar rehenes alemanes. Issa y Tony subieron al Boeing, lo hallaron vacío, supieron que los habían engañado y corrieron de regreso a los helicópteros. Tony fue herido en el muslo por un francotirador y el resto de los policías alemanes abrieron fuego. Se entabló una batalla en la que los rehenes, atados y sin poder moverse, quedaron todavía más indefensos y con el destino sellado. Luego del desastre, los investigadores hallaron que muchas de las cuerdas que ataban a los rehenes habían sido mordidas por las víctimas en un desesperado intento por liberarse.
Uno de los terroristas, probablemente Issa, fusiló a los rehenes del helicóptero estacionado más al este de la base, sobre el que arrojó una granada que incendió y destruyó la aeronave. Luego, cayó acribillado en el césped lateral a la pista. Otros terroristas, entre ellos Khalil Jawad habían caído víctima de los tiradores alemanes.
Lo que sucedió con el segundo helicóptero y con el resto de los rehenes fue motivo de intensa controversia. La policía alemana admitió la posibilidad de que algunos de los atletas rehenes hubiesen muerto por los disparos de los francotiradores que intentaban rescatarlos. El informe del fiscal de Baviera aseveró que el terrorista Adnan Al Gashey ametralló a los rehenes del segundo helicóptero. Cinco miembros de Septiembre Negro fueron muertos. Los otros palestinos fueron capturados: Jamal Al Gashey con un balazo en la muñeca, Mohammed Safady con una herida leve en la pierna, Yusuf Nazzal, Tony, logró escapar, pero fue apresado cuarenta minutos después en un estacionamiento.
El 7 de septiembre el equipo olímpico israelí dejó los Juegos; lo hicieron protegidos por fuerzas de seguridad. Egipto decidió lo mismo, por temor a represalias. Mark Spitz, de ascendencia judía, y sus siete medallas de oro, fue llevado a Londres y custodiados por guardias alemanes. Los cinco terroristas muertos fueron enviados a la Libia de Muhamar Khadafi, recibidos como héroes y enterrados con honores militares. El 29 de octubre, un avión de la línea aérea alemana Lufthansa fue secuestrado por terroristas árabes que exigieron la liberación de los tres miembros de Septiembre Negro encarcelados por la masacre de Múnich. Alemania los liberó de inmediato.
Israel, por decisión del gobierno de Golda Meir y del Comité de Defensa Israelí, decidió “matar donde quiera se encuentren” a los once miembros de Septiembre Negro y del Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP) que habían planificado, organizado y apoyado la matanza de atletas israelíes en Munich. El plan se conoció como “Operación Cólera de Dios”. Tardó siete años en cumplirse y dio origen a más actos terroristas, a más venganzas, a más muertes y a más asesinatos.
La herida abierta en Múnich hace medio siglo nunca dejó de sangrar.
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