Fue el primer gran paso triunfal hacia su derrota y hacia su muerte. Una larga decadencia política, un patético derrumbe que abarcaría dieciséis años tremendos en los que pagó con un largo goteo sangriento, y con él su pueblo sometido, las consecuencias aciagas de su yerro triunfal. Los iraquíes, que abonaron con sus vidas los delirios de su máximo jerarca, Saddam Hussein, celebraron con inocultable entusiasmo, con emoción estremecida y con esa extraña fascinación por la tragedia que tienen las sociedades sojuzgadas, lo que fue una efímera, pírrica victoria militar.
El 2 de agosto de 1990, hace treinta y dos años, las tropas conquistadoras de Saddam invadieron Kuwait, un pequeño emirato asentado sobre un mar subterráneo de petróleo, su fuente de riqueza y su razón de existir. Las tropas iraquíes cruzaron la frontera con blindados artillados y con una numerosa infantería, ocuparon sitios estratégicos en todo el pequeño país hasta llegar a la capital, la ciudad de Kuwait, en la que vivían entonces tres de cada cinco habitantes. El ejército kuwaití fue vencido no sólo por la superioridad en tropas y armas de los iraquíes, sino por la decisión estratégica de poner a salvo en la vecina Arabia Saudita a la casi totalidad de su fuerza aérea y a gran parte de sus tropas de elite. Escaparon con lo justo.
En horas, las fuerzas de Saddam habían llegado a la capital y al Palacio del Emir, lindante con la principal base aérea de Kuwait, en medio de una lucha impresionante, en muchos casos cuerpo a cuerpo, con los miembros de la Guardia Real que hizo posible el escape de toda la familia gobernante. Allí murió el más joven de los hermanastros de la familia Jabir, el jeque Sheikh Fadh, de cuarenta y cinco años, comandante de la Guardia Real, un militar de carrera entrenado por el Special Air Service (SAS) británico.
Para remediar imprevisiones logísticas, que las hubo y muchas, los invasores saquearon las reservas de alimentos y de medicinas de Kuwait, que depende de la importación de casi todos sus productos de primera necesidad porque vive de la exportación de petróleo y de minerales. Con el control del país en sus manos y ocupada la capital, Saddam envió al emirato a los temibles Mukhabarat, la policía secreta iraquí, experta en torturas y asesinatos, que se ocupó de detener a miles de turistas occidentales para tenerlos como rehenes y, eventualmente, como escudos durante las negociaciones que, sospechaba el dictador iraquí, sobrevendrían a la invasión.
Saddam entronizó a un gobierno títere por un lapso muy breve. Después, decretó que Kuwait, como tal, ya no existía. Convirtió al rico emirato en una nueva provincia iraquí, designó a un gobernador provincial y proclamó la “liberación del pueblo kuwaití de las garras del emir”, en un anticipo de la política de Vladimir Putin hacia Ucrania. Sólo que a Hussein lo pararon.
Dieciséis años y seis meses después de la invasión a Kuwait, Saddam Hussein colgaba de la horca en un galpón maloliente de un viejo edificio de la inteligencia militar iraquí que, en esos momentos, diciembre de 2006, era una base militar estadounidense. Lo habían capturado tropas americanas en 2003, como a un conejo aterrado, en un pozo de seis metros de profundidad disimulado al pie de unas palmeras y cerca de Tikrit, su ciudad natal.
Pero en agosto de 1990 el final no estaba a la vista, aunque su horizonte fuese perceptible. En la arrasada Kuwait surgieron algunos grupos de resistencia armada, liderados por oficiales del ejército, que se quedaron para enfrentar la invasión y para entrenar a civiles en el uso de las armas. ¿Por qué invadió Saddam a Kuwait? En esencia, por el petróleo y por la riqueza que genera. Hubo una razón oficial, una excusa, un pretexto. Meses antes, los dos países habían entrado en una disputa porque Irak había denunciado que, desde 1980, Kuwait robaba parte del petróleo del yacimiento de Rumaylak, ubicado bajo los dos países porque si hay algo que el petróleo ignora son las fronteras.
Había otras razones acaso de mayor peso. Irak enfrentaba una monstruosa deuda externa de cuarenta mil millones de dólares, con intereses de tres mil millones de dólares anuales, que había contraído durante su larga guerra contra Irán. La producción petrolera de Kuwait superaba a la de Irán y sus precios eran más bajos que los del imperio de Saddam. Con la anexión del emirato, Irak se hizo con el control del veinte por ciento de las reservas mundiales de petróleo y, lo que también era vital para Saddam, una costa en el Golfo Pérsico en el puerto de Um Kasar y en las islas kuwaitíes Bubiyán y Warbah. La invasión exitosa le dio a Hussein un breve instante de esplendor: lo necesitaba porque su prestigio, sostenido en el filo de las bayonetas y en el terror de las mazmorras de su régimen, había empezado a diluirse.
