No llegó al poder total por elecciones libres. De hecho, cuando Adolf Hitler accedió a la presidencia de Alemania de la que ya era canciller, no existía ningún otro partido que el nazi, el NSDAP Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores. Hitler nunca ganó una elección que le hubiese permitido ocupar los cargos que tenía, canciller y presidente. Tampoco llegó a través de un golpe de Estado. Usó las leyes, exprimidas hasta el aplastamiento, para acceder al poder total: una estrategia tal vez ilegítima, pero no ilegal.
El 19 de agosto de 1934, hace ochenta y ocho años, un plebiscito le dio a Hitler el cargo de presidente de Alemania con el ochenta y nueve por ciento de los votos. Era el final de un camino surcado por la sangre, la persecución y los asesinatos, y el principio de otro camino, fraguado igual, que llevaría a la destrucción de Alemania. El apoyo popular no fue el único bastión que sostuvo a Hitler: tuvo a su favor a grandes empresas, a la industria del acero, a la “vieja Alemania” que se negaba a cambiar, a un sector de la iglesia católica y a una burguesía que estaba segura de poder dominar al monstruo que alimentaba. Fue un trágico error.
En 1930, Alemania se debatía en la crisis económica, la propia y la agregada que le caía como una lluvia fatal después del crack financiero de Wall Street de 1929. La llamada Gran Depresión, que así se llamó aquel desastre mundial, llenó a Alemania de desempleados, de hambre, de pobreza y de indigentes. El gobierno de la llamada República de Weimar, una alianza del comunismo y el socialismo alemán que siguió a la derrota en la Primera Guerra Mundial, fue incapaz de resolver el drama económico y, lo que fue peor, lo agudizó. Los desacuerdos en el Parlamento hicieron imposible la sanción de nuevas leyes, el país, devorado por la inflación, una estampilla de correos llegó a costar un millón de marcos, estaba partido en dos; fueron los años de intentonas golpistas de la derecha y la izquierda y los años en los que los alemanes perdieron la fe en sus dirigentes políticos.
Ese fue, a grandes rasgos, el caldo de cultivo para el surgimiento de Hitler y del NSDAP. En las elecciones parlamentarias de septiembre de 1930, los nazis obtuvieron el dieciocho por ciento de los votos. Era nada. Pero corrió un escalofrío por la columna vertebral del país, que veía a los nazis como violentos y marginales. Los comunistas no se quedaban detrás, ni en violencia ni en marginalidad, de modo que los choques callejeros entre unos y otros fueron moneda corriente. Mientras los nazis ganaban más adhesiones. ¿Qué prometían? Enderezar la economía, volver a dar trabajo a los alemanes, devolver al país su perdida realidad de gran potencia europea y mundial, recuperar los territorios perdidos en la Primera Guerra, un gobierno fuerte y con autoridad y la unidad de todos los alemanes bajo fundamentos raciales y étnicos.
La vieja estructura política alemana, encarnada por el entonces presidente del Reich, el mariscal Paul von Hindenburg, un viejo patriarca del extinguido imperio del kaiser Guillermo, que tenía 85 años en 1933 resistió hasta que pudo los embates de Hitler para convertirse en canciller. Un triunfo electoral comunista en noviembre de 1932 y las amenazas y presagios nazis sobre una inminente guerra civil, lo hicieron ceder. Hitler se convirtió en canciller del Reich, cabeza del gobierno, en enero de 1933. Desde entonces, Hitler no tuvo otra ambición que la de convertirse en dictador. Tenía una estrategia planificada paso a paso: quería el poder total. Las fuerzas conservadoras alemanas toleraron su avance, convencidas de poder domar sus impulsos. Franz von Papen, un viejo militar y diplomático que había convencido a Hindenburg para que nombrara canciller a Hitler, fue advertido por las principales figuras de su partido de lo peligroso que podía ser para Alemania que el flamante canciller estuviese al frente de un gabinete de figuras nombradas, y fieles, a él. “Te estás poniendo en manos de Hitler”, le dijo uno de sus allegados. “No te equivoques. Sólo lo tenemos contratado”.
Esa idea de dominar a Hitler, esa especie de doctrina von Papen, está reflejada en una escena inolvidable de la película “Cabaret”, dirigida por Bob Fosse y protagonizada por Liza Minnelli, Michael York, Joel Grey, Marisa Berenson y Helmut Griem, entre otros. Cuando Brian (York) acompaña a un festival campestre a Maximiliam, el aristócrata bisexual encarnado por Griem, un chico de rostro angelical canta “Tomorrow belongs to me – El mañana me pertenece”, y poco a poco, vestido con el uniforme pardo de las SA, las fuerzas de choque de los nazis, se transforma en un fanático irreductible. Brian y Maximilian se van, Brian quiere saber: “¿Estás seguro de que van a poder controlarlos” Y el aristócrata muy molesto, le contesta: “Seguro. Al final, nosotros vamos a triunfar”. “¿Quiénes somos “nosotros”, quiere saber el joven británico. Y el noble: “¡Alemania, por supuesto!”
