Era diciembre de 2018, Florencia había terminado de rendir los finales y había vuelto a su pueblo para pasar las fiestas en familia. Esta vez, Rodrigo -su hermano, su único hermano- no había vuelto con ella: se suponía que tenía que trabajar, por eso se había quedado en Rosario, en el departamento en el que vivían juntos.
Era la madrugada del 24 de diciembre y Florencia ya estaba metida en la cama cuando notó que se estaba por quedar sin batería. “Pensé ‘bueno, igual todos saben dónde estoy, cualquier cosa me llaman a lo de mis viejos’”. Ya era de día cuando su papá entró a la habitación con el teléfono en la mano: del otro lado, una compañera de trabajo de Rodrigo avisaba que otra vez había faltado a trabajar.
“Yo pensé ‘este boludo se quedó dormido de nuevo’”, cuenta Florencia Arévalo a Infobae, y lo que hizo después es una muestra de que ni ella, que convivía con él, imaginó ni remotamente lo que había pasado.
“Puse el teléfono a cargar para llamarlo y seguí mi vida normal. Es más, me puse a preparar el vitel toné para la noche”.
Lo que sigue es la historia de Florencia -psicóloga, 30 años- y de Rodrigo -su hermano mayor, periodista-, que se suicidó cuando tenía la misma edad que ella tiene ahora. Una historia de amor de hermanos que cambió drásticamente pero que, aún ante el dolor y el desconcierto que suelen provocar este tipo de muertes, encontró una forma de seguir viva.
Una escuela inesperada
Florencia dejó María Susana, un pueblo de 3.500 habitantes en Santa Fe, unos días antes de cumplir los 18 años. “Me fui a estudiar a Rosario, allá estaba esperándome mi hermano”, arranca. Era chica, recién había terminado el secundario, pero su vida acababa de dar un vuelco.
“Hasta ese momento yo no había tenido ningún contacto con la muerte. Tenía a mi mamá, a mi papá, a mi hermano y a mis cuatro abuelos vivos. Pero un mes antes de irme a Rosario se suicidó Nicolás, mi amigo desde el jardín de infantes”, cuenta, y ya se le entrecorta la voz.
“Por supuesto que uno no elige aprender de estas cosas pero esa muerte, mejor dicho ese suicidio, fue una gran escuela para lo que pasó con mi hermano después”.
Florencia no sólo se había asomado por primera vez a la muerte “con cautela, como quien se acerca por primera vez al mar”, sino que había detectado un tabú acerca del suicidio.
“Muchos dicen ‘bueno, él lo eligió así’. Y lo que creo es que alguien que está sufriendo tanto no elige terminar con su vida sin importarle el resto: decide terminar con su sufrimiento, y ese es el único camino que encuentra”.
En esa erupción de emociones, Florencia se fue igual a Rosario “porque el show debe continuar, iba a empezar mi carrera. Esa es otra de las cosas que aprendí: sí, la vida debe continuar, pero a los duelos hay que atravesarlos”. Lo aprendió ocho años después, cuando el suicidio de su hermano la dejó, otra vez, contra las cuerdas.
Rodrigo se había recibido de periodista deportivo pero había empezado a trabajar en el área de Política nacional e internacional de El Ciudadano, un diario de Rosario. A diferencia de ella, que tiene una personalidad avasallante, su hermano era tímido, introvertido, “se mostraba más vulnerable, por eso todos éramos más complacientes con él”.
Su trabajo en la redacción le gustaba “pero hasta ahí. Trabajaba seis horas por un sueldo y listo, con eso era suficiente”. Era, cuenta, “como un poco quedado, conformista”. Sin embargo, Rodrigo tenía un sueño que sí lo movía, que lo despertaba, que sí lo hacía efervescer: deseaba alquilar un auto y recorrer la costa oeste de Estados Unidos.
Viajar solo, en todos los sentidos.
