El caso de la enfermera Brenda Agüero, imputada por la muerte de dos niños y sospechosa de haberles quitado la vida a otros tres en el Hospital Neonatal Ramón Carrillo de Córdoba, Argentina, causa espanto por dos características particulares de los crímenes por los que se la acusa: las víctimas eran niños indefensos y ella una profesional encargada de cuidar su salud.
De comprobarse su responsabilidad, no solo se trataría de una asesina en serie de niños –bebés neonatos– sino de alguien que utilizó una posición de confianza dentro de una institución para perpetrar esos crímenes.
El horror que provoca esa doble posibilidad se potencia cuando se comprueba que no es un caso único, excepcional dentro de los anales criminales.
Por el contrario, las enfermeras asesinas de niños abundan en la historia reciente y han provocado conmoción al ser descubiertos, muchas veces tarde debido no sólo a la confianza que naturalmente inspira una persona a la que se supone con la vocación y los conocimientos necesarios para cuidar la salud de los niños, sino también por la negligencia o la falta de reacción de los encargados de controlar su desempeño.
Estas son algunas de sus historias.
“El Ángel de la Muerte”
De no ser por los más de sesenta asesinatos de niños que cometió sucesivamente en tres hospitales en un lapso de cinco años, Genene Jones podría haber sido considerada –y de hecho lo fue durante un tiempo– una enfermera modelo.
Se destacaba entre sus pares por su dedicación, que la llevaba a trabajar más horas de las que le correspondían, pero sobre todo por sus habilidades. Nadie era capaz de colocar una vía endovenosa como ella, era la primera en acudir a un llamado, actuaba con rapidez y eficacia y, por si eso fuera poco, tenía conocimientos de anatomía y fisiología que asombraban a los médicos.
Quienes trabajaban con ella le encontraba solo dos defectos: tenía mal carácter y a veces, para destacarse, podía desafiar a los médicos.
“Si no hace esto, doctor, este bebé se va a morir”, decía.
Y muchas veces parecía tener razón, porque el chico en cuestión se moría.
Con los padres de sus pacientes mostraba otra faceta de su personalidad. Dejaba de lado su conducta agresiva y se comportaba con infinita paciencia y los contenía amorosamente. Era la primera en consolarlos cuando algún pequeño paciente perdía la vida.
Lo que nadie parecía notar era que durante sus turnos aumentaban las muertes. Y si alguien lo notó, en lugar de investigar prefirió sacarse a Genene de encima, lo que la habilitaba a seguir matando niños en otra parte.
Después de una breve temporada en el Hospital Metodista de Texas, donde hizo sus primeras armas en la enfermería, en 1978 Jones entró a trabajar como enfermera de la Unidad de Terapia Intensiva pediátrica del Hospital del Condado de Bexar.
Trabajó allí durante tres años, primero en el turno de la noche y luego en el de la tarde. La desgracia parecía acompañarla, porque en los turnos en que le tocaba trabajar el número de muertes siempre era el más alto. Sus compañeros empezaron a llamarla “El Ángel de la Muerte”. A sus espaldas, claro.
Los médicos, en cambio, la respetaban por su dedicación, aunque les costaba tolerar sus desafíos y su mal carácter.
Solo un joven pediatra, Kenn Copeland, sospechó de ella y pidió estudios de varios de los niños muertos en el turno de Genene. Descubrió que tenían heparina y otros medicamentos no recetados en la sangre.
Informó a las autoridades del hospital y pidió que la investigaran. Se estableció que entre mayo y diciembre de 1981, por lo menos diez chicos habían muerto de manera imprevista en el turno de Jones. Todos tenían restos de medicamentos extraños en la sangre.
Entonces ocurrió lo insólito: para evitar el escándalo, los directivos del hospital, en lugar de realizar la denuncia a la policía, la invitaron a dejar el trabajo sin protestar, a cambio de buenas recomendaciones para que obtuviera otro.