No fue así. Desde su llegada a la Cancillería del Reich, Hitler puso a Alemania a practicar un curso rápido de nazismo. El 27 de febrero de 1933, a casi dos meses de su nombramiento, un incendio que destruyó el Reichstag, el Parlamento alemán, sirvió para culpar a las fuerzas comunistas de intentar dar un golpe de Estado. El incendio siempre estuvo bajo sospecha de haber sido inducido o provocado por los nazis. De todos modos, un joven comunista holandés desempleado, Marine van der Lubbe fue juzgado y ejecutado. El 5 de marzo unas elecciones parlamentarias dieron a los nazis el cuarenta y cuatro por ciento de los votos, insuficientes para formar gobierno. Diez días después, Hitler prohibió el partido comunista y decenas de miles de alemanes fueron detenidos y enviados a uno de los primeros campos de concentración, el de Dachau, que luego brotarían en Alemania y Europa del Este.
El 23 de marzo, Hitler logró que el Parlamento aprobara la llamada “Ley de Poder”. El instrumento le permitía al canciller promulgar leyes durante los siguientes cuatro años, sin necesidad de recurrir a los legisladores y sin interferencia alguna del presidente del Reichstag, el anciano Hindenburg. Por 444 votos a favor y 94 en contra, el Parlamento alemán, rodeado por los camisas pardas de las SA y los camisas negras de las SS, votó su certificado de defunción.
El 1 de abril el gobierno alemán inició una campaña nacional de boicot a productos y comercios judíos, en el que fue el primer paso de la política antisemita que iba a derivar en el Holocausto. En julio, no hubo en Alemania más partidos políticos que el NSDAP, la democracia alemana había dejado de existir y Hitler iba en camino a convertirse en dictador y los alemanes lo miraban, y lo veían, de otra forma. “No se puede negar: ha crecido -anotó en su diario el escritor Erich Ebermayer- Del demagogo y el jefe de partido, el fanático y el agitador, parece estar surgiendo el verdadero jefe de Estado”. En una carta personal, el cardenal Michael von Faulhaber dijo a Hitler: “Lo que el viejo Parlamento y los partidos no consiguieron en sesenta años, lo ha conseguido vuestra clarividencia de estadista en seis meses”. Y Franz von Papen, aquel que decía que habían “contratado a Hitler”, le escribió en noviembre de 1933: “En nueve meses, el talento genial de vuestra jefatura y los ideales que habéis vuelto a emplazar ante nosotros, han conseguido convertir a un pueblo interiormente desgarrado y sin esperanza, en un Reich unido”.
Antes de su asalto final al poder, Hitler se deshizo de la que había sido su fuerza de choque, la SA de las camisas pardas. La nueva jerarquía nazi ya incluía a Herman Göring, a Heinrich Himmler, a Rudolf Hess y a las SS de uniformes negros diseñados por Hugo Boss. La guerra interna apuntaba al jefe de los SA, Ernst Röhm, a quien le adjudicaban deseos, e intenciones, de suplantar a Hitler y supuestas relaciones con el embajador francés Francois Poncet. El 28 de junio de 1934, conscientes y temerosos de que las SS planeaban destruirlos, tres mil SA salieron a la calle en Múnich al grito de “El Führer está contra nosotros, los SA, a la calle”. Hitler lo tomo como una traición y se largó a Bad Wiessee donde las SA participaban de una convocatoria hecha por él mismo. Llegó en tres autos, junto a Joseph Goebbels, a Rudolf Hess y a una patrulla policial, a las seis y media de la mañana. Röhm y los jefes de la SA dormían después de una noche de bebida abundante. Hitler entró, pistola en mano, en la habitación de Röhm, lo acusó de traidor y le dijo que estaba detenido. Edmund Heines, dirigente de la SA de Breslau también fue sorprendido en su cama, junto a un muchacho, una escena que luego Goebbels aprovechó muy bien. Heines y su acompañante fueron ejecutados en el acto. Los detenidos fueron enviados a la cárcel de Stadelheim y ya entrada la mañana, seis de ellos fueron fusilados por orden de Hitler, que había marcado con cruces sus nombres en una lista. No les dijeron mucho a los condenados, sólo: “Han sido condenados a muerte por el Führer. ¡Heil Hitler!”.
