Debió ser una fiesta. Pero se transformó en un drama. Un drama personal, primero: el de Eva Perón, que ambicionaba ser compañera de fórmula de Juan Perón en las elecciones de noviembre de 1951 y llegar a la vicepresidencia de la Nación, y en cambio debió ceder a presiones nunca reveladas, pero siempre sospechadas. Y, segundo, en un drama político en el que el fervor popular, que también ansiaba la fórmula Perón-Perón, vio frustradas sus ansias y sus sueños; como si una mano brutal hubiese despertado de un golpe a un país niño.
Todo, o casi todo, sucedió la tarde noche del 22 de agosto de aquel año, durante un acto que reunió a una multitud calculada siempre por el millonario fervor peronista en un millón de personas, esparcidas en la Avenida 9 de Julio, desde Moreno hasta Corrientes, limitada por Bernardo de Yrigoyen y Carlos Pellegrini al este y por Lima y Cerrito al oeste. Tal vez no fueran un millón, pero eran cientos de miles. Ese fue el escenario del drama, al que se sumó un enorme palco sobre Moreno que daba la espalda al hoy Ministerio de Acción Social, que en el frente lucía un cartelón con los perfiles de Perón y Eva y una leyenda de falsa premonición: “Juan Domingo Perón-Eva Perón – 1952-1958, la fórmula de la patria”.
El drama pasó a la historia como el del renunciamiento de Eva Perón. Y, de alguna manera muy especial, fraguó un país tironeado siempre por las cinchas de sus deseos y su impotencia. Eva no renunció aquella noche, sino nueve días después, por radio, con la voz transida por la decepción y su salud frágil, tenue, que ya enviaba señales de indudable flaqueza.
Aquel 1951 era un año de flaquezas y decepciones. El segundo gobierno peronista estaba en crisis económica y social. En enero, una gran huelga ferroviaria por tiempo indeterminado había sacudido los cimientos del gobierno. La CGT la había declarado ilegal, y cuando ya se habían perdido todas las chances de diálogo, fue uno de los conflictos más combativos que soportó el peronismo, Eva Perón recorrió el espinel de los rieles y durmientes. Salió un día de Constitución y en la estación Banfield se topó con algunos piquetes: “Ustedes les están haciendo el juego a los contreras -les dijo- ¡Vuelvan al trabajo!”. Los huelguistas exigían, entre otras cosas, la reapertura de los locales de la Unión Ferroviaria, clausurados por el gobierno y que Eva prometió reabrir. Los “contreras”, por su lado, no andaban con chiquitas: en la central de Constitución, donde brillaban algunas pintadas que decían “Viva Perón”, les habían agregado una palabra: “Viudo”.
La salud de Eva Perón era frágil. Muy. El cáncer de útero había minado fuerzas, la había enflaquecido y le había pintado en la fina piel de su cara cierta palidez inequívoca. Pero no había logrado desmayarla: era la presidente del Partido Peronista Femenino y había bregado por la consagración del voto femenino que, estaba segura, daría la reelección al presidente que para eso había impulsado, y conseguido, la reforma de la Constitución en 1949.
A inicios de 1951 Eva Perón tenía su libro a punto de ser editado: era un sueño ambicionado el de dejar su pensamiento en una obra literaria. La escribió Manuel Penella de Silva, un periodista español que abrevaba en los círculos diplomáticos. Por entonces no tenía título, que fue La razón de mi vida, y que según quien cuente la historia pertenece a Raúl Mendé, un médico, y poeta, autor de algunos libros doctrinarios sobre el peronismo, que era ministro de Asuntos Técnicos, o al sacerdote Hernán Benítez, confesor de Eva Perón.
El 4 de mayo de ese agitado 1951, Eva perón cumplió treinta y dos años. Recibió decenas de homenajes de todo el Poder Ejecutivo, de la CGT en pleno, del cuerpo diplomático, de las federaciones gremiales y de hasta el más simple de los gremios. Para entonces, el nombre de Eva Perón como candidata a la vicepresidencia ya sonaba con fervor en los grandes actos peronistas. Entre los cientos de regalos que Eva recibió en el penúltimo cumpleaños de su corta vida, había uno muy significativo, enviado por el Ministerio del Ejército: era una imagen de Santa Bárbara, patrona de la artillería, fundida “con el bronce de los cañones que utilizara el Gran Capitán, general José de San Martín, en la gesta libertadora”, decía la dedicatoria.