O Saddam no previó la guerra, o le importó nada. Lo cierto es que la anexión de Kuwait no podía sino derivar en un conflicto armado y de importancia: Irak estaba considerada como la cuarta potencia militar del mundo porque gran parte de su población estaba integrada al ejército, que contaba con equipamiento y armas modernas provistas por la Unión Soviética y Francia. Pese a haber salido con la peor parte en la guerra con Irán, los analistas de la época afirmaban con Saddam podría haber dominado con facilidad a cualquiera de sus vecinos. De hecho, lo hizo con Kuwait, de modo que la posibilidad de que Saddam retirara sus tropas y devolviera Kuwait a Kuwait era más que remota.
El ataque iraquí fue condenado el mismo día de la invasión por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en su resolución 660, que también exigió la retirada de las tropas iraquíes. La Liga Árabe hizo lo mismo. Pero la invasión siguió. El 6 de agosto, la resolución 661 del Consejo de Seguridad impuso a Irak sanciones económicas. Para entonces, Saddam había aumentado a trescientos mil los efectivos instalados en el emirato. Tres días después de dictada la resolución 661, tropas estadounidenses llegaron a Arabia Saudita para encarar la eventual defensa de ese país: se había puesto en marcha la operación “Escudo del Desierto”, destinada también a decirles a Arabia Saudita, a Kuwait y al mundo árabe que Occidente no los dejaba solos.
El 25 de agosto la UN dispuso el embargo marítimo a Irak en la resolución 665 del Consejo de Seguridad. El 25 de septiembre, la resolución 670 ordenó el bloqueo aéreo y la 678 del 29 de noviembre estableció dos puntos a cumplir: el primero, que Irak saliera de Kuwait antes del 15 de enero de1991 y, el segundo punto, si no había retirada iraquí de Kuwait, autorizaba el empleo de la fuerza. Era la guerra.
Para entonces, se había formado una coalición de treinta y cuatro países, entre ellos Argentina, comandada por Estados Unidos y estacionada en Medio Oriente y dispuesta a atacar a Irak si no se marchaba de las arenas kuwaitíes y de su petróleo subterráneo. Era una fuerza de cerca de setecientos mil efectivos y comandadas, al menos en teoría, por el ministro de Defensa de Arabia Saudita, príncipe Khaled bin Sultan. El verdadero poder militar estaba en manos del jefe de operaciones americanos, general Norman Schwarzkopf. Al frente del Tercer Ejército estaba el general John Yeosock, que tenía a su cargo los cuerpos de Ejército VII y XVIII, las fuerzas saudíes y el cuerpo de Marines de Estados Unidos. El jefe de las tropas británicas era el teniente general sir Peter de la Billiere, el de las francesas era el general Michel Roquejeoffre y un general árabe, Saleh Al-Muhaya dirigías las fuerzas egipcias y sirias. El mundo árabe también le decía no a Saddam. Desde los lejanos tiempos de Adolf Hitler no se conformaba una coalición de fuerzas militares como la que estaba dispuesta a librar la “Operación Tormenta del Desierto” para liberar a Kuwait. Saddam también sabía lo que se jugaba. Calificó la guerra por venir como “La madre de todas las batallas”.
La historia de la guerra es otra historia. Empezó, vencido el plazo dado por Naciones Unidas, a las cuatro y media de la tarde del 16 de enero, cuando desde Arabia Saudita y desde los portaaviones americanos anclados en el Golfo pérsico despegaron los primeros aviones de combate con la misión de bombardear la capital iraquí. Para disuadir a Saddam y obligarlo a la retirada, los aliados bombardearon Bagdad. Las primeras bombas alcanzaron tres de los palacios presidenciales, el ministerio de Defensa, la Dirección de Inteligencia Militar, donde sería colgado Saddam en 2006, cinco estaciones telefónicas, el puente Ashudad, el cuartel central de la Fuerzas Aérea, la sede del partido Baath, el partido de Hussein, la sede central de la policía iraquí, la central de televisión y una fábrica de ensamblaje de misiles Scud.
La guerra trajo nuevos nombres de armas poco conocidas entonces: los aliados disparaban misiles Tomahawk, los iraquíes misiles Scud, había misiles que interceptaban misiles y se llamaban Patriots; por primera vez, algunos aspectos íntimos de la guerra se vieron por televisión: las bombas teleguiadas que entraban por las ventanas de los blancos con la precisión de un cirujano, infalibles y letales, provocaron asombro en un mundo que, también por primera vez, seguía una guerra casi en tiempo real desde el comedor de casa.