Consiguió trabajo en unos consultorios privados en Kerville, Texas. Para entonces estaba realmente cebada y se volvió descuidada. Los chicos empezaron a morir sin causas aparentes, a veces minutos después de que Genene los inyectara delante de sus padres.
Otros niños tuvieron más suerte, en apenas un mes, ocho de los atendidos por Jones se desestabilizaron en los consultorios, pero salvaron sus vidas al ser derivados al Hospital Sid Peterson. Los médicos encontraron que todos había recibido heparina y avisaron a la policía.
Jones empezó a ser vigilada, pero también se inició una investigación que abarcó todos los lugares donde había trabajado. Encontraron más de noventa decesos sospechosos y la detuvieron. En el juicio se probaría su responsabilidad en más de sesenta de ellos.
En 1984 fue condenada a 99 años de cárcel y luego, en un segundo juicio, a otros 60. Hoy Genene Jones tiene 72 años y sigue en prisión, sin posibilidad de salir en libertad condicional.
La asesina vertiginosa
La inglesa Beverley Allitt ostenta un triste récord: en apenas 59 días, entre febrero y abril de 1991, asesinó a cuatro niños, intentó asesinar a otros once, y causó lesiones corporales graves a una decena más.
El escenario de su raid criminal fue el Hospital Grantham, Lincolnshire. Su primera víctima fue un bebé de siete semanas, Liam Taylor, que había llegado al hospital el 21 de febrero de 1991 con una infección en el pecho y murió poco después, cuando estaba a su cuidado. Nadie sospechó de Beverley, una joven de aspecto angelical.
Doce días después, el 5 de marzo, mató a Timothy Hardwick, un chico de 11 años que sufría de parálisis cerebral y que fue internado después de sufrir un ataque epiléptico. Lo asfixió.
Su tercera víctima fatal fue Becky Phillips, una beba de apenas dos meses que estaba internada por una gastroenteritis. Y la cuarta Claire Peck, de 15 meses, que llegó al hospital con un ataque de asma. Las dos murieron luego de entrar en paros cardíacos cuando estaban solas con Beverley.
Fue esta última la que despertó sospechas y se la investigó. La dirección del hospital determinó que la enfermera siempre estaba sola con los pacientes en el momento de sus muertes y también permitió descubrir que había intentado matar, sin lograrlo, a por lo menos otros cinco chicos: Kayley Desmond, Paul Crampton, Yik Hung Chan, Katie Philips y Bradley Gibson. Los cinco sobrevivieron y se recuperaron después de ser trasladados a otro hospital, pero Katie quedó con un daño cerebral permanente.
Después, la investigación judicial determinó que había intentado dañar a muchos más.
Fue condenada a 13 cadenas perpetuas con la recomendación del Tribunal de no dejarla en libertad hasta que no cumpliera 40 años de la pena.
En el banquillo
Un caso aún no resuelto judicialmente es el de la enfermera británica Lucy Letby, de 31 años, acusada de matar cinco niños y tres niñas, y del intento de asesinato de otros cinco nenes y cinco nenas, todos menores de un año, en un hospital de Chester (noroeste de Inglaterra) entre 2015 y 2016.
El caso conmocionó al Reino Unido, sobre todo a partir de que las sospechas de las muertes de los recién nacidos comenzaran a apuntar a la enfermera. Letby trabajó como estudiante en prácticas en el centro público durante tres años, antes de terminar sus estudios en la universidad local y especializarse como enfermera infantil.
Desde entonces, la acusada trabajó en la unidad neonatal, especializada en bebés que requieren distintos niveles de cuidados. Con el ingreso de Letby, las muertes de bebes aumentaron de manera notoria.
La investigación policial inició luego de que el hospital expresara su preocupación por el alto número de decesos de recién nacidos entre marzo del 2015 y julio del 2016, que estaban un 10% arriba del promedio.
