Él se llamaba Endré Friedman. Ella, Gerda Pohorylles. Eran fotógrafos. De guerra. El mundo los conoció por sus seudónimos. Y por sus fotos. Eran Robert Capa y Gerda Taro.
Se conocieron en París. Se enamoraron. Dos jóvenes exiliados judíos. Él de Hungría, ella de Alemania. Decidieron adoptar seudónimos, no sólo por su sonoridad. Resultaba más sencillo vender fotos a las agencias internacionales y a las revistas ilustrados de la época, haciéndose pasar por un aventurero fotógrafo americano, que siendo uno judío de Europa Oriental. El precio se triplicaba.
Al estallar la Guerra Civil fueron a retratarla, a dejar registro de ella. “No hay guerra sin fotografía” había escrito Ernst Jünger. La pareja recorría España fotografiando los horrores, los sufrimientos y las pérdidas de la Guerra Civil. Estaban decididamente del lado republicano. Elena Garro en su libro Memorias de España 1937 recordó su presencia: “Gerda y su marido, Robert Capa, otro fotógrafo, formaban una pareja muy hermosa. Él tenía el cabello oscuro y los ojos vivaces de color violeta. Eran húngaros y a ambos los envolvía una aureola trágica, romántica, de aventureros jóvenes, bellos y enamorados”.
Entre sus amigos se encontraban Hemingway, Rafael Alberti, León Felipe y Octavio Paz. En sus inicios bajo el nombre de Robert Capa firmaban las fotos obtenidas por ambos; luego, en plena Guerra Civil Española, comenzaron cada uno a firmar sus trabajos.
Gerda Taro tenía los rasgos delicados, el pelo rubio y corto, levemente enrulado, ojos verdes y melancólicos. Y un aire de fragilidad que ella se empecinaba en contradecir en cada una de sus acciones. Fue la primera fotoperiodista bélica. La guerra no era asunto de mujeres.
Tal vez las fotos más célebres de Gerda sean las que obtuvo en la batalla de Brunete. Ella, como siempre del lado de los republicanos fijó en imágenes el ataque de los nacionales y el asedio de la fuerza aérea alemana. Existe una fotografía conmovedora de esa batalla: Gerda Taro no es la fotógrafa, es la fotografiada. En cuclillas, detrás de un soldado de la República, protegida por el soldado de casco contundente y la ladera de una pequeña elevación, se esfuerza por observar los hechos. En el fuera de campo se adivinan las acciones bélicas. Gerda, con la camisa arremangada, sin su elegante boina característica, con su Leica entre las piernas, sigue con atención el combate. Espera el momento exacto para que ella y su cámara entren en acción.
Pocos días después Gerda iba a morir. En su cámara estaban las imágenes de la crueldad. Las que ella venía publicando desde meses atrás. Las fotos no se regodeaban en la crueldad, no apelaban al sensacionalismo. Gerda, con sus trabajos publicados en las principales revistas ilustradas europeas, enviaba un mensaje claro. Mostraba al mundo que, más allá de declaraciones de simpatías a la República, las potencias la habían abandonado, mientras que los golpistas contaban, entre otras cosas, con el apoyo aéreo nazi.
No murió en el frente de combate. Murió regresando de él. Viajaba en el estribo de un auto. Una maniobra brusca del conductor (algunos la atribuyen a un ataque aéreo sorpresivo) hizo que se cayera. Un tanque que los seguía de cerca, de las mismas fuerzas que ella apoyaba, la aplastó (otros dan una versión más épica: un bombardeo enemigo, ella que se refugia tras un montículo y el tanque republicano que no la ve y le pasa por encima).
Murió al día siguiente. Le faltaban seis días para cumplir veintisiete años.
Unas pocas horas antes había dicho: “Cuando piensas en toda esa gente que conocimos y ha muerto en esta guerra tienes el sentimiento de que estar vivo es algo desleal”.
Su historia fascinó a varios. Gerda es protagonista de, al menos, dos novelas recientes: Esperando a Robert Capa, de Susana Fortes y La Chica de la Leica, de Elena Hacnezek.
Robert Capa fue el primer gran reportero gráfico de guerra. En 1938, una foto de él ocupaba toda la portada de la revista Picture Post. El pelo negro prolijamente desordenado y los ojos apenas entornados fijando la mirada en un objetivo lejano. El título: Robert Capa, el mejor fotógrafo de guerra del mundo.
La Guerra Civil Española fue la primera donde las imágenes de la muerte se obtenían en el momento en que se producía. Anteriormente los fotógrafos obtenían los vestigios de las batallas. Las imágenes eran de la batalla terminada, de sus consecuencias. La muerte consumada. Los cuerpos rígidos. La sangre seca. El equipo era pesado, difícil de maniobrar y de cargar. La aparición de la Leica, la cámara portátil con la posibilidad de 36 fotos por rollo, cambió la situación. Después, claro está, todo dependía del coraje y la pericia de cada fotógrafo.
La fotografía tenía una virtud reconocida, una característica de la que nadie dudaba: era objetiva, mostraba sin artificios. Capa y Taro producen un vuelco. Sus ojos –sus cámaras y sus miradas- no son imparciales. Toman partido. Siempre. No solo muestran: juzgan y denuncian. Con contundencia. No hay neutralidad posible. No hay credulidad en sus miradas. Con ellos, la guerra adquiere movimiento e inmediatez.