Saddam Hussein intentó una maniobra desesperada: atacó a Israel con misiles Scud. La idea era provocar al estado israelí a entrar de lleno en el conflicto, romper la coalición y que los países árabes que la integraban, Egipto, Siria y Arabia Saudita, se retiraran. Cerca de cuarenta y un misiles Scud cayeron sobre varias ciudades israelíes como Tel Aviv, Ramat Gan y Haifa. Eran misiles convencionales, Saddam había amenazado lanzarlos con cargas químicas, pero obligaron al Cuerpo de Defensa Civil israelí a aumentar la distribución de máscaras de gas a todos sus ciudadanos. El ataque a Israel obligó a cambiar la táctica aérea de la coalición: Estados Unidos destinó parte de sus aviones F-15 Eagle, dotados de un moderno radar, para rastrear y destruir las plataformas móviles iraquíes desde donde se lanzaban los Scuds contra Israel, que estuvo a punto de perder la paciencia. Su primer ministro, Isaac Shamir, avisó a Estados Unidos que, si no cesaban los ataques a Israel, su país atacaría a Irak. El oportuno llamado a Shamir del entonces secretario de Defensa americano Dick Cheney, hizo abortar una operación de ataque israelí a Irak. Israel no entró en la guerra y, por primera vez en su joven historia, ese país fue escenario de un campo de batalla sin ser un activo actor en el conflicto. Los Scuds iraquíes también cayeron en Turquía y en Arabia Saudita, de modo que los aliados instalaron dos baterías de misiles Patriots en Turquía y veintiuna en Arabia Saudita: pese a ese despliegue, su capital, Riad, fue dañada por los ataques de Saddam.
Después de seis semanas de guerra aérea, el 24 de febrero la coalición lanzó una enorme ofensiva terrestre destinada a liberar a Kuwait. Al final de ese día, el ejército iraquí estaba sometido a un intenso fuego, había iniciado una retirada y diez mil de sus hombres habían caído prisioneros. Menos de cuatro días después, Kuwait había sido liberada, la mayoría de las fuerzas armadas iraquíes estaban destruidas o se habían rendido, o habían emprendido una veloz retirada hacia Irak: antes, pusieron fuego a centenares de pozos de petróleo kuwaitíes.
El 28 de febrero el entonces presidente de Estados Unidos, George H. W. Bush, declaró un alto el fuego y el 3 de abril el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó su resolución 687 que especificaba las condiciones para el formal fin del conflicto; entre ellas y pese a que algunas sanciones a Irak fueron levantadas, se mantuvo la prohibición de las ventas de petróleo iraquí hasta que Saddam no destruyera sus armas de destrucción masiva bajo supervisión de Naciones Unidas. Irak aceptó todo el 6 de abril y el 11 el Consejo de Seguridad la declaró en vigor. La guerra había terminado.
Ciento cuarenta y ocho militares estadounidenses y cien de la coalición cayeron en combate, otros cuatrocientos cincuenta y siete fueron heridos. No hay cifras oficiales de las bajas iraquíes que se calculan en veinticinco mil muertos y más de setenta y cinco mil heridos. También se cifra en cerca de cien mil los civiles iraquíes muertos en los bombardeos de la coalición o por falta de agua, alimentos, medicinas atribuible a la Guerra del Golfo.
La estrella de Saddam Hussein declinó con rapidez, el dictador iraquí se mantuvo en el poder por un régimen de terror en el que tuvieron especial actuación sus hijos, Uday y Kusay. Las dos guerras, una contra Irán y la del Golfo, más las sanciones económicas de Naciones Unidas, habían llevado a la ruina política, social y económica a la en una época orgullosa Irak. Luego de la voladura de las Torres Gemelas de New York, en septiembre de 2001, el entonces presidente George W. Bush acusó a Irak de integrar un “eje del mal” junto a Corea del Norte y a Irán. En 2003, una nueva coalición encabezada por Estados Unidos e integrada por Gran Bretaña, Australia, España y Polonia, invadió Irak a la que acusó de almacenar un arsenal de armas químicas, que nunca fue descubierto, y de tener vínculos con Al Qaeda, la organización responsable de volar el World Trade Center. La invasión, que tomó la capital del país, Bagdad, y la oposición a Saddam lo obligaron a renunciar y a huir durante tres años, hasta su captura en diciembre de 2003.
Hussein fue juzgado y, luego de dos años de juicio, condenado a morir en la horca por el Alto Tribunal Penal iraquí que lo culpó de haber cometido crímenes contra la humanidad, por la ejecución de ciento cuarenta y ocho chiítas de la aldea de Duyail en 1982, por ser responsable del ataque químico a Halabja en 1988, por el aplastamiento de la rebelión chiíta que siguió a la Guerra del Golfo, en 1991, por la guerra contra Irán entre 1980 y 1988 y por la invasión de Kuwait.
Saddam Hussein fue ejecutado el 30 de diciembre de 2006. Está enterrado en Tikrit, su pueblo natal.
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