Cinco mil personas lo lograron: dieron el salto, o reptaron, desde Berlín Este a Berlín Occidental una vez que la URSS alzó un muro de concreto, custodiado por guardias armados con órdenes de disparar a quien quisiera evadirse. Entre 1961 y 1989, veintiocho largos años, al ignominioso Muro de Berlín intentaron saltarlo, atravesarlo, perforarlo, eludirlo a través del ferrocarril, pasarle por encima con aviones ultralivianos o globos aerostáticos, o a través de túneles, o a nado por los estrechos canales que hacían de frontera entre el Este y el Oeste. Cualquier recurso fue válido para ganar la libertad.
Muchos no pudieron huir. Ciento noventa y dos personas murieron en ese lapso, baleadas por los guardias fronterizos de la República Democrática Alemana, RDA, una ironía de los soviéticos llamar así a un país bajo su dominio absoluto. Entre esos muertos hubo ocho soldados del Este que intentaron desertar al Oeste. Otras doscientas fueron heridas, algunas de gravedad, y vieron frustrada su huida. Cincuenta y siete personas se fugaron en octubre de 1964 por un túnel de ciento cuarenta y cinco metros, cavado con precisión de entomólogo desde el lado occidental. Entre todos los muertos del Muro no se contabilizan a quienes eligieron el suicidio, o a quienes sucumbieron a lo largo de casi tres décadas ante la desesperación, la tristeza, o la impotencia de ver a sus familias, amores, amigos y futuro divididos por un muro de piedra.
El 17 de agosto de 1962, Peter Fechter, un chico de dieciocho años que había nacido en enero de 1944 , cuando el nazismo jugaba sus últimas cartas en la Segunda Guerra Mundial, intentó trepar el Muro junto a su amigo Helmut Kulbeik, cerca del famoso Checkpoint Charlie, que marcaba el ingreso al sector americano de Berlín Occidental. Los guardias fronterizos comunistas les dispararon a ambos: Helmut logró cruzar al otro lado, pero Peter cayó del lado Este, herido en la pelvis. Pese a sus gritos de dolor y a sus pedidos de auxilio, nadie lo socorrió: murió desangrado una hora después, ante decenas de testigos y periodistas.
Fue un asesinato que echó raíces: sembró el terror a quienes planeaban huir y marcó los límites de intervención de las tropas del Oeste, impedidos de obrar de otra manera. Fechter fue el asesinado número cuarenta y tres por intentar pasar el Muro que apenas tenía un año y dos días de construido, lo que habla de la desesperación inicial de los berlineses que vivían en el lado comunista y de cómo la muerte del chico Fechter apaciguó en parte sus ansias de fuga.
Sobre Fechter circula un mito que une de alguna manera a la música con la resistencia. En 1972, diez años después del asesinato de Fechter, el cantante español Nino Bravo, de prodigiosa afinación, hizo célebre una canción que le venía al Muro como pintada. Se llamó “Libre” y letra decía: “Tiene casi veinte años y ya está / cansado de soñar / Pero tras la frontera está su hogar / su mundo y su ciudad / Piensa que la alambrada solo es / un trozo de metal / Algo que nunca puede detener / sus ansias de volar / Libre / Como el sol cuando amanece / Yo soy libre como el mar / Libre / Como el ave que escapó de su prisión / y puede, al fin, volar / Libre / Como el viento que recoge / mi lamento y mi pesar / Camino sin cesar / detrás de la verdad /Y sabré lo que es al fin, la libertad”.
Enseguida, se asoció la canción al chico Fechter recordado en 1972 a diez años de su asesinato. Pero su autor, José Luis Armenderos, descartó siempre cualquier vinculación con aquella muerte y no ocultó su sorpresa por la coincidencia de alambres, metales y fronteras. Dijo que cuando escribió la canción, hecha a medida para la voz de Bravo, pensaba en la dictadura española de Francisco Franco, y no en el Muro de Berlín.
Entre aquellos iniciales berlineses del Este, desesperados por ganar la libertad, urdía su huida Gunter Liftin, un joven sastre de 24 años que, como muchos berlineses del Este, trabajaba en Berlín Occidental y cobraba en Ostmarks, marcos del Oeste, que cambiaba a uno por cinco del lado Este. Su caso era uno entre muchos y retrata la realidad económica y social que dio origen al Muro de Berlín.
