Ya era casi la medianoche cuando Analía y Nicolás cargaron los bolsos en el auto. Eran una pareja joven, 27 años los dos, vivían en Tortuguitas, y el plan era pasar fin de año con sus hijos y sus cuñados en el camping Ñandubaysal, en Gualeguaychú. En Buenos Aires hacía un calor imposible de olvidar y se suponía que el camping tenía aire, verde, calma, un río donde chapotear.
Era tarde pero los chicos, que en ese entonces tenían 9 y 5 años, estaban tan entusiasmados que se durmieron recién cuando salieron a la ruta. La idea era parar a comer algo en el camino, llegar bien temprano a Entre Ríos y alquilar una carpa para protegerse del sol.
Lo que estaba por pasar, sin embargo, era otra cosa: algo que iba a partir sus vidas al medio mientras el país entero miraba para otro lado.
“Es que salimos a la ruta el 30 de diciembre de 2004. Esa misma noche pasó lo de Cromañón, nosotros nos enteramos en el camino”, cuenta Analía Vivas a Infobae.
Por eso -porque todos recordamos cómo fue la noche de Cromañón- es imposible olvidar el calor que hacía. Por ese contexto, también, la desesperación de Analía y Nicolás no llenó los canales de televisión: quedó en una suerte de mute.
Una mañana de sol radiante
Había sido una idea de último momento. Las dos parejas habían barajado la posibilidad de ir a Mar del Plata pero como Analía y Nicolás tenían a los chicos y la otra pareja tenía un bebé se decidieron por el camping, conocido por ser una de las opciones baratas de alojamiento para ir al Carnaval de Gualeguaychú.
“Nos pareció que era un lugar seguro, el río era playo, el camping era cerrado”, recuerda ella. Así que llegaron, esperaron a que se hicieran las 8 de la mañana y habilitaran las carpas, fueron a descansar una hora y después fueron todos juntos a desayunar al bar Scorpio, diseñado por el famoso artista uruguayo, Carlos Páez Vilaró.
“En un momento nosotros nos fuimos abajo de una carpita porque había mucho sol, y los chicos se fueron al agua”. Brian, que tenía 9 años, se metía solo. Kevin, que dos meses antes había cumplido 5 años, no: “No era que le tenía miedo al agua, pero no le gustaba entrar solo. Se metía si estaba o con el papá o conmigo”.
Eran casi las tres de la tarde cuando el cuñado de Analía fue hasta el mercado a comprar algo para picar. “Entonces yo le dije a mi marido ‘vamos a buscar a los chicos así comen algo’”, suspira Analía, como si estuviera viendo la escena otra vez. Viendo y rebobinándola, tratando de cambiar algo, así hasta la locura.
Los habían visto unos instantes antes desde la carpa: el mayor estaba en el agua (la costa del río Uruguay); Kevin jugaba en la orilla con sus ojotas.
“Pero Kevin no estaba. Corrimos a la carpa a ver si había vuelto solo, fuimos a los baños, al supermercado pensando que había seguido a los tíos. Fuimos a la proveeduría a pedir que avisaran por parlantes que se había perdido un chico, la gente empezó a aplaudir, lo que hacemos todos cuando hay un chico perdido. Y ahí empezamos a buscar, a buscar, a buscar y no paramos más”.
—O sea que, a pesar de la desesperación, vos creías que estaba perdido ahí adentro y que en algún momento iba a aparecer...
—No, yo desde el minuto cero pensé ‘me lo robaron’. Mi hijo no era un chico que se alejaba o se escapaba, siempre estaba a la vista nuestra. Yo corría y pensaba ‘me lo robaron, me lo robaron, me lo robaron, me lo robaron, me lo robaron’— contesta Analía.
Como habían pasado unas dos horas y la Policía no había llegado, fueron a la comisaría a pedir ayuda, detallaron cómo estaba vestido el nene y no más que eso, porque era 2004 y los celulares, al menos el que tenía el marido de Analía, no tenían cámara de fotos.