Cuando hacía seis años que los hermanos vivían juntos, Rodrigo logró comprarse el pasaje. Celebraron todos pero lo que siguió no fue sencillo “porque unos meses después se quedó sin trabajo inesperadamente y le daba miedo gastarse los ahorros en el viaje, volver y no tener nada. Lo tuvimos que convencer de que fuera igual, mis viejos lo bancaron, menos mal”.
Era noviembre de 2016 cuando Rodrigo recorrió la mítica ruta 1 con el Océano Pacífico de compañero. Fue a San Francisco, al Gran Cañón y a Las Vegas, todo solo.
“Tenía 28 años pero era el primero de la familia en viajar en avión, así que la emoción era enorme, estábamos todos pendientes”, sigue ella. La noche en que volvió a Rosario, Florencia hizo tiempo para esperarlo despierta.
“Estaba feliz, nos quedamos hablando hasta la madrugada. Ahí me contó algo que no me olvidé nunca. Me dijo que cuando llegó a Las Vegas suspiró y se dijo a sí mismo: ‘Mirá dónde estoy’. No tenía con quién compartirlo así que lo compartió con él mismo. Era su sueño, lo había logrado”.
Pasaron dos años más y, en el camino, un Mundial, el de 2018, un evento que los hermanos disfrutaban siempre juntos.
“Era algo muy nuestro. Me acuerdo que fuimos a un bar a ver el partido en el que Argentina clasificó a octavos y yo salí llorando. Alguien me preguntó ¿por qué estás tan emocionada? Yo no lo supe en ese momento pero lo entendí después: era el último Mundial que iba a ver con él”.
El llamado
Si aquel 24 de diciembre Florencia se fue a hacer el vitel toné es porque Rodrigo, como sucede con muchas personas que se suicidan, no había dado señales evidentes de nada.
“Sólo te puedo decir que 20 días antes nos llamó la atención que estaba faltando seguido al trabajo. Pero él decía que era porque le dolía la espalda y nosotros le creímos, ¿por qué no le íbamos a creer? Nunca pensamos que pasaba otra cosa”.
Rodrigo había dejado de ir a béisbol y cuando Florencia le preguntó por qué él le contestó que los entrenamientos habían terminado. A sus compañeros de equipo -esto lo supieron todos después- también les había mentido: les había dicho que tenía que cuidar a su abuela, que estaba muy enferma.
“Armó un plan perfecto”, dice Florencia y hace comillas con los dedos. “Un plan para que nadie se diera cuenta”.
Florencia se despidió de él el 21 de diciembre y la imagen de Rodrigo en la computadora, en la misma posición en la que se sentaba para leer medios internacionales o para escuchar música, es ahora el final de la cadena de recuerdos.
“Dejé mi habitación hecha un caos, y mis viejos iban a ir. Yo cerré la puerta y le dije ‘que mamá no entre cuando venga’, y él me contestó ‘va a entrar igual’”.
Florencia cerró la puerta, subió a un micro y viajó a su pueblo. Dos días después fue a ella a quien llamaron primero, “pero no me enteré por esto de que el teléfono se había quedado sin batería”.
Era la compañera de trabajo de Rodrigo, que le fue dando la información de a poco, aunque como era periodista, ya sabía lo que había pasado. Primero le pidió la dirección, verificó con la policía; después le avisó que alguien en su edificio se había suicidado.
“A veces digo ‘se murió’, ‘o mi hermano se fue’ o ‘el día en que pasó lo que pasó'. Pero hay que decir la palabra, porque mi hermano se suicidó, y no es lo mismo”, distingue. Lo que no hay que decir es cómo, para no dar ideas.
Lo primero, después de la desesperación a 175 kilómetros de distancia, fue la culpa. “Yo estaba terminando la carrera de Psicología, quería prender fuego la facultad. ¿Cómo no me había dado cuenta? Mi impotencia era no haber podido ayudarlo a que estuviera bien”.