El 13 de agosto de 1961, hace sesenta y un años, camiones pesados soviéticos descargaron en la tácita línea fronteriza que dividía a Berlín en dos, de un lado el sector soviético y del otro el sector administrado por Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Canadá, victoriosos todos en la Segunda Guerra, miles de metros de alambre de púas, postes para sostenerlos, excavadoras para perforar el suelo a lo largo de cuarenta y cuatro kilómetros de una nueva frontera, sinuosa y zigzagueante. Berlín quedó dividida en dos, y Alemania en cuatro.
Del lado Oeste de la antigua capital del Reich, una sociedad empezaba a recuperarse de sus heridas de guerra, tornaba a ser la Berlín cuna de cultura de otras épocas, había reabierto sus discotecas, bares y restaurantes que poblaban las fuerzas armadas de ocupación, los funcionarios civiles extranjeros y los jóvenes alemanes que habían nacido en plena guerra, o cuando caía el imperio soñado por Adolf Hitler. Del otro lado, el soviético, latía a su modo el Berlín austero, empobrecido, callado, oprimido, pendiente de la URSS, de su ayuda y de sus caprichos.
Ahora, en plena madrugada, aquella frontera que se atravesaba a pie, en auto, en micros o en tren, se había vuelto infranqueable. Y los jóvenes berlineses del Este, que habían ido a pasar un sábado de rock and roll y cerveza al Oeste, ya no podían regresar a sus casas. Y quienes vivían en el Este y trabajaban en el Oeste, sintieron que algo les había derrumbado su vida anterior.
Entre esos jóvenes estaba Gunter Liftin. Era sastre. Y renombrado a pesar de sus veinticuatro años: se había convertido en diseñador y modisto de actores y actrices famosos en la época, Heinz Rühmann, Ilse Werner y Grethe Weiser entre ellos, que alimentaban su sueño de ser vestuarista de teatro. Trabajaba en un pequeño estudio cerca de la estación del Zoo de Berlín Oeste y vivía en Berlín Este, en un coqueto apartamento del distrito de Weissensi, que podía pagar muy bien con sus Ostmarks cambiados a tan buen precio.
Liftin no era el único; era sólo la muestra de un gran fenómeno que había crecido a lo largo de los quince años que separaban el fin de la Segunda Guerra del Berlín de 1961. Alemania Occidental era una meca para quienes habían quedado en el sector soviético de la Alemania ocupada. Desde el final de la guerra, más de cuatro millones de alemanes había emigrado al lado occidental, entre ellos 3.371 médicos (uno de cada cinco médicos del Este), 16.724 maestros y 17.082 ingenieros y técnicos. Esos mismos números, en proporción, se repetían en la fuga de cerebros de Berlín Este al Oeste. El ingreso per cápita de los berlineses del Oeste era más del doble del que percibían los del Este. Los berlineses del Este trabajaban en el Oeste a muy buen sueldo, que convertían en parte en marcos del Este y se permitían ahorrar el resto; los berlineses del Oeste iban con sus marcos a comprar alimentos al Este, mucho más baratos, aunque ceñidos a la industria socialista de la URSS, que ya era incapaz de mantener esa economía a pérdida.
En Moscú, el primer ministro Nikita Kruschev planeó dar autonomía plena a Berlín, declararla casi un estado independiente bajo la órbita del Kremlin, lo que obligaba a la retirada de las fuerzas aliadas de Alemania y de Berlín occidentales. Khruschev topó con la cerrada negativa del presidente americano John Kennedy. Ambos mantuvieron un par de tensas reuniones en Viena, en junio de 1961, en las que ambos se amenazaron con una guerra, nuclear. Fue la primera y única vez que se vieron las caras. Cuando Kennedy regresó a Washington, pidió un cálculo aproximado de víctimas de un enfrentamiento nuclear con la URSS: setenta millones de personas, le respondió el Pentágono, la mitad de los habitantes del país. Kennedy supo entonces que no habría guerra que, entre paréntesis, fue su más grande temor durante los años de su breve presidencia.
