Para contar esta historia hay que empezar por la infancia y Mariana, que ya tiene 47 años, lo sabe. Por eso escucha la primera pregunta, mira a un punto fijo y ahí se queda, desdoblada, como si estuviera viendo otra vez de cerca a esa nena solitaria que fue.
“Tuve una infancia caótica”, dice después, y suspira. Una infancia en la que fue cocinando una bomba de soledad, dudas y rencores que estalló apenas arrancó la adolescencia.
Paco, su papá, era “un porteño con mucha calle, mucha noche, criado frente al Obelisco, putañero, un tipo con contactos. Tenía un taller de costura y muchas mujeres que cosían para él”, arranca. Julia, su mamá, había llegado a la Ciudad de Buenos Aires desde Entre Ríos y era, precisamente, una de las jóvenes costureras del taller.
“Yo creo que ella se hipnotizó con él, habrán tenido un amorío y de alguna manera terminaron viviendo juntos”, cuenta a Infobae Mariana del Rey desde su casa, en Villa Pueyrredón. “Eran un matrimonio pero cuando empecé a tener registro me di cuenta de que nunca los vi tener una relación amorosa, de pareja”.
Vivían en un PH alquilado en Floresta, donde su papá había montado un taller de costura. “Mi mamá cosía todo el día, mi papá se iba a vender las prendas al interior y a veces pasaba días sin volver. Me daban poca pelota la verdad, por eso te digo que fue una infancia muy solitaria. No tuve una estructura familiar”, explica ella y sabe de lo que habla, porque está casada desde hace mucho y es madre de tres hijos.
Fueron sus padrinos, Isabel y Pepe, quienes rellenaron un poco el pozo. “Ellos me rescataron, me dieron una estructura de familia medianamente sólida. Yo era una nena y pasaba varios días de la semana con ellos: me llevaban el desayuno a la cama, me llevaban a pasear, al teatro. Mis únicos recuerdos lindos de la infancia son con ellos”, cuenta, pero frena de golpe.
“Sin embargo, mi mamá los odiaba con todo su ser. Tardé más de cuatro décadas en entender por qué”.
Cuando Mariana cumplió 10 años ya había acumulado tantas carencias afectivas que se volvió “molesta”. Para ese entonces jugaba sí, pero no con muñecas sino con el pedacito de cordón umbilical que su mamá había guardado en un alhajero.
“Es que yo no podía ponerle palabras a lo que sentía pero sabía que había algo raro. Mi mamá tenía 45 años cuando nací, mi papá 55. Para esa época eran viejos, si ves una foto vas a ver que parecen mis abuelos”.
Mariana había nacido en 1975 y si alguien está pensando que esta es la historia de una chica que al final descubrió que era hija de desaparecidos, la respuesta es “no”.
La hiperinflación y todas sus consecuencias volvieron la vida de Mariana, que ya era una preadolescente, todavía más caótica. Para ese entonces, una tía había emigrado de Entre Ríos y se había instalado con ellos.
“Era muy complicado vivir con ella, cuando me retaba me apretaba fuerte los brazos, me hacía doler. Todo el tiempo generaba situaciones para destruir a la familia”, hilvana Mariana. “Con los años me di cuenta de que lo hacía porque estaba atrás de mi papá, quería seducirlo y quedarse con él, por eso mi bronca, yo tenía 13 años”.
Las peores 24 horas de mi vida
Mariana ya estaba en estado de rebeldía total cuando se puso de novia con un adolescente del barrio y encontró en esa relación la atención que le faltaba. Lo que sigue es un plano secuencia: las 24 horas de terror que marcaron su vida para siempre.
“De un día para el otro ese novio me dejó, y a mí se me terminó el mundo. Era un abandono más en mi vida, imaginate. Yo me quería morir, literalmente, no tenía interés en seguir viviendo en esas condiciones”, confiesa.
“Así que fui a la mesada, abrí las puertas, busqué el veneno, no me acuerdo si era para cucarachas o para ratas pero sí que era una caja naranja. Saqué una grajeas, las disolví en un jugo de naranja y me lo tomé”.
Unos minutos después Mariana empezó a sentirse mal y llamó a una amiga. Cuando la chica llegó, le contó lo que había hecho, y fue así que terminó internada en el Hospital Vélez Sarsfield, donde le hicieron un lavaje de estómago y le salvaron la vida.