“Les dijimos ‘necesitamos que cierren la ruta y empiecen a revisar los autos’. Por como era Kevin sabíamos que al río no había entrado”.
Pasaron otras dos horas cuando llegaron dos patrulleros. “Durante todo ese tiempo sólo nos ayudó la gente que estaba en el camping, que entendía nuestra desesperación y buscaba carpa por carpa y en los alrededores con sus linternas”.
La búsqueda estaba muteada por varias razones: dentro del camping no había señal de celular. “De hecho, para avisarle a la familia en Tortuguitas lo que nos estaba pasando, mi marido se tuvo que ir hasta la puerta, donde había un teléfono público”.
También porque era 31 de diciembre y la Ciudad de Buenos Aires era un caos de familiares que vagaban entre los hospitales y la morgue desesperados buscando a quienes habían ido a Cromañón.
“Mi cuñada se metió entre toda la gente con un papelito que había fotocopiado, pedía que apareciera Kevin, que se supiera lo que había pasado en Entre Ríos, que supieran que nosotros estábamos solos”, sigue Analía. Claro que, en ese contexto, nadie la escuchó.
Recursos para hacerse oír -para poner abogados, detectives- no les sobraban: cuando su hijo desapareció, Analía era ama de casa y limpiaba una escribanía por hora. Su marido era empleado en una empresa de mini fletes.
Un cuerpo equivocado
Cuando los buzos de Prefectura llegaron al camping fueron claros.
“Nos dijeron que por el calor que hacía, por la temperatura del agua y por cómo era el río era casi imposible que se hubiera ahogado en esa zona. Que ellos iban a buscar igual porque tenían la orden de hacerlo pero como que era imposible”, sigue ella. “Además, el río estaba muy bajo. Caminabas no sé... cien metros hacia adentro y el agua recién te llegaba a la cintura”.
Fue mientras buscaban que se encendieron todas las alarmas: habían encontrado un cadáver.
“Era un cuerpo que estaba cerca de un puente”, sigue ella, todavía con incredulidad. “Pero era un chico de 20 años, nadie había denunciado su desaparición, por eso nadie entendía nada. Después nos contaron que se trataba de un muchacho que había desaparecido dos días antes, al parecer se había tirado”.
El cadáver que no buscaban le agregó más espanto al que había pero dejó en claro un dato: “Que era cierto que el río devolvía los cuerpos, lo que también nos había dicho Prefectura”.
Igual había sólo dos hipótesis: que se hubiera ahogado o que lo hubieran secuestrado.
“Para nosotros estaba claro. Es más, un chico contó que había visto a una mujer con un nene cerca de la puerta y que el nene estaba raro, como que no se quería ir. El chico avisó en la puerta, pero nunca se hizo nada”, sigue ella.
“También una nena que estaba en una una carpa cerca de la nuestra dijo que una persona le había dicho ‘vení, vamos que te llevo a comprar caramelos’. Todo eso mostraba que tal vez había alguien buscando a una criatura para llevársela”.
El caso se parece mucho al de Sofía Herrera, la nena de casi 4 años que desapareció también en un camping, en Tierra del Fuego. La diferencia es que Kevin desapareció cuatro años antes que Sofía.
“Creíamos que lo estaban buscando pero no. A los dos días de la desaparición de mi hijo yo me tuve que venir a mi casa a buscar la partida de nacimiento, uno no llevaba esos papeles para irse un fin de semana. En el camino nos paró la Policía y preguntamos ‘¿están parando a los autos por el tema del nene que desapareció?’, y nos contestaron ‘¿qué nene?”.
Dice ella que todo, enseguida, se puso raro: “Mi marido se quedó y pegaba fotos en los negocios con la cara de Kevin. A la media hora volvía a pasar y las fotos estaban despegadas”.
De aquella familia feliz que había salido a la medianoche de casa ya no quedaba nada: “Uno piensa que la gente va a tener empatía, estás buscando a tu hijo con otra criatura en brazos. Pero empezaron las versiones contra nosotros”.