Los detalles que se dieron a conocer de aquella cumbre de Viena, provocaron pánico en Berlín Este. En las dos semanas que siguieron al duelo verbal entre Khruschev y Kennedy, veinte mil berlineses del Este se pasaron al Oeste, que, por otro lado, ya no podía albergar a más exiliados, ni darles empleos, ni pagar sus salarios sin ver dañada su propia economía de posguerra. De modo que cuando Khruschev autorizó alzar el Muro, sabía que no habría guerra; cuando Kennedy vio que el Muro se alzaba en Berlín supo que iba a afectar a millones de personas, que iba a alterar la geopolítica de Europa, que iba a tener consecuencias difíciles de prever, pero que era menos grave que un conflicto armado. Entre la opción guerra o muro, ganó el Muro.
A Gunter Liftin el Muro lo sorprendió en pleno sueño y en Berlín del Este. No fue el único golpe de mala suerte que iba a contribuir a terminar con su vida joven. Aquella mañana, a las diez, Jüergen, su hermano menor, lo había despertado con la noticia: “Todas las entradas y salidas están cerradas. Todo está cerrado”. Los dos hermanos habían despertado tarde porque la noche anterior, sábado, habían estado en Berlín Oeste, cerveza, amigos y rock, y no habían notado nada extraño en las calles al reingresar al Este poco después de la medianoche. Los dos muchachos necesitaban diversión después de un año tremendo: habían muerto el padre, una abuela y una tía muy querida. Sobre la familia pesaba aún la pérdida de otro hermano, gemelo de Gunter, a mano de los nazis: en 1943: el pequeño Alois Liftin, de seis años, debió ser operado de una pierna, luego de una caída; el médico de las SS que lo atendió, le inyectó veneno en lugar de anestesia porque sospechó que la piel morena del chico delataba su condición de judío.
La noticia del cierre de la frontera con Berlín Oeste agobió a Gunter. Lamentó no haberse quedado en Berlín Oeste cuando pudo haberlo hecho. Como muchos jóvenes, vio venir los malos vientos, oyó aullar al lobo y, con la ayuda de su hermano menor, había empezado a llevar algunas cosas el departamento que alquilaba en el Oeste, en el distrito de Charlottenburg, con sus ventanas que miraban a la arbolada Suarezstraat. Los dos Liftin habían llevado hasta la futura casa de Gunter algunos artefactos y elementos domésticos, algunos libros y unos pocos preciados discos, en varios viajes, en pequeñas cargas y en dos autos diferentes para evitar las sospechas de la temida policía del Este. Entre las joyas que habían transportado, estaba la más preciada para el joven sastre: su moderna máquina de coser, a la que habían desarmado para llevarla por piezas. Ahora, Gunter estaba aislado, sin su herramienta de trabajo, sin trabajo en el Oeste, sin alternar con su gente de teatro y sin futuro. En horas, su vida soñada se había convertido en pesadilla.
Esa misma mañana Gunter y Jüergen Liftin treparon a sus bicicletas y fueron a ver qué les decía la nueva realidad. Eran noticias espantosas. Pedalearon ambos hasta el que era el cruce fronterizo habitual de Gunter, en el puente Bornholmer, una carretera de dos manos que pasaba sobre varias vías de tren. El camino estaba bloqueado por alambres de púas y trampas para tanques: “Esto no puede durar mucho tiempo…”, dijo Gunter.
Duró. No habría ni intervención, ni rescate por parte de los aliados. Dos días más tarde, el 15 de agosto, las tropas de Berlín Oriental empezaron a reemplazar las alambradas de púas por un muro de bloques de cemento de tres metros de altura. Los alambres respondían a una estrategia de Khruschev, que tampoco quería una guerra nuclear: si una vez tendida la nueva frontera berlinesa, Occidente protestaba, amenazaba, reaccionaba de alguna forma, era sencillo retirar las púas. Pero Occidente no dijo nada y entonces llegaron los bloques de cemento.
