Hacía ya tantos años que era el único huésped de aquella fortaleza convertida en prisión, la cárcel de Spandau, en Berlín Occidental; hacía ya tanto tiempo que aquel anciano que había encarnado el espíritu de la barbarie nazi, se había marchitado como una hoja en otoño; hacía ya tanto que su nombre, Rudolf Hess, había caído casi sin regreso en el pozo del olvido; tardaba tanto la muerte en llevárselo, con una piedad inexplicable que él no había tenido jamás para sus víctimas, que aquella cárcel de piedra había aflojado sus cimientos, había aceitado sus rejas, se había convertido en un hogar para el anciano nazi.
Primero, en 1981, colocaron un ascensor para que a sus ochenta y seis años pudiera acceder al patio con mayor facilidad a sus paseos diarios, esa diaria certificación de que el sol salía cada mañana y que aún corría aire puro. En 1982 y dada su salud, designaron un equipo de enfermeros permanentes para su atención. Después, instalaron en el jardín de la fortaleza una especie de casa, basta y ruda, pero indispensable para que los veranos feroces fuesen un poco más apacible que la celda; luego, las autoridades de los países aliados, Estados Unidos, Gran Bretaña, la URSS, Francia y Canadá, que ocupaban el mando de la prisión en forma periódica, convirtieron aquella “casa de verano” en un salón de lectura, para que el viejo prisionero pasara allí más tiempo que tras las rejas: en 1987 llevaba en Spandau cuarenta y un años, la mayor parte de ellos como preso en soledad.
El 17 de agosto de 1987, Rudolf Hess, de noventa y tres años, entró a la casa de verano, quitó del enchufe el cable de extensión de una de las lámparas, ató un extremo al estilo de una ventana, y se ahorcó.
Dejó una breve nota para su familia, en el interior de uno de sus bolsillos, en la que agradecía todo cuanto habían hecho por él en su largo encierro. Las potencias aliadas ratificaron, en un comunicado dado un mes después, que la muerte de Rudolf Hess había sido un suicidio. Las dudas, suicidio o asesinato, subsistieron muchos años y, como suele ocurrir en estos y en otros muchos casos, la persistencia de la duda sacraliza la confusión. De eso, Hess sabía mucho: había hecho de la duda una conducta permanente a lo largo de su extraña vida.
Junto a la decisión de colgarse, se llevó a la tumba uno de los más grandes secretos de la Segunda Guerra Mundial y otro acaso mayor: quién fue en realidad Rudolf Hess, mano derecha de Adolf Hitler, uno de los ideólogos creadores del nazismo, miembro fundacional del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP), seguidor fiel de los postulados del Tercer Reich y desertor a Inglaterra en marzo de 1941, en la más extraña misión de guerra que todavía permanece en el misterio.
Había nacido en Alejandría, en el Egipto bajo dominio británico, el 26 de abril de 1894. Su padre era un comerciante próspero de Baviera, que lo envió entre 1900 y 1908 a un internado cerca de Bonn. Esas cosas forjan una personalidad. Hess demostró interés por la ciencia y las matemáticas, pero el padre lo impulsó a estudiar comercio en Suiza: lo quería como parte activa de su empresa, Hess & Co.
La Primera Guerra Mundial se llevó todo por delante. Hess se alistó en el Séptimo Regimiento de Artillería de Baviera, luchó contra los británicos en batalla legendarias, como la del Somme y la de Ypres; fue transferido a la infantería, ganó una Cruz de Hierra, fue herido tres veces en combate, alcanzó el grado de suboficial mayor, peleó en Verdún, fue herido de nuevo y casi pierde la vida, pasó varios meses en hospitales y pidió recibir adiestramiento como piloto, que recibió entre marzo y junio de 1918: en octubre lo destinaron a un escuadrón bávaro de biplanos Fokker D.VII, donde lo sorprendió el final de la guerra, en noviembre, y la derrota alemana.
Vivió la desastrosa experiencia socialista de la República de Weimar y participó de batallas callejeras entre grupos de derecha, como los Freikorps y grupos de izquierda que luchaban por el control del Estado bávaro. Dirigió un grupo antisemita que repartía panfletos en Múnich. Era un joven de veinticinco años sin destino casi, hasta que se decidió a estudiar Historia y Ciencias Económicas en la Universidad de esa ciudad. Su profesor de geopolítica, Karl Haushofer, un ex general del ejército, lo instruyó en el concepto de Lebensraum, o “espacio vital”, que sostenía la idea de que Alemania debería conquistar por la fuerza parte de Europa Oriental. En una de las pocas definiciones que dio sobre su vida, Hess dijo que Egipto lo había hecho nacionalista, la guerra lo había hecho socialista y Múnich lo había convertido en antisemita.