¿Versiones? “Que queríamos ensuciar a Gualeguaychú, que habíamos ido a arruinarles el carnaval, que nosotros le habíamos vendido el nene a unos gitanos”, enumera ella, aún sin poder creerlo. “Que para no pagar lo habíamos metido en el baúl del auto y se nos había muerto, cuando los menores no pagaban en el camping. Que había sido un ajuste de cuentas por un tema de drogas, que el nene nunca existió. Salieron muchas cosas feas en los diarios, los comentarios de la gente eran horribles”.
Cuenta que su marido iba una y otra vez a la comisaría hasta que empezaron las amenazas: “Dejá de molestar, dejá de cortar la calle, acordate de que todavía tenés otro hijo y una mujer que te esperan en tu casa”.
Por supuesto que los investigaron a ellos, algo habitual en estos casos: “Vinieron a preguntarle a los vecinos si cuidábamos a nuestros hijos, si andaban en la calle. Yo lo entiendo pero ¿cuánto podés tardar en investigarnos? Hacelo, poné a una, dos personas a averiguar sobre nosotros, pero alguien que vaya a buscar a mi hijo”.
Dice Analía que, como en el Carnaval, todo era cartón pintado, fantasía: “Un día fuimos a la comisaría, preguntamos por el comisario y nos dijeron ‘está en el camping por un caso muy importante de un chico que desapareció’. Ni siquiera sabían que éramos los padres. Fuimos, supuestamente estaban haciendo un rastrillaje con 100 policías, bueno, no había un solo policía. Ahora, vos vas a ver el expediente y dice que el rastrillaje fue exhaustivo”.
Desaparecido
A lo largo de estos años hubo poquísimas pistas, todas aportadas por la familia. Un sobrino que juró que vio a un hombre que llevaba a Kevin en una moto fue, tal vez, la más sólida.
“Mi sobrino asegura que lo vio y le gritó su nombre, dice que en ese momento el hombre que lo llevaba en la moto le apretó la pierna a Kevin y aceleró. Fuimos a hablar con gente que conocía a esa persona y nos dijeron que trabajaba para un pastor que tenía chicos que iban a pedir a la calle. Bueno, en vez de allanar al pastor, allanaron a la gente que nos pasaba datos”.
Hubo otro dato: el de un camionero que les dijo que había pasado a Paraguay a una familia con un nene igual a Kevin. “Llevamos el dato a Interpol, mi marido se fue a Paraguay. Y nada, no fue nadie a buscarlo”, se queja.
Se van a cumplir 18 años de aquella tarde de calor agobiante. Kevin, si sigue vivo, ya no es el niño que subió al auto entusiasmado aquella medianoche sino un joven a punto de cumplir 22 años.
“No se vive con un hijo desaparecido, apenas se sobrevive”, dice Analía, y llora con espasmos, como una criatura. “Es un dolor en el pecho que no puedo explicar”.
Analía y Nicolás tuvieron otro hijo hace cinco años pero volvió a pasar algo impensado: el bebé murió cuando tenía 4 meses, muerte súbita.
“Es terrible pero yo a él tengo donde llorarlo, sé adonde está enterrado. Kevin no, no sé dónde está”, diferencia. “Uno no deja de pensar nunca. Es loco pero pienso que ojalá la persona que lo tenga lo ame como lo amábamos nosotros, para que mi hijo no haya sentido tanto la falta”.
Lo que tienen ahora ya no es una foto de un niño sino la reconstrucción, hecha por expertos, de cómo sería Kevin hoy.
“Yo quedé en shock cuando vi esa foto, congelada”, se despide Analía. “Vos seguís teniendo la imagen de un nene de 5 años y te das cuenta de que ese nene no está mas, que tenés que buscar a un adulto, que perdiste todo de ese nene: la caída de sus dientes, el primer día del colegio, todo”.
Analía está segura de que Kevin está vivo pero, como pasaron 18 años, cree que es posible que no los recuerde. Por eso no espera que él los busque. Cree, al contrario, que tiene que seguir mostrando sus fotos para que alguna vez alguien lo vea y una los puntos.
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