Pero no, el poder militar no estaba para regalar imágenes de santas forjadas con bronce sagrado. Desde que la reforma constitucional habilitara la reelección del presidente, un sector del Ejército conspiraba contra Perón. Sus miembros estaban unidos por una logia, “Sol de Mayo”, y tenían como misión reemplazar “a Perón y al grupo Duarte del poder”. Resistían también la probable candidatura de Eva a la vicepresidencia porque no sólo les parecía un abuso de poder, un caso flagrante de nepotismo, sino porque, en caso de acefalía o muerte del presidente, una mujer quedaría al frente de las fuerzas armadas, lo que era inconcebible. Lo cierto es que, para el 22 de agosto, el general Benjamín Menéndez ya ultimaba los preparativos de su alzamiento militar contra Perón, que estallaría en septiembre.
Fue la CGT la impulsora de la fórmula Perón-Perón, que sería la fórmula presidencial de veintidós años más tarde, pero esta vez con María Estela Martínez en el lugar de Eva. En febrero, la organización sindical le había planteado a Perón cuál era, y por qué, la fórmula que el sindicalismo veía con mayor fuerza: Eva en la fórmula, y con el peronismo femenino en sus manos, garantizaba el apoyo masivo de las mujeres en las elecciones de noviembre. Perón, que era consciente del costado negativo que despertaba esa fórmula, escapó del planeo con una respuesta política de manual: dijo que todavía era demasiado pronto, que había que esperar incluso hasta último momento. El 2 de agosto, la CGT juzgó que había llegado ese “último momento”, anunció que sus intenciones eran proclamar la fórmula Perón-Perón y llamó a un “Cabildo Abierto del Justicialismo” para hacerla efectiva. Lo de “Cabildo Abierto” no era casual: evocaba otras jornadas revolucionarias y otro 22, el del Cabildo Abierto de mayo de 1810.
El 22 de agosto amaneció cálido y soleado en Buenos Aires, y así sería durante todo el día. Poco a poco la zona del acto se llenó de gente; muchos habían llegado del interior, en viajes apoyados y financiados por las organizaciones sindicales. Cuando la multitud se hizo compacta, muchos treparon a los árboles, a las farolas de luz y a cuanto lugar alto hubiera disponible para ver mejor. Uno de aquellos aviones de propaganda tan típicos de la época, piloteados por tipos de sangre fría que escribían con humo blanco eslóganes publicitario, ahora pintaba en el cielo azul del centroporteño: “CGT – Perón, Evita”.
Perón trepó al palco con gran parte de sus ministros y miembros del Consejo Superior del Partido Peronista, cerca de las cinco y veinte de la tarde. Abrió el acto el titular de la CGT, José Espejo, muy ligado a Perón. Eva no estaba en el escenario. Fue la multitud la que exigió su presencia con gritos que interrumpían el mensaje del líder gremial que, al final, cedió con gusto al apremio: “Tal vez la modestia de Eva Perón, su más amplio galardón, le haya impedido que se encuentre presente; pero este Cabildo Abierto no puede continuar sin su presencia”. Minutos después, saludada por una gran ovación, Eva subió al palco. Se la vio demacrada, un poco débil, vacilante. Rompió en llanto y abrazó a Perón. Los ojos de hoy dicen que, de alguna forma, le habían hecho saber que no podía aceptar su candidatura, que iba a ser proclamada esa tarde.
Quién se lo dijo, cómo se lo dijeron y cuándo, cómo lo supo, cómo lo intuyó si no se lo hicieron saber de alguna forma, es aún hoy un misterio. La frase terrible, cruel y arrebatada que le adjudican a Perón: “Vos no podés ser vicepresidenta porque tenés cáncer”, es falsa. Fue un invento del periodista y escritor Tomás Eloy Martínez para su novela Santa Evita. Figura en el guion de la película Eva Perón, de Juan Carlos Desanzo, con Esther Goris y Víctor Laplace en los papeles de Eva y Juan Perón, guion que fue escrito por José Pablo Feinmann.
