Ya había terminado los estudios de Educación Infantil, los años seguían pasando pero la duda no se iba. Más allá de lo que su cuerpo y su documento le indicara al resto, nunca se había sentido una mujer pero tampoco lograba identificarse con lo que se suponía que, inevitablemente, sentían todos los varones trans.
“Yo tenía personas trans cerca pero pensaba ‘es que no me parezco en nada, entonces no debo ser trans’. La sensación era que había que cumplir con varios ítems: ser una persona que odia a su cuerpo, que sí o sí quiere someterse a tratamientos hormonales con testosterona y que ni por asomo desea gestar a una criatura, parir o amamantar”, cuenta a Infobae el español Rubén Castro, que tiene 29 años y estudia Educación Social.
Rubén no sólo no odiaba a su cuerpo: el sueño de su vida era gestar y formar su propia familia y, en ese contexto, no sabía si quería entrar a un quirófano para hacerse la doble mastectomía y sacarse las mamas. Al contrario, los pechos podían tener en su vida una función vital: la de amamantar a ese bebé con el que siempre había soñado.
“Hay muchos mitos sobre las personas trans, no sólo esos. Otro es el de la ropa, el ‘qué mal la paso cuando me tengo que vestir’”, enumera él, y muestra que ese malestar es algo que no siempre les sucede.
“En mi infancia yo me iba adaptando: si tenía que hacer la comunión y ponerme un vestido para mí no era un hecho traumático, era como disfrazarme. O sea, era incluso divertido”.
Vivió la niñez y la primera juventud sin referentes, nadie en quien ver su vida espejada. “Por lo que he crecido creyéndome este mensaje de que sólo las mujeres podían gestar. Entonces pensaba que si mi deseo de llevar un embarazo era tan fuerte, yo no podía ser otra cosa que no fuera una mujer”.
Fue en 2015, cuando tenía 22 años y todavía creía que era una mujer (parte de la comunidad LGBT sí, pero mujer), que leyó la historia de un joven venezolano que vivía a casi 9.000 kilómetros de Madrid. El joven era Fernando Machado, un hombre trans que estaba embarazado y feliz: gestar también había sido siempre el gran deseo de su vida.
“Le escribí y hablé con él, recuerdo que se me caían las lágrimas, como si me estuviera describiendo quién era yo realmente. Recuerdo que enseguida supe quién era yo, como ‘claro es que puedo también gestar y no ser una mujer’. Fue un despertar, ese momento en el que dices ‘ahora lo entiendo todo’”.
La revelación no era que podía gestar, sino que no estaba obligado a seguir mostrándose como una mujer para hacerlo. “Podía gestar desde mi verdadera identidad de género”.
El sendero hacia la paternidad
Con el camino más despejado, Rubén inició su transición social para ser quien es hoy: una persona trans masculina no binaria (“trans” porque su género no coincide con el que se le asignó al nacer, y “no binaria” porque no se identifica con lo que está dentro de lo binario hombre/mujer).
Su historia causó furor en España y llegó a todos los medios como la historia del “primer hombre trans embarazado”, aunque lo cierto es que Rubén no fue el primero sino el primero que decidió contarlo públicamente, más allá de quienes buscaban ponerlo en el lugar de “freak” o “fenómeno”. Era su forma de que otras personas trans también tuvieran referentes visibles, como los que él había necesitado.
Al final, sí decidió comenzar un tratamiento hormonal con testosterona (lo que muchos hombres trans suelen hacer para tener barba, voz más gruesa y dejar de menstruar, entre otras cuestiones).
“Pero como te dicen que la testosterona puede afectar la fertilidad, antes fui a congelar mis óvulos”, cuenta. “La otra decisión importante fue no operarme el pecho: definitivamente quería vivir la experiencia de la lactancia”.
Recién cuando supo que sus óvulos estaban seguros, inició la terapia con testosterona y cambió su nombre y su género en su documento. Llevaba dos años años en tratamiento hormonal y siendo llamado por el resto en masculino cuando tomó la siguiente decisión: iba a comenzar un tratamiento de fertilidad con esperma donado para ser papá.
Era claro que Rubén no sentía que había nacido en el cuerpo equivocado.
“Es que este deseo de gestar ha sido tan potente que siempre me he sentido muy agradecido de tener este cuerpo que me iba a permitir hacerlo. Yo siempre pensaba ‘si hubiera sido un hombre cis (cuando el género sí coincide con el asignado al nacer) no podría haber gestado, parido ni amamantado. Entonces para mí, más que un problema, era un alivio”.
Rubén sentía, además, otra ventaja: no dependía de nadie. No le sucedía, como a muchos hombre cis solteros, que necesitan de una mujer o de otra persona con capacidad de gestar para ser padres. Y fue con esa libertad -“y porque nunca ha sido determinante en mi historia tener a alguien al lado para hacer lo que sentía”-, que decidió ser papá sin pareja.