Gunter decidió arriesgarlo todo y escapar antes de que fuera demasiado tarde. Sin trabajo, sin futuro, había deambulado por la casa como un fantasma, o salía a dar largos paseos en busca de una ruta posible para el escape al Oeste. En aquellos primeros días del Muro, mucha gente había logrado escapar por huecos impensados, caminos pocos vigilados, rutas poco conocidas o inesperadas: el agua, por ejemplo. Pasada una semana de instalado el muro, el 20 de agosto, Gunter vio que en el puerto de Humboldt, donde el canal Spandauer Schiffahrtskanal se une al río Spree, no había vigilancia. O había poca. O sí había y Gunter vio poca. Lo que sí vio muy bien era que había un tramo en el que el canal se estrechaba hasta unos cuarenta metros que separaban una orilla de otra, el Este del Oeste. Un nado rápido podía cubrirlo en pocos segundos ¿cuarenta?, ¿un minuto, a lo sumo?
Evaluó los riesgos. Hasta entonces, ciento cincuenta berlineses del Este habían nadado hacia la libertad por el canal Teltow, muchos de ellos con sus hijos a cuestas; un muchacho más joven que él había lanzado su Wolkswagen contra una alambrada de púas y había pasado al sector francés de Berlín Occidental; otro muchacho le había quitado la ametralladora de las manos a un guarda fronterizo, para que no pudiera dispararle, y después había cruzado la frontera con el arma en la mano. A diez días de levantado el Muro, los guardias no disparaban a quienes intentaban pasar al otro lado: solos los llevaban a prisión. Gunter pensó que la suerte lo iba a acompañar, ¿por qué no? Y decidió tirarse al agua el 24 de agosto, once días después de la división de Berlín. La suerte iba contra Gunter. Ese mismo día 24, los guardias fronterizos recibieron la autorización, no la orden, pero sí la recomendación, de disparar a quienes intentaran fugar del Este al Oeste.
Poco después de las cuatro de la tarde bajo un sol de verano y con veinticinco grados, Gunter cruzó el patio de una playa de maniobras ferroviaria vecina a la estación de Lehter y a la Friedrichstrasse, la tradicional calle comercial de Berlín a la que el muro ahora cortaba en dos. Vestía pantalón negro y una chaqueta marrón claro. Así saltó a las aguas del canal que daba al río Spree: tenía la libertad a cuarenta metros. Le gritó el alto un oficial de la Transportpolizei, la policía ferroviaria a la que llamaban “Trapo” que, de pie sobre un puente cercano, le ordenó cinco veces que se detuviera. Gunter no era un gran nadador, se había lanzado al agua sin que le importara una leve deficiencia cardíaca, detectada con precocidad, pero que jamás le había dado dolores de cabeza. Los gritos de alto le hicieron dar brazadas más fuertes.
El policía entonces, al que se habían unido dos guardias fronterizos, le disparó dos balazos que dieron cerca de la cabeza: los disparos no entraban ni en los planes ni en la imaginación de Gunter. ¿Qué era eso? Nunca antes les habían disparado a quien intentaba fugarse de Berlín. Además, la otra orilla estaba ahora más cerca, a diez metros. Gunter siguió con sus brazadas hasta que uno de los policías disparó su ametralladora, roció de balas las aguas del canal. Uno de esos disparos hirió a Gunter que hizo dos cosas: entendió que iba a ser imposible alcanzar la orilla y se hundió profundo para esquivar más disparos. Luego decidió rendirse. Cuando emergió del agua para tomar aire, lo hizo con los brazos en alto en señal de sumisión. Pero los policías se burlaron de él y volvieron a disparar. Una bala le atravesó el cuello, Gunter se hundió como una piedra y se convirtió en el primer asesinado por intentar fugar a Berlín Oeste. El Muro tenía ya su primera víctima.
Lo sacaron de las aguas tres horas después. En casa de los Liftin nadie supo nada de su suerte. Al día siguiente, Jüergen fue detenido por la policía en la estación Prenzlauer Allee, cuando llegaba de trabajar. Lo interrogaron hasta la medianoche sobre los planes de fuga de su hermano. Así supo el muchacho, de veintiún años, que ambos hermanos estaban desde hacía tiempo la mira de la Stasi, la policía secreta del régimen. Los interrogadores le hablaron sobre sus viajes a Berlín Oeste, sobre sus contactos y sus amigos del otro lado del Muro y difamaron a Gunter, dijeron que era homosexual y, luego, que había abusado de una enfermera del hospital Charité. A la medianoche, Jüergen volvió a casa, dolido, asustado, pero con la idea de que Gunter había logrado escapar.