Si se me disculpa el tono personal, debo contar una historia divertida que me narró Tomás Eloy. Para hacerle una broma a Feinmann, le dijo durante un encuentro: “Che, me debés parte de las regalías de la película, porque la frase de Perón, ‘Vos no podés ser vicepresidenta…’ es mía”. Feinmann se encabritó: “De ninguna manera. Es una frase histórica, es de dominio público, no tiene copyright”. Martínez se sorprendió de que un dato falso se hubiese convertido en real y le confesó a Feinmann: “José, me lo inventé. Debajo de ‘Santa Evita’ dice ‘Novela’. Vos sos novelista, sabés que todo lo que figura debajo de la palabra novela, es mentira”. Y Feinmann: “Entonces nos cagaste a todos”.
Devorada por la emoción, tal vez por la frustración, Eva aceptó hablar a la multitud. Igualó al Cabildo Abierto con el de 1810, y hablándole a Perón, dijo: “Hoy, mi general, en este Cabildo de Justicialismo, el pueblo, como en 1810, preguntó que quería saber de qué se trata. Aquí ya sabe de qué se trata y quiere que el general Perón siga dirigiendo los destinos de la Patria”. Pero la multitud ya estaba lanzada y gritó “¡Con Evita! ¡Con Evita!” Eva siguió: “Saben que la oligarquía, los mediocres, los vendepatria todavía no están derrotados. Desde sus guaridas asquerosas atentan contra el pueblo y contra la libertad”. Y la multitud estalló: “¡Leña, leña, leña!”. Y se inició así, tal vez por primera vez en la historia contemporánea argentina, una especie de diálogo entre orador y multitud, a esta altura con el orador todavía en el control de la palabra, de alcances imprevisibles.
En su discurso, el primero de la tarde, Eva le habló a Perón y habló de Perón; con una astucia conmovida, se presentó como una mujer sencilla: “Yo no soy más que una mujer del pueblo argentino. Yo no soy más que una mujer de esta bella patria. ¡Pero descamisada de corazón! Siempre he querido (…) ser un puente de paz entre el general Perón y los descamisados de la patria. (…) Yo siempre haré lo que diga el pueblo”. Abajo, en la calle, esa última frase fue tomada como una aceptación de la candidatura y desató una larga ovación. Pero Eva Perón corrigió: “Pero yo digo que así como hace cinco años he dicho que prefería ser Evita antes que la mujer del presidente, si ese Evita era dicho para aliviar algún dolor de mi patria, ahora digo que sigo prefiriendo ser Evita (…)”.
Después hablo Perón a quien la multitud escuchó inquieta: había entendido que Eva Perón había rechazado ser candidata, aunque no de manera taxativa. Incluso el discurso de Perón fue interrumpido por un anónimo “¡Que hable la compañera Evita!” Cuando terminó el discurso del presidente, Espejo, líder de la CGT que había convocado al acto, le acercó el micrófono a Eva con una frase: “Señora, el pueblo le pide que acepte su puesto”.
Eva habló, pero ya sin el control de su discurso: “Yo les pido a la Confederación General del Trabajo y a ustedes, por el cariño que nos profesamos mutuamente, para una decisión tan trascendental en la vida de esta humilde mujer, me den por lo menos cuatro días…”. La multitud negó: “¡No, no!, ¡ahora… ahora!” y llamó al paro general: en el palco presidencial había conversaciones agitadas y nerviosas. “Compañeros, compañeros -dijo Eva- Yo no renuncio a mi puesto de lucha, yo renuncio a los honores”. Volvió a llorar y a decir que haría lo que el pueblo decidiera, para contradecirse enseguida: “¿Ustedes creen que si el puesto de vicepresidenta fuera un cargo y si yo hubiera sido una solución no habría contestado ya que sí?”.