En 1920 vio y escuchó hablar por primera vez a Adolf Hitler: quedó fascinado por su oratoria, su personalidad y sus ideas. Compartía con aquel agitador austríaco la teoría que afirmaba que Alemania había perdido la guerra no a causa de su fracaso militar, sino herida por una “puñalada por la espalda” dada por una conspiración de judíos y bolcheviques. Hess se unión de inmediato al NSDAP, como miembro número dieciséis, y ató su destino al de Hitler. Le salvó la vida, y casi pierde la suya, el 4 de noviembre de 1921, cuando una bomba colocada por un grupo marxista casi mata a los líderes del NSDAP durante un acto partidario.
En el intento de golpe de Estado, conocido como el “putsch de la cervecería”, el 8 de noviembre de 1923, Hess estuvo codo a codo con Hitler en las calles de Múnich. Terminó, como Hitler, detenido y sentenciado a dieciocho meses de prisión. Hitler fue condenado a cinco años de cárcel. Fue en la prisión de Landsberg donde Hitler empezó a escribir sus jóvenes memorias, que fueron un manifiesto político, conocido como “Mein Kampf” – “Mi lucha”, que dictó a Hess, que también colaboró en la redacción: su agresivo mensaje antisemita y la certeza de que sólo por la fuerza, y a expensas de Rusia, Alemania conseguiría el vital territorio europeo imprescindible para su expansión, fue la base política del NSDAP. El drama de la Segunda Guerra Mundial ya estaba escrito y anticipado desde 1925. Hess acompañó a Hitler en sus giras políticas por todo el país, se convirtió en amigo y confidente, era una de las pocas personas que podían ver al Führer sin cita y, en diciembre de 1932, fue nombrado comisionado central del NSDAP.
Cuando Hitler se convirtió en canciller del Reich primero, y en dictador después, Hess fue nombrado su lugarteniente y ministro sin cartera del Tercer Reich. Fue responsable de Asuntos Exteriores, de Finanzas, de Salud y Educación y de Asuntos Jurídicos. Fue redactor de los principales decretos de Hitler y los firmó junto al Führer. Era el principal orador en las celebraciones anuales de Núremberg que recordaban el nacimiento del nazismo; fue delegado de Hitler en negociaciones con los industriales y banqueros más poderosos.
Cuando el régimen nazi empezó a perseguir a los judíos, ni bien asumió Hitler como canciller en enero de 1933, fue la oficina de Hess la que redactó las leyes de Núremberg de 1935, leyes raciales que prohibieron el matrimonio entre alemanes no judíos y judíos, privaron de su ciudadanía a los no arios y apartaron a los judíos de la vida social, política y cultural de Alemania. Hess hizo una excepción a su rigurosa e infranqueable política antisemita: eximió de cumplir con esas leyes a su antiguo profesor de geopolítica, Karl Haushofer, casado con una mujer que era “mitad judía”.
No se preocupó por construir poder, ni por hacerse de una pandilla de seguidores, algo tan común en los populismos: su lealtad era con Hitler. ¿Cómo era Hess? Vivía obsesionado por su salud; bordeaba, y a veces invadía, la hipocondría: consultaba infinidad de médicos y “afines”, brujos y curanderos, porque estaba muy interesado en la clarividencia, la astrología y lo oculto. Llevaba una lista, y la mostró a sus captores británicos, con sus males relacionados con los riñones, el colon, la vesícula biliar, los intestinos y el corazón; era vegetariano, no fumaba y no bebía; a sus encuentros gastronómicos con el Führer llevaba su propia comida, a la que calificaba como “biológicamente dinámica”, como Hitler no aprobaba esa manía: Hess dejó de comer con él. Lejos de ser un hombre de acción tal como ordenaban los códigos arios, los de las SS, o los de la Whermacht, Hess estaba interesado por la música, le gustaba leer, prefería emplear su tiempo libre en largas caminatas con su esposa Ilse, con quien se había casado en diciembre de 1927 y con quien tenían un hijo, Wolf, que nació en 1937. También gustaba del senderismo, o de escalar montañas. Esa conducta de Hess, acaso bucólica, sumada a cierta ineficacia en asuntos prácticos, le valieron un mote insultante entre el nazismo rampante: “La señorita Hess”. Algunos historiadores creen entrever entre Hitler y su mano derecha, una relación homosexual acaso platónica, reprimida en todo caso, o suprimida.
Ya lanzada la Segunda Guerra, con la Alemania exitosa que arrasaba Europa, hacia el Este, pero buscaba someter primero a Gran Bretaña, Hess perdió el predicamento que tenía ante Hitler: era un guerrero para los tiempos de paz, y ahora hacían falta otros líderes. Su lugar junto a Hitler fue ocupado por Hermann Göring, por Martin Bormann, por Heinrich Himmler.
