Corrían los últimos meses de 2016 cuando los diarios y los canales de televisión alemanes mostraron la imagen de un anciano alto pero de apariencia frágil, vestido de gris y con la mirada algo perdida detrás de los anteojos. Su nombre era Hubert Zafke, tenía 96 años y estaba siendo juzgado en los tribunales de Neubrandeburgo, en el este del país, por su “complicidad” en el exterminio de al menos 3.681 judíos muertos en las cámaras de gas al llegar a Auschwitz entre el 15 de agosto y el 14 de septiembre de 1944.
El caso se seguía con atención porque el caso de Zafke -junto con el del ucraniano John Demjanjuk, condenado unos años antes, y el del SS Oskar Gröning, el contador de Auschwitz-, sería seguramente uno de los últimos juicios por crímenes de lesa humanidad cometidos durante la Segunda Guerra Mundial. Ya casi no quedaban criminales de guerra nazis con vida por una sencilla ley biológica: penados o impunes, se habían ido muriendo de viejos.
Para entonces, la situación de Zafke, sargento enfermero de las SS, estaba en el ojo de una polémica judicial. Sus defensores alegaban que el juicio no podía continuar debido a que el hombre, un anciano, no estaba en condiciones de comparecer ante el tribunal debido a su salud mental. En otras palabras, ya no entendía nada.
A fines de septiembre, los peritos psiquiátricos confirmaron que estaba demente y que no podía ser juzgado. Con ese dictamen, el tribunal resolvió detener el juicio. “Dada su demencia, ya no está en condiciones de seguir las audiencias, comprender el procedimiento y defenderse de manera eficaz”, explicaron los jueces en un comunicado.
La noticia desató controversias, pero el eje de la información no fue la resolución judicial de exsargento de las SS, sino una característica que hacía a ese hombre un caso singular. Más que por su nombre, los medios lo llamaban “el guardia” o “el enfermero” de Ana Frank. El guardia-enfermero ya había sido condenado en 1948 a cuatro años de prisión por un tribunal polaco por sus actividades en Auschwitz y por pertenecer a las Waffen-SS.
Hubert Zafke probablemente fuera el último criminal de guerra vivo que había visto llegar a Auschwitz a la autora del “Diario” que, desde su publicación en 1947 con el título Het Achterhuis (La casa de atrás), se transformó en uno de los documentos más conmovedores sobre la guerra.
Porque Ana fue descargada de un tren, como si fuera ganado, en el campo de exterminio de Auschwitz el 2 de septiembre de 1944, cuando tenía apenas 15 años y Hubert Zafke estaba allí.
Zafke se había enrolado en las Waffen-SS, la fuerza paramilitar nazi, a los 19 años y combatió en el frente del Este. Fue transferido luego a los campos de Neuengamme y de Auschwitz. Integró el cuerpo médico a cargo de “seleccionar” los deportados destinados a morir.
El escondite
Annelies Marie Frank nació en Fráncfort del Meno, Alemania, el 12 de junio de 1929. Era la segunda hija de Otto Heinrich Frank y Edith Hollander, una familia de judíos alemanes. Otto había sido teniente del ejército alemán en la Primera Guerra y tenía una empresa. Vivían en un barrio donde convivían judíos y católicos, y tanto Ana como su hermana Margot no tenían una educación religiosa.
El 13 de marzo de 1933 el NSDAP (Partido Nazi) alcanzó la mayoría en las elecciones municipales de Fráncfort, e inmediatamente hubo manifestaciones antisemitas. Mucho antes que otros, Otto Frank se dio cuenta de que en Alemania su familia ya no estaría segura. Consiguió que la empresa Opekta lo enviara a montar una sucursal en Ámsterdam, en los Países Bajos, donde se trasladó con su mujer y sus dos hijas.
Vivieron con relativa tranquilidad hasta que, el 10 de mayo de 1940, la Wehrmacht alemana atacó y ocupó el país. Nuevamente previsor, Otto barajó dos posibilidades: huir a Gran Bretaña o preparar un escondite para salvarse de ser deportados a un campo de concentración. Lo construyó en la parte trasera de la empresa, en el número 263 de Prinsengracht. Terminó justo a tiempo: los primeros días de 1942 Margot, la hermana mayor de Ana, recibió una citación para ser deportada a un “campo de trabajo” en Alemania. El 6 de julio, la familia se escondió en el refugio, aunque les dijo a todos los vecinos que viajaban a Suiza.
Nadie salía de allí, Miep Gies, secretaria de Otto, aceptó el riesgo de llevarles alimentos. La ayudaron su marido Jan y dos empleados de la empresa, los alemanes Klugger y Kleiman, y el holandés Bep Voskuijl.
Una semana más tarde, la familia van Pels entró también en la casa trasera, como hizo después en noviembre de 1942 el dentista Fritz Pfeffer. Al principio pensaron que era por poco tiempo, pero los días se hicieron meses y los meses sumaron dos años.
Captura y traslado
Para agosto, las noticias de la guerra empezaban a ser alentadoras y los habitantes de la casa del fondo creyeron que pronto llegaría la libertad. Ocurrió todo lo contrario.