La casa de los Liftin era otro drama. Jüergen encontró a su madre presa de una crisis de nervios y envuelta en llanto. Mientras él era interrogado, otros agentes de la Stasi habían llegado a su casa y registrado por completo el departamento familiar. Habían vaciado los cajones, hurgado en el depósito de carbón, desarmado las estufas y el horno, destripado a punta de bayoneta los sofás y los colchones de la casa sin decir qué buscaban y sin hallar nada. Sólo dijeron que Gunter había sido muerto a tiros “porque era un criminal”.
En Berlín Oeste, la televisión ya había mostrado las imágenes de dos botes de bomberos, tripulados por hombres ranas del ejército comunista que patrullaban el canal que daba al río Spree y sacaban del agua el cuerpo inerte del joven sastre. El parte médico dijo luego que las causas de la muerte habían sido: “Perforación de cuello y boca, unido a ahogamiento”. Y la calificó, una pequeña obra maestra del cinismo: “Muerte en manos ajenas”.
Para castigar más a los Liftin, las autoridades de Berlín Este prohibieron a la madre y al ahora su único hijo, ver el cuerpo de Gunter antes de enterrarlo, ni siquiera para identificarlo. Fue llevado en un ataúd cerrado al cementerio Sankt Hedwig, de Weissensee, un luminoso día de verano, el del miércoles 30 de agosto. Una lápida de granito negro rezaba “Our unforgotten Gunter - Nuestro inolvidable Gunter” iba a ser colocada en la cabecera de la tumba que rodeaban cientos de berlineses: familiares, vecinos, amigos, antiguos compañeros de colegio de Gunter, y gente que no lo había conocido pero que había ido en masa para manifestar su dolor, su impotencia, su desconcierto.
Llevado por la desesperación, cegado por la furia, Jüergen cometió otro arrebato exaltado: saltó un pequeño cerco, enarboló una vara de hierro que había mantenido oculta, rompió con ella el ataúd y se dispuso a confirmar la identidad de su hermano. El rostro de Gunter estaba ennegrecido, un enorme vendaje cubría un área amplia debajo de la boca y crecía hasta taponar su cuello, para ocultar la gran herida de salida del disparo que lo había matado. Jürgen no dudó. Con los ojos nublados miró a su madre y asintió con la cabeza. Luego, Gunter Liftin, el joven sastre que soñaba otra vida, bajó a su tumba. Su hermano menor se convirtió en el guardián de su memoria.
En octubre de 1961, dos meses después de instalado el Muro y ya con pilones de cemento de tres metros de alto en reemplazo de los alambres de púas, con torretas de vigilancia guardadas por tropas armadas, con reflectores para iluminar la noche y con patrullas permanentes de vehículos militares y perros entrenados, el ministerio de Defensa de la Alemania del Esta impuso el uso de armas de fuego “para detener a personas que no acaten las órdenes de los guardias fronterizos identificados como tales, es decir, que no se detengan tras los avisos verbales, o los disparos de aviso, sino que claramente intentasen pasar la frontera de la RDA”. No había en cambio ninguna indicación para el caso de que un habitante de Berlín Oeste intentara fugar al Este.
El uso de armas de fuego para abatir a quienes intentaran fugar de Berlín Este llevaba la firma del presidente del Consejo de Estado de la RDA, Walter Ulbricht, un comunista irreductible que había sido líder de la fracasada experiencia socialista alemana conocida como República de Weimar, en los años previos al nazismo. Y fue mantenida por su sucesor, Erich Honecker, que luego de la unificación alemana y después de pasar menos de un año en prisión por el asesinato de sesenta y ocho personas que habían intentado huir a Berlín Oeste, terminó asilado en el Chile de Augusto Pinochet.
Fue Honecker quien, después de veintiocho años de vigencia ordenó a las tropas fronterizas de Alemania Oriental “no usar más armas de fuego para evitar violaciones de la frontera”. Firmó esa orden el 3 de abril de 1989.
El Muro de Berlín cayó siete meses después.
SEGUIR LEYENDO: