Hay tantos tipos de familias que la categoría “familia tipo” ya parece un mueble viejo. Sin embargo, todos sabemos bien a qué se refiere, de hecho todavía la vemos en los stickers que se pegan en las colas de los autos. “Familia tipo” es mamá, papá y dos hijos, nada por fuera de eso. Así era la familia de Eduardo y Rocío y sus dos pequeños hijos cuando llegó Zoe, la niña trans que pateó las estructuras de todos.
Es la mañana de un jueves caluroso de invierno y la familia enciende la cámara para conversar con Infobae desde su casa, en Córdoba Capital. De un lado está Eduardo, que tiene 37 años y atiende el bar de una escuela; del otro está Rocío, que tiene 41 y trabaja en un pequeño emprendimiento. En el medio, un poco a upa de cada uno, sonríe Zoe, la menor de sus 3 hijos.
Zoe tiene 10 años, el pelo rubio y larguísimo y sonríe tanto que se nota que está entusiasmada. Cuando nació todos creían lo que había indicado la ecografía: básicamente, que había llegado a la familia el tercer hijo varón. Sin embargo, apenas pudo expresarse, Zoe mostró que no lo era.
Hay varias razones detrás de su entusiasmo. Por un lado, está por contar su historia públicamente por primera vez; por otro, le encanta la idea de que en la semana del Día de la Niñez se vean las niñas y los niños de siempre pero también las infancias como la de ella, es decir, las “infancias trans”.
Distinta
“Nosotros teníamos dos hijos chicos cuando nació, el mayor tenía 5 años y el menor 2. Sabíamos cómo era un hijo varón y la verdad es que Zoe siempre se mostró distinta”, cuenta a Infobae Rocío Bastos, su mamá.
“A los 3 años ya se notaba: sacaba toda la ropa de mi ropero, la tiraba al piso y elegía qué ponerse. ¿A qué jugaba? Se ponía mis remeras y se ataba un cinto para que le quedara como un vestido”, describe. El papá de Zoe agrega: “También se ponía toallones en la cabeza para que pareciera que tenía pelo largo”.
Zoe se ríe cuando escucha el relato de sus padres: como siempre supo que era una nena, sólo ve ahí travesuras.
Lo cierto es que ni los juguetes ni los juegos que le gustaban eran los mismos que habían elegido sus hermanos. “A ellos les gustaba el fútbol, Zoe quería patinar”, cuenta Rocío. “Así que de a poco fuimos procesando lo que veíamos, digiriendo. Hasta que en un momento, cuando ya tenía 4 años, nos sentamos y dijimos ‘bueno, hay algo acá, algo está pasando, no es igual a sus hermanos’”.
Mamá Rocío y papá Eduardo, que en ese entonces tenían 31 y 27 años, se encerraron en su habitación y tuvieron una charla en la que pudieron ponerle nombre a lo que estaba pasando. “Yo le dije al Edu ‘mirá, no estamos hablando de un chico gay, esto es más allá, creo que es una niña trans’. Aunque ninguno de los dos teníamos prejuicios, fue una conversación así como… angustiosa”.
Rocío no conocía a ninguna criatura así, sólo había tenido a una vecina trans adulta que había sido la peluquera del barrio de su infancia. Eduardo venía de una familia evangélica, nunca había escuchado una historia como la que veía en su casa.
“Yo tenía primos gays pero bueno, no era gay, era otra cosa. Me costó un poco más que a ella, cada uno tiene su proceso”, sigue el papá. “Pero la verdad es que lo acepté bien porque Zoe se manifestaba así desde muy chiquita”.
Uno de sus miedos era al “qué dirán” y tenía razón: “Me dolió mucho que mis hermanos me dijeran que estaba mal lo que estábamos haciendo, que eran cosas de chicos, que los chicos no tienen poder de decisión, que el que nace varón tiene que ser varón y todos esos prejuicios. Ellos no la vieron crecer, en cambio mi mamá, que la vio desde chiquita, lo entendió. Sabía que no era cosa nuestra, o sea, hiciéramos lo que hiciéramos, Zoe era Zoe”.
Mamá y papá borraron del mapa a los de afuera y, todavía encerrados en su habitación, eligieron un camino. “Nosotros tenemos que tomar la decisión de acompañarla o de soltarle la mano”, dijo Rocío. “Y yo a mi niña tan pequeña no le voy a soltar la mano nunca”.
Zoe escucha con calma: como sus padres siempre la acompañaron le parece “lo natural”. Sus padres, en cambio, que en estos años conocieron a mujeres trans y travestis adultas, saben que acompañar no es una obviedad.
“Todas estas mujeres trans adultas que fuimos conociendo nos contaron que de niñas estaban amenazadas de muerte por sus padres, que les pegaban si se mostraban amaneradas, que habían tenido que dejar el colegio y que la prostitución, aún siendo niñas, era la única salida. Creo que gracias a lo que nos cuentan ellas muchas mamás y papás de ahora reaccionamos”.
Una niña trans en la familia
Zoe tenía 4 años y, para el afuera, seguía siendo un varón. Fue a esa edad que su mamá la retó.