En la noche de aquel miércoles 22, más que un acto político el Cabildo Abierto del Justicialismo era ya una dramática ópera verdiana que se acercaba con peligrosa velocidad a la tragedia wagneriana. La leyenda dice que Perón ordenó en el palco: “¡Levanten este acto!”. Pero ya era tarde. El diálogo entre su mujer y la gente seguía indetenible y cada vez más cerca del abismo. En uno de esos diálogos sin guion entre Eva y la multitud, la primera dama coqueteó con el abismo, no fue una inocentada. Dijo: “El pueblo es soberano. Yo acepto…” Y el público estalló en vítores, en aclamaciones y se agitaron miles de pañuelos blancos. Entonces Eva corrigió: “No, no, compañeros. Yo acepto la palabra del compañero Espejo y mañana, a las 12 del día… Y la gente: “”¡No! ¡no! ¡no!” Y Eva: “Yo pido unas horas. Si mañana…” Y la gente: “¡No! ¡no! ¡no!”. Y Eva: “¡Compañeros! ¿Cuándo Evita los ha defraudado? ¿Cuándo Evita no ha hecho lo que ustedes desean? Yo les pido una cosa: esperen a mañana”. Mientras Perón discutía, acre y oscuro, con Espejo. Eva Perón decidió cambiar el plazo: volvería a hablar a la multitud, propuso, a las nueve de la noche.
Según citaron hace más de medio siglo y en su extraordinaria investigación La vida de Eva Perón, los periodistas Otelo Borroni y Roberto Vaca, que reprodujeron gran parte de los diálogos aquí citados tomados del Museo de la Palabra del Archivo General de la Nación, Espejo aferró el micrófono y dijo: “Compañeros, la compañera Evita nos pide dos horas de espera. Nos vamos a quedar aquí. No nos movemos hasta que nos de la respuesta favorable”. Fue una torpeza tremenda, porque volvía a emplazar a Eva Perón a aceptar la candidatura. Nadie vio en esos momentos de eufórica incertidumbre, ya no el drama político que encerraba el acto, sino el drama humano de Eva Perón: no quería negarse, pero le era imposible aceptar.
Una última súplica volvió a cambiar su cita con la gente, ya no sería a las nueve de la noche. Ya no sería esa noche: “Esto me toma de sorpresa… Jamás mi corazón de humilde mujer argentina pensé que podía aceptar ese puesto. Denme tiempo para anunciar mi decisión a todo el país en cadena”. Todo había terminado. Sobre la lenta desconcentración, flotaba la incertidumbre, el desconcierto. ¿Había aceptado o no? ¿Iba a hacer lo que el pueblo decidiera o no? ¿Cuándo iba a hablar por cadena nacional?
Lo hizo recién el 31 de agosto, nueve días después. Al mediodía, en la residencia presidencial de la calle Austria, grabó con una voz ronca y entristecida el mensaje que fue emitido por la cadena nacional de radiodifusión a las ocho y media de la noche. Las primeras líneas lo decían todo: “Quiero comunicar al pueblo argentino mi decisión irrevocable de renunciar al honor con que los trabajadores y el pueblo de mi patria quisieron honrarme en el histórico Cabildo Abierto del 22 de agosto”.
Luego dijo que su determinación, “surge de lo más íntimo de mi conciencia y por eso es totalmente libre y tiene toda la fuerza de mi voluntad definitiva”. Habló de sus años al lado de Perón y “al servicio de los descamisados, que son los humildes y los trabajadores”. Y luego cerró, ¿era consciente de que su vida huía de sus manos?, con un retrato testamentario, sencillo y concluyente: “No tenía entonces ni tengo en estos momentos más que una sola ambición, una sola y gran ambición personal: que de mí se diga, cuando se escriba el capítulo maravilloso que la historia dedicará seguramente a Perón, que hubo al lado de Perón una mujer que se dedicó a llevar al presidente las esperanzas del pueblo, y que, a esa mujer, el pueblo la llamaba cariñosamente Evita. Eso es lo que yo quiero ser”.
Eva Perón murió de cáncer once meses después, el 26 de julio de 1952. Tenía treinta y tres años.
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