Las averiguaciones comenzaron internamente, ya que los médicos encontraron que los pequeños habían fallecido luego de presentar una insuficiencia cardíaca y pulmonar y que no respondían ante las maniobras de reanimación.
Cada año, allí atendían a unos 400 bebés, pero desde finales de julio de 2016 dejó de admitir a niños nacidos antes de las 32 semanas de gestación, momento desde el cual no se registraron más muertes.
Un informe publicado en 2017 por el Real Colegio Médico de Pediatras y Salud Infantil concluyó que no existía “ninguna causa” que explicara el aumento de muertes en la unidad, registradas a partir de 2014.
Ese año murieron tres recién nacidos, en 2015 otros ocho y en 2016 seis más.
Letby, fue arrestada y luego puesta en libertad en el 2018, pero en noviembre de 2020 volvió a ser detenida y desde entonces está presa a la espera del juicio.
“La Trituradora de Angelitos”
Si todos los casos provocan horror, es más escabroso de todos es sin duda que el protagonizó en Ciudad de México Felicitas Sánchez Aguillón, “la Trituradora de Angelitos”, también conocida como “la Ogresa” y “la descuartizadora de la Colonia Roma”, por el barrio en que vivía.
Sus crímenes se descubrieron el 8 de abril de 1941. Ese día, el dueño del negocio que estaba en la planta baja del edificio en el que vivía Sánchez Aguillón, llamó a un plomero, ya que las cañerías se habían tapado.
La conmoción al comprobar lo que generaba la obstrucción fue espantosa. El plomero encontró “un enorme tapón de carne humana putrefacta, gasas y algodones ensangrentados e incluso un pequeño cráneo humano”, según reconstruyó el diario mexicano La Prensa en su cobertura policial por aquellos años.
La policía no demoró en sospechar de la enfermera que trabajaba como partera en su casa y también en un negocio conocido como “La Quebrada”. Atendía a mujeres de pocos recursos, casi siempre madres solteras, que en muchos casos querían dar a sus hijos en adopción.
Cuando allanaron la casa de Felicitas, los policías encontraron pruebas que la acusaban directamente: agujas, ropa de bebés, un cráneo humano, velas y decenas de fotos de niños recién nacidos. En cambio, no encontraron a la mujer, que había huido ese mismo día.
La capturaron una semana más tarde y la investigación judicial estableció que había asesinado a por lo menos cincuenta recién nacidos. Por lo general, luego de los partos, convencía a las madres que le dejaran los niños para que ella les encontrara una familia que quisiera adoptarlos.
Era una cruel mentira: los mataba, los descuartizaba y los arrojaba por los caños que desembocaban en las cloacas o en un canal cercano.
Ante la justicia, se justificó diciendo que muchos bebés nacían muertos y que de alguna manera había que deshacerse de los cuerpos, pero que ella no los había matado.
Solamente reconoció un asesinato. “Una mujer me dijo que había soñado que su hijo iba a nacer muy feo, que por favor le hiciera una operación para arrojarlo. En efecto, aquella criatura era un monstruo: tenía cara de animal, en lugar de ojos unas cuencas espantosas y en la cabeza una especie de cucurucho. A la hora de nacer, el niño no lloraba, sino bufaba. Le pedí a mi pareja que lo echara al canal, y él le amarró un alambre al cuello”, relató, según reproduce la crónica de La Prensa.
Ella y su marido, Alberto “Beto” Sánchez Rebollar, fueron acusados y condenados por “asociación delictuosa, aborto, violación a las leyes de inhumación, responsabilidad clínica y médica”.
Inexplicablemente, le permitieron esperar el juicio en libertad, pero sabiendo que sería condenada se suicidó tomándose un frasco de somníferos.
“Felicitas se acogió a la muerte piadosa que no le procuraba a sus víctimas”, dijo el diario La Prensa al dar la noticia.
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