Tenía 26 años Florencia, 30 Rodrigo, y pasó las primeras semanas funcionando como un robot. Tuvo que mudarse, lógicamente, porque vivía en el mismo departamento en el que su hermano se había quitado la vida. “Traté de seguir pero no me reconocía a mí misma”.
A diferencia de lo que había podido hacer frente al suicidio de su amigo del pueblo, esta vez Florencia sí se metió de lleno en la tormenta. Y lo cuenta llorando porque pasaron casi cuatro años pero el duelo -dirá después- no tiene etapas ordenadas que uno va tachando sino estaciones por las que uno va pasando, una y otra vez.
“Esa frase que él me había dicho cuando volvió de Las Vegas fue tomando diferentes formas. Ya no era ‘mirá donde estoy’ sino yo preguntándole ‘¿y ahora dónde estás?’”, cuenta. “A veces preguntándome a mí misma ‘¿dónde están todos esos asados que nos comimos, todos esos mundiales que vimos juntos?’. Yo diciéndole ‘mirá dónde están ahora’, y preguntándome, a la vez, ‘¿y dónde está todo lo que no vamos a compartir?”.
De a poco, Florencia fue resignificando la pérdida, entendiendo, reflexionando sobre un tema del que se habla poco y que suele dejar a los familiares muy solos, llenos de culpas por lo que creen que podrían haber evitado.
“Hay algo que me enorgullece de mi familia y es que jamás nos metimos en la intimidad de los demás. Yo me preocupé por mi hermano, le pregunté si estaba bien, por qué estaba faltando a trabajar, por qué no había ido a entrenar, pero no me puse a revisar sus cosas. Le tiré el salvavidas, él no lo agarró”, explica Florencia.
No es la vida a cualquier precio.
“Si vos me preguntás qué desearía hoy con toda mi alma…no desearía que él estuviera vivo y punto. Desearía que estuviera vivo y bien, que no es lo mismo. Me parece una posición muy egoísta pensar ‘si lo hubiera encerrado en una habitación y me hubiera quedado al lado y hoy estaría vivo’. ¿Y eso significaría que él estaría bien, feliz?”.
Fue su psicóloga quien le hizo una pregunta que irradió todo lo que iba a venir.
“Yo siempre le decía ‘no sé cómo hacen mis papás con todo ésto’, y ella me pudo instalar esta pregunta ‘¿y vos cómo hacés?’. Yo siento que siempre fui un comodín: me ocupaba de mis papás, de cómo le iba a impactar la noticia a mis abuelos, entonces nunca había lugar para mi duelo. Y eso nos pasa a los hermanos, que muchas veces quedamos invisibilizados. Es cierto que es lo más grave que le pasó a mis papás, pero también es lo más grave que me pasó a mi”.
Fue así que Florencia se sumó a Empesares, un grupo de apoyo para personas que sufrieron el suicidio de alguien amado, pero desde otro lugar: como padeciente, pero también como psicóloga y coordinadora de uno de los grupos de “hermanos”.
Ahí fueron aprendiendo a correrse de la carga que les ponen los otros por ser “el hermano que quedó”. “A mi mamá, para consolarla, le decían ‘bueno, ya vas a ser abuela’, y yo no quiero tener hijos. Pero si quisiera, ¿le daría ese lugar a un hijo?”, pregunta ella desde Londres, a donde viajó sola por primera vez.
El duelo, en este viaje, sigue en movimiento.
“Cuando murió mi hermano me faltaban cinco materias para recibirme. Me costó muchísimo seguir. Y cuando finalmente me recibí, mis papás me regalaron este viaje con los ahorros que eran de él. Por eso es muy simbólico: todo el tiempo siento que es un regalo de él”, se despide.
“La semana pasada estaba en París y me encontré con Messi. Increíble pero sí, Messi, justo cuando venía pensando cómo voy a hacer en este mundial sin él. Me saqué una foto y mientras me iba caminando ¿sabés qué pensaba? ‘Que ganas de contarte: mirá Rodri, mirá donde estoy”.
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