Capa estuvo presente en cuatro guerras: la Guerra Civil Española, la Chino- japonesa del 38, la Segunda Guerra Mundial y la de Indochina. Sus fotos bélicas y su prestigio se esparcieron por todo el mundo. Estuvo el Día D en el desembarco de Normandía. Sus imágenes de las acciones en la playa Omaha son las que determinan el efecto visual de esa acción clave de la Segunda Guerra Mundial. Si algo faltaba para que esto fuera así, Steven Spielberg en Saving Private Ryan las reprodujo en movimiento con absoluta fidelidad en su primera media hora (Susan Sontag señala en su libro Ante el dolor de los demás la paradoja de que una película obtiene autenticidad al basarse en fotografías, mientras que “una fotografía de guerra no parece auténtica , aunque no haya nada en ella que esté trucado, cuando se parece al fotograma de una película”)
Los soldados aliados corriendo por las explanadas de los anfibios, arrastrándose por las orillas, las salpicaduras producidas por los proyectiles contra el agua, los rostros de dolor. En medio de todo ello, Capa y su cámara. No había otra forma de registrar las acciones. Había que mojarse, inmiscuirse entre las tropas, esquivar las balas. En medio del desembarco, no desde un atalaya protector. Con coraje y convicción. Él sabía: su oficio era similar al de los soldados. El ámbito era el mismo, el campo de batalla. La actividad parecida –al menos desde la semántica. Ambos, el fotógrafo y el soldado, disparan después de apuntar a su objetivo.
El dogma de Capa era: “Si tus fotos no son buenas es que no te has acercado lo suficiente”.
Robert Capa murió como tenía que morir. Cubriendo una guerra. Nunca imaginó que su muerte sería de anciano, en una cama. En Indochina pisó una mina oculta en la abigarrada selva. Fue el primer corresponsal muerto en esa guerra. Tenía cuarenta años.
Rafael Alberti en La Arboleda Perdida homenajeó a la pareja de fotógrafos: “Mereceríais ahora pequeña Gerda Taro y Robert Capa, un recuerdo visible en cualquier campo de batalla de entonces o en el tronco de cualquier pino de la sierra, para que sintiéramos ondear, aunque invisible, aquella pobre bandera tricolor que combatía por la paz mientras era atacada por los de la guerra”.
Una foto de Capa obtenida luego de la Batalla del Segre en diciembre del 38 muestra a dos combatientes después de la derrota. Uno, moribundo en una camilla, con una venda sanguinolenta cubriéndole la cabeza, la barba crecida y pocas esperanzas. Reclinado hacia él, otro soldado. De pie, la cara cansada, la derrota en sus gestos y en las manos un lápiz y una pequeña libreta. Se acerca al amigo, se esfuerza por descifrar lo que está diciendo. El título de la foto cuenta lo que ya habíamos adivinado: Voy a morir… escribirás a mi madre y le dirás…
Sin embargo, la fotografía más célebre de Robert Capa, sin dudas, es La Muerte de un Miliciano. Se convirtió, de inmediato, en la imagen iconográfica de la Guerra Civil Española. Apareció por primera vez en la revista francesa Vu, el 23 de setiembre de 1936. La obtuvo dieciocho días antes en el Cerro Muriano. Robert Capa, en una trinchera, con la cámara sobre su cabeza, capta al miliciano en su descenso. De pronto, los brazos del miliciano se abren. La cara se desfigura en una mueca dolorosa. Las rodillas se doblan.
Recibió un tiro.
Por la espalda.
La foto recorrió el mundo. Un testimonio único. En blanco y negro. Ligeramente fuera de foco. Algo borrosa, granulada. Los rasgos del miliciano son imprecisos; la barbilla levantada, el cuello disparado hacia atrás por el latigazo del proyectil. Es un miliciano que va a morir. Que está muriendo. De un balazo por la espalda.
La imagen no es la de un cadáver. Capa no era un turista dominguero de campos fúnebres, que se regodea en fotografiar a los muertos. No. Él está en medio de la lucha. Capturando en su Leica lo que pasa en la guerra. Personas que viven, que luchan. Que matan, que son matados.
El miliciano extiende el brazo derecho, el fusil acaba de desprenderse de su mano, está a pocos centímetros de ella, de los dedos crispados. Debajo del muslo izquierdo se adivina la otra mano. Inerte, con una laxitud que impedirá amortiguar la caída final. Detrás, sobre la ladera, su sombra detenida un segundo antes, todavía viva.
En ese miliciano, en su muerte, el mundo conoció a esa España que se desangraba.
Muchos años después se puso en duda la veracidad de la foto. Algunos acusaron a Capa de haberla montado. Los peritos se regodearon en el análisis técnico. Que la posición del sol, que los músculos de la mano izquierda, que la postura de la cabeza.
A mediados de la década de los noventa, Mario Brotons Jordá, un arqueólogo e historiador que había sido miliciano en su juventud, identificó a la persona en la foto: Federico Borrell García.
Borrell García, un molinero valenciano, anarquista, simpatizante de la República, murió –según los registros- tras un ataque en el Cerro Muriano el 5 de setiembre de 1936. El día que Robert Capa obtuvo la famosa foto. No hacía falta ningún truco para sacar una foto en la España de la Guerra Civil.
Capa, posiblemente, no se hubiera mostrado demasiado feliz con este descubrimiento. La foto retrata la muerte de un miliciano, no la de, específicamente, Borrell García. La foto retrata, le informa al mundo lo que estaba pasando. Con una fuerza conmovedora. Lo que los ataques cruentos producían, lo que la inacción de los demás países generaba. Robert Capa lo dejó registrado, en el momento exacto en que sucedía: estaban matando a la República.
Por la espalda.
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