Hess, que sabía que Hitler planeaba invadir la URSS de José Stalin, pensó, tal vez con acierto, que Alemania no podía ganar una guerra abierta en dos frentes, el europeo y el soviético. Y, según la historia oficial, en 1941 intentó por su cuenta y riesgo una alianza con Gran Bretaña, devastada por los bombardeos nazis; encaró una misión personal para convencer a Winston Churchill de las ventajas de una alianza con Hitler para combatir, juntos, el comunismo soviético. Si había alguien en el mundo incapaz de aliarse con Hitler, ése era Churchill.
Pero Hess había consultado con Albrecht Haushofer, hijo de su antiguo profesor, quien vio con buenos ojos la intempestiva visita de Hess a Gran Bretaña, porque iba a ser intempestiva. Incluso Albrecht dio a Hess el nombre del aviador Douglas Douglas-Hamilton, duque de Hamilton, para que lo contactara una vez en Inglaterra. En septiembre de 1940, Hess le escribió al duque una carta que fue interceptada por el espionaje inglés y que Hamilton no vio hasta junio de 1941, cuando ya Hess era prisionero del rey.
El 10 de mayo de 1941, a las seis menos cuarto de la tarde, Hess despegó desde el campo de aviación de Augsburgo-Haunstettem a bordo y como único piloto y pasajero, de un Messerschmitt 110. Vestía un traje de vuelo de cuero con insignias de capitán, algo de dinero británico en los bolsillos, artículos de tocador, una linterna, un mapa, gráficos, veintiocho medicamentos diferentes, varios remedios homeopáticos y unas tabletas de dextrosa para prevenir la fatiga.
El viaje fue una odisea y Hess mostró su pericia de piloto: llegó a volar a quince metros de altura para no ser detectado por los radares británicos. Igual fue perseguido por dos cazas Spitfire de la RAF que lo escoltaron hasta que, a las once y cinco de la noche, casi sin combustible y sobre suelo escocés, donde vivía el duque, Hess trepó a mil ochocientos metros y saltó en paracaídas. El avión se estrelló diecinueve kilómetros más adelante y sus restos son hoy trofeo y curiosidad en el Museo de la Guerra, de Londres. Con el pie herido, se lo lastimó al salir del avión o al caer a tierra, Hess fue atendido por un granjero y cayó de inmediato en manos británicas. Dijo ser el capitán Horn, pero su cara era demasiado conocida como para engañar a alguien.
No hubo para Hess ni duque de Hamilton, ni posibilidad de proponer la paz, o la alianza entre alemanes y británicos, ni chance alguna de ver a Churchill ni de lejos. Fue directo a la cárcel.
Al día siguiente, a las once de la mañana, en Berghof, la residencia de verano de Hitler, el asistente de Hess, Karlheinz Pintsch, puso en manos del Führer una carta de puño y letra de Hess que le informaba: “Mi Führer, cuando reciba esta carta, estaré en Inglaterra”. En las líneas siguientes le detallaba su plan, que no se había animado a presentarle antes a Hitler y terminaba: “Y si este plan, que, lo admito, no presenta sino una débil posibilidad de éxito, termina con un fracaso y la suerte me es adversa, ni usted ni Alemania tendrán que padecerlo: siempre les será posible declinar toda responsabilidad. Dígase simplemente que he perdido la razón”.
Hitler armó un tremendo escándalo. Convocó a gritos a Bormann, a Göring, a von Ribbentrop, que era su ministro de asuntos exteriores, y a Goebbels. Sospechó que había un intento de golpe contra él. Cuando se convenció de lo contrario, temió que cuando la noticia se difundiera en el mundo, sus aliados le retiraran el apoyo: ¿qué era eso de intentar una paz por separado con el archirrival británico? Así que llamó a Benito Mussolini para asegurarle lo contrario. Después escuchó los lamentos de Göring: decir que Hess estaba loco era admitir que Hitler había confiado el Reich a un demente. Goebbels anotó esa noche en su diario: “Es como un horrible sueño. El partido tendrá que meditar esto durante mucho tiempo”. El Führer despojó a Hess de todos sus cargos, lo borró del Reich y del NSDAP y, en secreto, dio órdenes de que le dispararan a matar si alguna vez regresaba a Alemania. El lugar de Hess fue ocupado por Bormann, que sumó más poder. El Reich había cambiado para siempre.