La mañana del 4 de agosto de 1944, la llamada “Policía del Orden”, dirigida por las SS, llegó a la casa gracias a una información que aún hoy no se sabe con certeza quién suministró y capturó a todos los habitantes.
También fueron encarcelados Victor Kugler y Johannes Kleiman, acusados de esconderlos, pero a Miep Gies y Bep Voskuijl los dejaron en libertad. Serían ellos quienes después encontrarían los cuadernos donde Ana escribía su diario y los guardarían.
A los Frank y el resto de los habitantes de la casa del fondo los llevaron a un campo de tránsito en Westerbork, por donde se calcula que pasaron más de cien mil judíos. Se les prohibió el uso de sus propias ropas, y se les dio un uniforme azul con parches rojos y de calzado unos zuecos. Aunque los hombres y mujeres estaban en barracas distintas, podían verse durante la tarde y la noche.
Estuvieron allí hasta los últimos días de agosto, cuando los subieron como ganado a un tren que, luego de tres días de viaje hacinados en los vagones repletos de prisioneros, llegaron a Auschwitz, en la Polonia ocupada.
El almanaque señalaba el 2 de septiembre de 1944 y entre los suboficiales que los recibieron en el campo de exterminio había un sargento enfermero de las SS llamado Hubert Zafke.
El infierno de Auschwitz
Situado en Oświęcim, a unos 43 kilómetros al oeste de Cracovia, Auschwitz fue el mayor campo de exterminio del nazismo, donde fueron enviadas cerca de un millón trescientas mil personas, de las cuales murieron más de un millón. En el arco de su entrada colgaba un lema que parecía una burla: “El trabajo libera”.
Comenzó a construirse en abril de 1940 y en mayo empezó a tener a sus primeros prisioneros en el primero de los barracones que se construyeron.
El Auschwitz I era el campo principal. Fueron los propios prisioneros los encargados de construirlo con trabajos forzados. En el primer año de su existencia, se reservaron unos 40 kilómetros cuadrados destinados a la creación de la zona y su posterior ampliación con un segundo barracón, que terminaría siendo el más grande.
El destino final
Más de mil personas llegaron en los trenes del 2 de septiembre de 1944. De ellas, 549 –entre las cuales había niños de menos de 15 años, que “no servían” para los trabajos forzados– fueron enviadas a las cámaras de gas ese mismo día.
Ana eludió ese destino porque había cumplido 15 años hacía apenas tres meses. Como al resto de los prisioneros, la desnudaron, la desinfectaron y le tatuaron el número de identificación. Entre las tareas del sargento enfermero de las SS Zafke se contaba precisamente la de tatuar a los recién llegados.
Separaron a los hombres de las mujeres, de modo que Ana no volvió a ver a su padre. Poco después de llegar, Edith, su madre, murió agotada por los trabajos forzados y las infecciones provocadas por el hacinamiento.
Solo quedaron Ana y Margot. Durante el día empleaban a las mujeres en realizar trabajos forzados y por la noche las hacinaban en barracones frigoríficos. Las enfermedades se propagaban velozmente y en poco tiempo Ana terminó con la piel cubierta de costras.
Pese a todo, las dos hermanas seguían vivas el 28 de octubre, cuando se realizó en Auschwitz una selección de mujeres para reubicarlas en Berger-Belsen. Pese a su pésimo estado de salud, Ana y Margot volvieron a esquivar las cámaras de gas.
En su nuevo destino las confinaron en carpas. Eran más de ocho mil y no había barracones suficientes. Allí Ana se reencontró con dos amigas, Hanneli Goslar y Nanette Blitz, quienes sobrevivieron a la guerra.
Contaron cómo Ana, desnuda salvo por un trozo de manta, les explicó que se había sacado toda la ropa porque estaba llena de piojos que la torturaban. La describieron como calva, demacrada y temblorosa, pero, a pesar de su enfermedad, les dijo que estaba más preocupada por Margot, cuyo estado parecía más grave. También les dijo que su madre había muerto.
En febrero de 1945, una epidemia de tifus se propagó por todo el campo; se estima que terminó con la vida de 17 000 prisioneros. Nanneli contó después que Margot, muy débil, se cayó de su litera y murió como consecuencia del golpe, y que pocos días después Ana también murió, alrededor de mediados de febrero.
Faltaban menos de dos meses para que las tropas británicas liberaran el campo, el 15 de abril de 1945.
El Diario y el criminal demente
Cuando los prisioneros de Auschwitz fueron liberados por las fuerzas aliadas, el único miembro de la familia que había sobrevivido era el padre de Ana, Otto. Volvió a Ámsterdam y allí se reencontró con su secretaria, Miep Gies, quien había guardado el diario –en realidad cinco cuadernos– y papeles sueltos que Ana había escrito durante el tiempo que permanecieron ocultos.
Los publicó en 1947 y, con los años, se convertiría en uno de los libros más leídos de la historia.
Es imposible saber si entre tantos millones de lectores se contó Hubert Zafke, el sargento enfermero que escapó de la justicia por demencia y murió impune en Alemania el 5 de julio de 2018.
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