Dejó la testosterona para volver a menstruar pero aparecieron una lista de obstáculos. Había hecho todo el tedioso proceso de congelar sus óvulos (de las inyecciones de hormonas hasta la aspiración en un quirófano) porque se suponía que la testosterona podía dañarlos, pero ahora le decían que no iban a usarlos: iban a hacerle inseminaciones artificiales con los óvulos que estuviera produciendo en ese momento.
“Me dio muchísima rabia, ¿por qué me dices que la testosterona afecta a mi fertilidad y luego quieres experimentar con mi cuerpo a ver qué pasa?”, cuenta.
La primera inseminación dio negativa, también la segunda. Rubén se angustió, se frustró, se enojó: tenía que pasar cinco veces por eso hasta poder llegar a una fecundación in vitro con sus óvulos guardados.
“Al final, tuve suerte”, dice, y hace comillas del otro lado de la cámara, agobiado por la ola de calor que azotó estas semanas a los españoles. “Suerte” porque el tercer intento dio positivo. Era 2020 cuando Rubén se enteró de que estaba embarazado de Luar, su “criatura”, que acaba de cumplir 15 meses y a quien cría sin género asignado (esto significa que, por razones obvias, de Luar no dice “es nena” o “es varón”).
Papá gestante, ¿lactancia materna?
Fue un embarazo con los mismos miedos que tiene la mayoría: a la inestabilidad laboral, por ejemplo. “Pero no tuve miedo de cómo le iba a explicar su historia”, aclara. Rubén estaba rodeado de amigos trans, sabía que el bebé que tuviera iba a crecer cerca de otros que también hubieran nacido del vientre de sus padres.
“Y como mi deseo era amamantar, durante el embarazo asistí a charlas y talleres sobre lactancia, pero siempre se hablaba de lactancia materna. Yo hacía un esfuerzo mental y me enfocaba mucho, solo quería tener información para que mi lactancia fuera bien, pero la verdad es que no iba a ser madre sino padre y la idea de ‘lactancia materna’ me dejaba afuera”.
Lo que siguió fue ese abismo que suele haber entre el parto imaginado y el que toca. El mismo que suele haber entre la lactancia romántica de las propagandas de bebés y las que luego se logran.
Darle la teta era también parte de aquel enorme deseo aunque el comienzo fue “catastrófico”, cuenta, y lo baja a tierra. Apenas tenía leche y en el hospital sólo le daban cremas para las grietas.
Le dio la teta con una jeringa conectada al pezón a través de una sonda, pero rápidamente se vio obligado a sumar la leche de fórmula. Le dieron un medicamento para aumentar la producción de leche, pasaron a un relactador (una botellita colgada con la sonda al pecho). Compró un sacaleche, pasó por el arduo proceso de extraerse algo y guardarlo para dárselo a su bebé en mamadera, pasó por dos mastitis terribles.
“Ha sido más una tortura que un disfrute. Además, yo estaba en pleno posparto, uno está mucho más vulnerable. Si yo voy a pedir ayuda y me hablan de ‘lactancia materna’ y me tratan como a una mujer aunque mi documento diga Rubén, para mí no era un lugar seguro”.
Parecía que historias como la de él no existieran: “Lo que creo es que estos procesos tienen que respetarse, son Derechos Humanos. Uno puede entender que la otra persona no tenga experiencia, pero ¿hasta qué punto yo, en esa situación, tengo que aguantar la no experiencia del resto?”.
Nadie en el mundo de la “lactancia materna” podía decirle si los dos años que había pasado inyectándose testosterona podían haberle afectado, tampoco si podía dar la teta mientras se hormonizaba. Fue Alba Padró, una asesora de lactancia conocida en su país y que ya había asistido a un hombre trans mientras amamantaba, quien le tiró una soga cuando estaba desesperado.
Fueron ocho duros meses de lactancia mixta y un duelo en el camino, porque Rubén tenía algo llamado “pecho hipoplásico” que hacía que casi no tuviera leche, por lo que nada fue como había imaginado.
Durante los últimos dos meses de lactancia volvió a la testosterona, pero ahora sabiendo que no había riesgo para su bebé. “Ya lo necesitaba”, sonríe ahora.
Aunque Rubén vive en Madrid, una de las ciudades más amigables con la comunidad LGBT+ del mundo, nunca le dio la teta a su bebé en público. “No lo hice por seguridad. Me daba miedo de que pudieran hacernos algo. Tampoco salí a la calle durante el final del embarazo”, lamenta. El mismo temor que alguien podría tener en los países más restrictivos.
Su plan, ahora, tal vez sí sea entrar a un quirófano y extirparse las mamas, lo que se conoce como cirugía de masculinización torácica. “Es que antes yo conservaba mis pechos porque quería amamantar, tenía eso tan claro que fue fácil aguantar. Terminada la lactancia natural, es una parte de mi cuerpo que no me agrada y que ya no tiene una función a futuro”.
Ese es uno de los nombres que a Rubén se le ocurrieron para dejar de llamarla “lactancia materna”, una construcción que borra, aunque existan, a las “paternidades trans”: lactancia humana, lactancia de pecho, dar la teta, o, simplemente así, lactancia.
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