¿Fue una locura de Hess? ¿Fue un intento desesperado, personal para recuperar los favores de Hitler y, político, para que Alemania no combatiera en dos frentes? El entonces periodista americano Hubert Renfro Knickerbocker, que conocía a Hitler y a Hess, especuló que Hitler había enviado a su mano derecha a entregar un mensaje que informaba a Churchill sobre la inminencia de la invasión a la URSS, le ofrecía una paz negociada y hasta una alianza anti bolchevique. No era una teoría descabellada. Stalin pensaba lo mismo, incluso decía que el viaje de Hess había sido planeado por los británicos. Y así se lo dijo a Churchill en 1945, entre los cuchicheos de los tres grandes en Yalta. El británico reiteró que Gran Bretaña nunca supo nada ni del viaje, ni del plan que podría haber llevado Hess. En su libro “The Grand Alliance – La gran alianza”, parte de sus memorias sobre la Segunda Guerra Mundial, Churchill escribió: “Vino a nosotros por su propia voluntad y, aunque sin autoridad, tenía un poco la calidad de un enviado”.
Decisión de Hess o aspiración de Hitler, ese es todavía el secreto mejor guardado de la Segunda Guerra. Hess estuvo preso en Gran Bretaña hasta el 10 de octubre de 1945, cuando fue enviado a Núremberg para ser juzgado junto a los famosos veintitrés jerarcas nazis responsables de crímenes contra la humanidad y violación de las leyes internacionales que rigen la guerra.
Cuando llegó a Núremberg, pesaba sesenta y cinco kilos y estaba sin apetito. Enseguida empezó a decir que padecía amnesia, lo que fue tomado como una estrategia para evitar la pena de muerte. Lo examinó el psiquiatra jefe de Núremberg, Douglas Kelley, del ejército estadounidense; opinó que el acusado padecía “una verdadera psiconeurosis, principalmente del tipo histérico, arraigada en una personalidad paranoide y esquizoide básica, con amnesia, en parte genuina, y en parte fingida”. Lo consideró apto para ser juzgado.
Los fiscales intentaron demostrar, no era muy difícil, que Hess era consciente y estaba de acuerdo con los planes de Hitler de llevar adelante una guerra de agresión que violaba el derecho internacional; que había firmado las leyes raciales de Núremberg y una orden que incorporaba los territorios polacos conquistados al Reich, y que su viaje a Escocia, seis semanas antes de la invasión nazi a la URSS, era un indicio serio de su deseo de mantener a Gran Bretaña fuera de la guerra.
Finalmente, Hess fue declarado culpable de dos cargos: crímenes contra la paz en la planificación y preparación de una guerra de agresión, y conspiración con otros líderes alemanes para cometer crímenes. Fue declarado no culpable de crímenes de guerra y de crímenes contra la humanidad. Fue condenado a cadena perpetua junto a otros seis jefes nazis. El resto de los acusados fueron condenados a muerte y ejecutados. El juez soviético, el mayor general Iona Nikítchenko votó en disidencia con la condena dada a Hess: dijo que la sentencia de muerte estaba justificada.
Hess entró en la prisión de Spandau el 18 de julio de 1947. Jamás salió de allí. Nunca habló. Nunca reveló cuáles habían sido sus reales intenciones y objetivos; nunca dijo si Hitler sabía de su viaje; si el plan de paz con Gran Bretaña había sido una idea suya o del Führer; no escribió sus memorias, no dio entrevistas. Se convirtió en una tumba viviente.
En la cárcel fue el preso número siete. Sus camaradas de cautiverio ganaron la libertad poco a poco: Konstantin von Neurah, Walther Funk y Erich Raeder, fueron liberados por razones de salud; el almirante Karl Dönitz, Baldur von Schirach y Albert Speer, el arquitecto del Reich, cumplieron sus condenas: Dönitz salió en 1956 y von Schirach y Speer en 1966. Hess quedó como único habitante de la gigantesca prisión en la que los aliados gastaban cerca de ochocientos mil dólares mensuales para mantenerlo preso. Prohibió a su familia visitarlo.
Recién en diciembre de 1969, cuando una úlcera perforada lo llevó al Hospital Militar Británico de Berlín Oeste, volvió a reencontrase con su mujer y con su hijo, que ahora tenía treinta y dos años y al que había dejado cuando tenía cuatro, para viajar a Escocia.
Si en Núremberg había fingido amnesia, ahora se quejaba de la mala comida, sugería que podía estar envenenada, exigía cambiar sus platos con los de algún guardia; tenía pesadillas en las noches que intentaba alejar con fieros aullidos, podía pasar semanas en silencio. Nunca lo hallaron tan enfermo como para derivarlo a un hospital psiquiátrico.
Así fue su vida hasta el día en que, hace treinta y cinco años, el preso número siete entró en la “casa de verano” de Spandau, quitó del enchufe el cable extensor de una lámpara y lo ató con firmeza al pestillo de una ventana.
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