A Röhm lo metieron en una celda, acusado por Hitler en persona de haber recibido un soborno de doce millones de marcos de parte de los franceses. Hess pidió matar él mismo a Röhm. Hitler midió el desprestigio que podía acarrearle matar a quien había sido su mano derecha, y no ordenó su muerte, que era inevitable. Mientras el Führer cavilaba, en Berlín y Múnich se había lanzado la caza de los SA. En cuanto regresó a Berlín, Goebbels, junto a Göring, puso en funcionamiento los “escuadrones de la muerte” en la capital y en el resto del país. Era la “Operación Colibrí”. En la Cancillería, un grupo de la Gestapo había asesinado al vicecanciller Herbert von Bose. Edgard Jung, un opositor al nazismo que poco tenía que ver con las SA, también fue asesinado: su cadáver fue hallado en una zanja cerca de Oranienburg. La matanza excedió el círculo de las SA porque lo que Hitler buscaba era allanarse el camino hacia el poder total. El jefe de la Acción Católica, Erich Klausener, que había sido jefe del departamento de policía del ministerio del interior prusiano, fue acribillado por un comando de las SS. Gregor Strasser, que había sido presidente del NSDAP y, de alguna forma, era rival de Hitler lo mataron a balazos en una celda del cuartel general de la Gestapo. Ritter von Kahr, antiguo adversario de Hitler en Múnich, fue llevado a la rastra de su casa por hombres de las SS: fue hallado muerto a machetazos cerca de Dachau. El crítico musical Wilhelm Eduard Schmid fue asesinado por error: lo confundieron con el doctor Ludwig Schmitt, que había sido seguidor de Strasser. También fue asesinado, aunque nuca se supo por qué, uno de los primeros seguidores de Hitler, Pater Bernhard Stempfle, que años antes había ayudado a corregir las pruebas de “Mein Kampf”, el libro que fue base del movimiento nazi. Así fue, en esencia, la matanza que pasó a la historia como “La noche de los cuchillos largos”, que duró más de una noche y en la que murieron cerca de trescientas personas en toda Alemania.
Hitler regresó a Berlín a las diez de la noche del 30 de junio, cansado, demacrado, sin afeitar. Lo esperaban Göring, Himmler y “una guardia de honor”. Fueron los dos jerarcas nazis quienes presionaron a Hitler para que matara a Röhm, que seguía preso y clamaba por su inocencia. Hitler lo aceptó el 1 de julio, pero prefirió que le diesen a Röhm la oportunidad de suicidarse. Theodor Eicke, comandante del campo de concentración de Dachau, recibió la orden de viajar a Stadelheim y darle esa chance el ex jefe de las SA. Viajó con su ayudante, Michael Lippert. Dejaron sobre la mesa de la celda de Röhm una pistola, pero Röhm no tenía ninguna intención de matarse. Eicke y Lippert volvieron a entrar a la celda donde el condenado esperaba con el pecho desnudo, apuntaron con cuidado y dispararon. Más tarde, el comunicado de Hitler decía: “Al antiguo jefe de estado mayor, Röhm, se le dio la oportunidad de asumir las consecuencias de su conducta traicionera. No lo hizo así y fue por lo tanto ejecutado”. Hitler no fue ni tan formal ni tan prolijo en su discurso ante el Reichstag. Explicó así la Noche de los Cuchillos Largos: “Di la orden de fusilar a los máximos culpables de esta traición y di orden, además, de quemar hasta la carne viva las úlceras de nuestro pozo de veneno interior”.
Con el viejo presidente Hindenburg agonizante, Hitler se lanzó a la toma del poder y el 1 de agosto de 1934, un mes y tres días después de los cuchillos largos, hizo que sus ministros firmaran una nueva ley que de alguna forma se sumaba a la Ley de Autorización, que estipulaba que los derechos del presidente del Reich, los de Hindenburg, se mantendrían intactos. Este nuevo agregado estipulaba que, a la muerte de Hindenburg, el cargo de presidente del Reich quedaría unido al de canciller del Reich, si así lo confirmaba “el pueblo alemán en un plebiscito libre”. Hindenburg murió al día siguiente, 2 de agosto. El 19, el plebiscito popular lo aprobó, y Hitler se convirtió así en canciller y presidente del Reich y, lo más importante, comandante supremo de sus fuerzas armadas.
Casi nadie alzó la voz. Sí lo hizo en cambio Erich von Ludendorff, un general líder de los nacionalistas que había participado del intento de golpe de Estado de Hitler en Múnich, en 1923, y se había alejado de él luego de que el futuro Führer lo acusara de ser masón. Cuando Hitler fue nombrado canciller, Ludendorff escribió una larga carta a Hindenburg en la que gritaba: “Yo le profetizo solemnemente que este hombre maldito precipitará a nuestro Reich en el abismo y hundirá nuestra nación en una miseria inconcebible. Las generaciones futuras os maldecirán en vuestra tumba por lo que habéis hecho”.
Nadie lo escuchó. El huevo de la serpiente crecía sano y fuerte. Y el cascarón había empezado a resquebrajarse.
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