“Yo quería decirle que no tirara más mi ropa al piso pero pensó que la estaba retando por usar ropa de mujer. Y me miró con unos ojitos tan tristes…”, recuerda Rocío. Esa tristeza en su mirada fue el disparador de la charla que siguió.
Lo cuenta Zoe: “Yo me acuerdo que estaba vistiéndome con la ropa de mi mamá, y mi papá me llamó y me dijo ‘¿vos querés ser una niña trans?’. Yo lo escuché y me sentí feliz, ¿por qué tenía que ser otra cosa si yo me sentía una niña normal y me sentía feliz jugando con vestidos?”.
La felicidad de la que habla no era porque en casa no la dejaran ser sino por lo que pasaba en el jardín: “Tenía una seño que no me dejaba jugar con los juguetes de niñas. Un día me dijo ‘no, vos sos un varón y tenés que jugar con los juegos de varones’. A mí no me gustaban las motos, las pelotas y todo eso, yo quería ir a jugar con mis amigas, y mis amigas eran las niñas”.
Lo que siguió fue “una transición lenta, pasito a pasito, a su tiempo”, cuenta su mamá. “Yo elegí mi nombre, Zoe Zafiro”, interrumpe la nena. La elección no está sacada de un cuento de princesas sino que es un homenaje al amor de amigas: “Así se llama una compañerita que siempre me apoyó”, cuenta la nena.
Nadie tiró toda su ropa de antes y la reemplazó por ropa nueva “de nena” sino que la dejaron ahí, para que fuera ella quien decidiera cómo quería vestirse y desde cuándo. Con el tiempo, la mamá de una amiguita le pasó ropa, unos zapatitos.
“Me sentía extraña con ropa de varón, incómoda”, cuenta Zoe, aunque sólo usaba la ropa “de nena” cuando sentía que iba a “lugares seguros”: la casa de una tía, la feria.
Zoe empezó primer grado en una escuela pública y tuvo “la suerte” -dice su mamá- de que en esa escuela había una seño trans llamada Daniela. “Yo con ella me sentía cómoda, tenía el pelo como yo, era como yo”, dice Zoe y se acaricia el pelazo. “Cuando sea grande también quiero ser maestra, pero de música”.
La seño trans funcionó como un espejo, allanó el camino con las autoridades y fue así que, cuando ya estaba en segundo grado, Zoe se animó a ir al colegio con las calzas que había usado siempre en su casa.
También su maestra, que era muy amiga de la seño trans, hizo que las cosas fluyeran con movimientos simples: por ejemplo, dejó de dividir a los alumnos en la fila de varones y en la de nenas para armar “una sola fila, mientras que sea ordenada”.
“Con mis compañeros no hubo ningún problema porque ellos ya lo entendían, yo era como la seño Dani”, cuenta Zoe. “Yo antes me sentía triste y enojada cuando no me dejaban jugar con las Barbies, o con los castillos. Ahora estaba feliz porque podía vestirme como quisiera y jugar con lo que quisiera”.
El colmo de la burocracia
Fue el año pasado, cuando Zoe ya estaba por cumplir 9 años, que la familia decidió hacer los trámites para cambiar su nombre y su género en su DNI y rectificar la partida de nacimiento. Hacía tiempo que iba a la Casita Trans de Córdoba, por lo que conocía otras niñas y niños como ella.
“Nunca habíamos tenido apuro pero ya lo necesitábamos”, dicen a coro los padres. “Era hartante tener que dar explicaciones todo el tiempo: cuando vas al médico, cuando vas a hacer un trámite, cuando vas a anotarla en la escuela, en la colonia de verano”, enumera Rocío.
Pero lo que sucedió -sigue la mamá de Zoe- fue “de una violencia tremenda”. Como le tocaba hacer la actualización de los 8 años, en vez de hacer el DNI directamente con su identidad de niña, la obligaron a actualizarlo primero con sus datos de varón y luego corregirlo.
“Le hicieron meter el pelo en la capucha, sacarse los aritos y firmar con su nombre de varón. Ella desde los 4 años se llamaba Zoe, no sabía escribir el nombre de varón, si nunca lo había escrito…”, cuenta el papá.
Aquello de “son cosas de chicos”, “no les tienen que llevar el apunte”, “¿y si se arrepienten?”, pasó a ser para la familia un mito. “Sus hermanos no sólo la entienden sino que la protegen. La conocieron siempre así, lo hemos hablado con ellos: nadie se imagina que algún día Zoe se va a arrepentir”, dice su papá.
“Es que no es una forma de ser. Es ‘ser’, lo que ellos te muestran es lo que son”, desmenuza Rocío. “Muchos usan esas expresiones despectivas, tipo ‘a esa edad no saben quiénes son’. Te aseguro que saben perfectamente quienes son”, dice y Zoe asiente con la cabeza.
El desafío ahora es ver qué viene después, cuando llegue la pubertad y comiencen los cambios físicos.
“Estamos viendo si quiere usar bloqueadores o no, viendo los pro y los contra, porque nadie está obligado a pasar por una hormonización para verse de determinada manera. Zoe no tiene problemas con su cuerpo pero bueno, no tiene problemas con este cuerpo de hoy, un cuerpo de niñe, no sabemos qué va a sentir cuando empiece a desarrollarse”, se despide su mamá.
Lo que quiera hacer será, otra vez, su decisión.
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