La princesa italiana Mafalda María Isabel Ana Romana de Saboya corre y ríe por uno de los muelles de los astilleros genoveses ubicados en Riva Trigoso. Tiene 5 años y juega con una amiga. En un par de horas van a botar un transatlántico que lleva su orgulloso nombre: el Principessa Mafalda. Es la segunda hija del rey Víctor Manuel III y de Elena de Montenegro, la hermana de quien será el último monarca italiano, Humberto II.
La niña, inocente, no conoce lo que el destino le deparó a su hermana un año atrás. En el mismo lugar, un buque mellizo al suyo, que llevaba el nombre de su hermana -el Principessa Jolanda- naufragó sin navegar más que unos metros: se escoró cuando se deslizaba rumbo al mar y así, sin más, se hundió.
Pero ese 22 de octubre de 1908, Mafalda, con la ayuda de su madre, estrelló una botella de champagne contra el sólido casco del navío y bautizó la mole de 141 metros de eslora y 17 de manga, sus dos chimeneas, sus dos hélices, sus motores, su caldera, un salón comedor para la clase de lujo con una cúpula de cristal sostenida por cuatro columnas y grandes ventanales con vista al mar, toda una novedad para el momento.
Todo había salido perfecto. Sin embargo, como una sombra, aleteó entre los veteranos y supersticiosos oficiales y marinos el quebranto de una ley no escrita. Jamás hay que silbar en el puente de mando, ni cambiar el nombre de un barco, ni herir a una gaviota o un delfín. Y una más, sobre todo: jamás bautizar un buque como otro que yace en el fondo del mar. En este caso, la repetición de la palabra Principessa era un mal augurio para ellos.
A la hora señalada, Mafalda, en brazos y ayudada por su madre, lanza contra el casco una botella de champagne Veuve Cilcquot atada a una cinta con los colores de la bandera de Italia unificada.
Pasan los años. El transatlántico sigue uniendo Italia con la Argentina en catorce días, a 18 nudos por hora (algo más de 33 kilómetros)…, hasta el 25 de octubre de 1927. Casi veinte años de embarcar celebridades –desde Gardel hasta millonarios, políticos de fuste, testas coronadas–, para terminar en el fondo del mar.
¿Por qué? Por la soberbia –lo mismo que hundió al Titanic en la noche del 14 al 15 de abril de 1912–: la nave sería reemplazada por otro coloso, el Giulio Cesare, y la empresa armadora descuidó el mantenimiento del Principessa. Tanto, que el capitán Simón Guli se negó a zarpar. Pero el negocio pudo más. Y siguió rumbo al Cuadrante Desastre.
Al atardecer de ese día de octubre, frente a las costas de Brasil y a toda máquina –grave error–, la hélice de babor (izquierda) se desprendió al romperse el árbol de transmisión del motor, se estrelló contra el casco, y abrió un enorme boquete en la popa.
El agua entró en avalancha. Se lanzó el SOS. El jefe de máquinas se suicidó de un balazo. De las 1.200 almas, sólo se salvaron 78. Una vez más, la superstición y su leyenda se había cumplido.
Entretanto y muy lejos, aquella princesita Mafalda que lo bautizó con una botella de champagne francés, cumplía 21 años y conocía en Roma al príncipe y landgrave alemán Felipe de Hesse-Kassel (1896-1980), sobrino del ex Káiser Guillermo II. (N. de la R.: “landgrave” era un título nobiliario usado en el Sacro Imperio Romano Germánico y después en los territorios derivados de éste, comparable al de “príncipe soberano”).
De rasgos nórdicos, modales y gustos refinados, sospechado de bisexualidad…, y fascista, estos dos últimos datos no hicieron retroceder a Mafalda: se casaron el 23 de septiembre de 1925 en el Castillo de Racconigi, Turín, bastión de los Saboya.
Vasta luna de miel en cada rincón de la Riviera itálica, mansión en Villa Polissena, dentro de las tierras de Villa Saboya, diseñada por el novio, y nacimiento de cuatro hijos: Mauricio, Enrique, Otto y Elizabetta.
En 1922, después de la Marcha sobre Roma con el grotesco gesticulador Benito Mussolini a la cabeza de sus camisas negras –el fascismo en acción–, el rey Víctor Manuel III lo nombra presidente: un modo desesperado y equívoco de superar la crisis económica y social, y salvar a la monarquía.
En la década del 30, el viejo corazón camisa negra de Felipe, idólatra de Mussolini, vuelve a latir con fuerza, y se afilia al Partido Nazi. Con premio: lo nombran, por su prosapia y fidelidad a la cruz gamada, gobernador de la provincia de Hesse-Nassau.
Primer quiebre de la pareja: Mafalda, enemiga del fascismo, se opone al nombramiento, que además implica abandonar Italia y hacer pie –y vida– en Alemania. Pero no son tiempos en que la voz de la mujer signifique algo: se mudan en 1934.
En 1943 (simetría: simple inversión de números), los aliados invaden Sicilia, obligan a replegarse a las tropas nazis, y descabezan el gobierno de Mussolini, depuesto y encarcelado por Víctor Manuel III. Las tragedias empieza a tejer su última madeja…
Hitler, lejos de intuir que el Tercer Reich para un milenio se acabará como la luz de un fósforo, furioso por lo que llama “la traición del rey”, decreta y pone en marcha la Operación Abeba: caza de la familia real italiana a cualquier precio.
Mafalda está en Sofía (Bulgaria) para asistir al entierro del rey Boris III, y no sospecha el peligro del avance aliado. Se cree a salvo de todo. ¿Qué puede pasarle, casada con un alemán miembro del Partido Nazi, y funcionario? Pero muy otra, y sombría es la verdad.
Ignora que Felipe, por orden directa del führer, está en la cárcel por no haber informado la caída de Mussolini, y lo peor: también ignora que su cabeza tiene precio. El 21 de septiembre de 1943 llega a Roma, se encamina al Vaticano, donde están refugiados sus hijos, rechaza la protección que le ofrece el Papa, y retorna a Villa Polissena. Decisión fatal. Al otro día, la Gestapo cae sobre ella.
Prisionera, la llevan en avión a Alemania bajo la promesa de que allá podrá encontrarse con su marido. ¡Trampa! La acusan de traición y la mandan al campo de exterminio de Buchenwald, y allí la confinan en la Barraca 15 de Aislamiento bajo un nombre falso: Frau von Weber, y le prohíben revelar su identidad.
La cuidan una testigo de Jehová y una prostituta. Le asignan un menú “de privilegio”: pan negro, manteca, algo negro parecido al café –sin azúcar– y sopa de carne y cebada.
Trabaja todo el día como una devota enfermera, hasta el 24 de agosto de 1944. Ese día llueven bombas aliadas sobre el campo. La barraca se derrumba. Ella se refugia en un pozo, pero la herida es grave: fractura expuesta en un hombro, y el brazo lacerado por esquirlas y escombros. Se lo amputan. La operación es larga y sangrienta. No sobrevive.
Muere tres días después. La entierran en una fosa común como “262, mujer desconocida”. Encontrada mucho después por los obreros italianos prisioneros que la sepultaron, e identificada, yace en la cripta familiar del Schloss Friedrichshof, Castillo de Kronberg, Hesse, Alemania.
Según aquellos que la conocieron, “era buena, linda y gentil”. Extraño destino. Un barco, una mujer, dos tragedias. Separados por fechas, kilómetros y circunstancias. Pero de algún modo, inseparables.
(Una versión de esta nota de Alfredo Serra fue publicada en 2019)
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