“Mi novio me había dejado el día anterior y esto fue a la mañana, así que pasé todo el día ahí con una sonda, estaba muy triste. Me acuerdo que fueron a verme mis tíos, mis padrinos, mi mamá, mis amigos, pero mi papá no: él no fue a verme al hospital”.
Le dieron el alta el mismo 9 de mayo de 1989, cuando ya había oscurecido. Cuando Mariana llegó a su casa su papá la estaba esperando de pie al lado de la puerta de su habitación, una celosía típica de las casas chorizo.
“Se acercó, me abrazó, me dio un beso en la frente y me dijo dos cosas. La primera fue ‘vamos a volver a empezar, quedate tranquila’. Después me dijo ‘ahora vamos a practicar las tablas’, porque yo ya había empezado el secundario y era muy mala en matemáticas”.
El hombre pronunció las dos frases y, mientras estaba desarmando el abrazo, empezó a respirar con dificultad.
“Yo seguía enojada entonces lo desestimé, le dije ‘no seas exagerado’”. Pero Paco, su papá, era asmático y cuando Mariana vio que respiraba cada vez peor corrió a llamar a un vecino para que lo llevara al mismo hospital del que ella acababa de volver.
“Agarró el auto y lo llevó en contramano a toda velocidad”, recuerda. “Pero no llegó, mi viejo murió en la puerta del hospital. 69 años tenía él, 13 yo”. Ella era la que había tomado el veneno esa mañana, pero no había sido ella la que había terminado muerta.
Si Mariana venía chocando contra todos los bordes, en los años que siguieron terminó de descarrilar.
“Fue muy difícil para nosotras sobrevivir sin él económicamente. Además, mi mamá me echó siempre la culpa de lo que había pasado. Tenía dos latiguillos que repetía: ‘Cría cuervos y te comerán los ojos’, y ‘ya mataste a tu padre, ahora me vas a matar a mí’”.
La culpa estuvo estancada ahí durante décadas y empezó a drenarse recién cuando Mariana descubrió la verdad que todos habían escondido.
“Es que en esa época yo había empezado a hacer preguntas y mi viejo era un tipo poderoso hacia afuera pero muy débil emocionalmente. Creo que la mentira ya le pesaba demasiado, le había caído la ficha de que se había mandado una gran cagada”.
Un motor hacia la verdad
Dos años después de la muerte de su papá, murió la madrina de Mariana, la mujer que había sido su “salvadora” en la niñez. Mariana tapó el dolor con más furia, se volvió cada vez más rebelde, dejó el secundario, “y empecé a estar todo el día en la calle, con malas compañías”.
Tenía 19 años cuando quedó embarazada de un joven al que apenas conocía. Él quiso interrumpir el embarazo, ella no. “Por alguna razón yo sabía que esa criatura iba a ser mi salvavidas”, cuenta a Infobae. “Así que seguí adelante. ¿Él? Él me acompañó hasta que pasó lo que pasó”, responde, y frena en seco otra vez.
“Yo ya estaba embarazada de seis meses y él seguía de joda. Una noche se fue y volvió al día siguiente, yo me enojé porque volvió recontra dado vuelta. En ese momento que llegaba apareció un patrullero, supongo que algún vecino lo habrá denunciado. Y él salió arando con la camioneta, chocó de frente contra un árbol y murió a dos cuadras de mi casa”.
Mariana llora por primera vez en la entrevista. No porque ese joven haya sido un gran amor sino porque otra vez puede desdoblarse y ver, a la distancia, la tristeza de esa chica que fue.
La beba -Camila- nació tres meses después del accidente fatal. “La verdad es que no fui muy buena madre al principio, pero a la larga ella me rescató, porque me alejó de toda esa gente”.
Fue una maternidad adolescente, solitaria y, por definición, dura, pero cuando la nena tenía 4 años, Mariana se puso en pareja de nuevo y logró fundar los cimientos de la estructura familiar que tiene hoy, la que siempre había deseado tener.
Con los años, esa pequeña hija creció y se convirtió en el motor para desenterrar aquel viejo secreto familiar.
Fue en 2010, cuando Camila ya tenía 17 años, que empezó a poner signos de pregunta sobre temas que su mamá tenía naturalizados. Sabía que siempre había dudado sobre su origen biológico, por lo que le insistió para que fuera a hacer preguntas antes de que todos los que podían saber algo murieran.
“La cosa es que fui a preguntarle a un tía. ‘Tía, ¿vos sabés si yo soy hija biológica de Julia y de Paco?’. Y la tía me contestó con otra pregunta: ‘Y si no fueras, ¿de qué te serviría saberlo ahora?’. A mí no se me movió un pelo, sentí que no me había contestado nada, pero cuando le conté a mi hija me dijo ‘¡esa es la respuesta!”.
El paso siguiente lo dio Camila, que fue hasta la casa de quienes habían sido siempre los vecinos de su mamá y dijo: “¿Viste que mamá no es hija de la abuela?”. Era una pregunta pero la vecina entendió que era una afirmación y contestó: “Ay, menos mal que ya se enteró, no me quería morir con ese secreto”.
Todos, repitieron, habían callado por miedo. Como el papá de Mariana confeccionaba en el taller de costura las hombreras de los uniformes militares para Campo de Mayo, estaban convencidos de que esa bebé que había llevado un día de 1975 era hija de desaparecidos.
El ADN que Mariana se hizo en el Banco Nacional de Datos Genéticos, sin embargo, dio negativo. Y ahora que Paco y Julia estaban muertos y muchos sentían que por fin podían soltar la lengua, un tío le aseguró que la cosa venía por otro lado.
“Me contó que mi viejo había pagado mucha plata por mí, que había ido a comprarme a la casa de una partera”. El dato tenía sentido porque la partera que figura en su partida de nacimiento es Ofelia Pintos Lemos, una de las llamadas “parteras del horror”, un eslabón clave de la red de profesionales que vendía bebés recién nacidos en plena Ciudad de Buenos Aires.
Mariana empezó a investigar desesperadamente y se dio cuenta de que no había sido la única. Así se unió a los grupos “Por nuestra identidad” y “Unidos, víctimas Red de parteras”, donde hay otros “hijos apropiados” como ella y fue a contar su historia a “Los unos y los otros”, el programa que conducía Andrea Politti, con la esperanza de encontrar a alguien de su familia biológica.
Hasta ahora, sin embargo, sólo logró conocer un fragmento más de la historia, uno insólito.
En su búsqueda, Mariana encontró al hijo de esa partera, Ricardo, al que varios buscadores fueron a visitar en 2019 para ver si recordaba algo de lo que sucedía en su casa cuando era chico. Ricardo, increíblemente, recordaba perfectamente a Paco, “el porteño putañero”, el padre de Mariana.
Sabía, de hecho, un dato sobre él que sólo conocía el círculo íntimo. Sabía, por ejemplo, que Paco venía de una “familia bien” y que, cuando era joven, lo habían querido casar con una chica de San Isidro y había huido de la boda.
“Lo conocía bien, era él, no había dudas”, sonríe Mariana. “Me dijo ‘vino a buscarte pero vos no eras para él, eras para tu madrina’”, cuenta.
“Parece que en el momento en que mi viejo llegó a casa, mi mamá quiso quedarse con la beba y le ganó de mano a mi madrina. Por eso se odiaban tanto ellas, y por eso yo pasaba tanto tiempo en la casa de mis padrinos, era como una tenencia compartida, ¿me entendés el caos que fue mi infancia?”.
Para qué se la quedaron si después la dejaron criarse en soledad, sin estructura familiar, es algo que todavía Mariana no logró comprender.
Desde entonces sigue en estado de pregunta. “No busco personas, no busco a una mamá ni a un papá, lo que busco es la historia: mi origen, que está lleno de incógnitas”, se despide.
Pero no es sólo eso, lo individual, porque hoy ninguno de los hijos apropiados por fuera de la última dictadura tiene cómo buscar, ni siquiera un lugar público donde dejar una muestra de ADN y cruzar los dedos. “Por eso busco que el Estado nos reconozca como víctimas, que nos brinde políticas seguras para abandonar este limbo y caminar sobre suelo firme, al menos una vez en la vida”.
SEGUIR LEYENDO: