El viernes 14 de mayo de 1610 Enrique IV, 56 años, volvía al palacio luego de visitar a su amigo el ministro de finanzas Maximilien de Béthune duque de Sully -casi un todo terreno-, que estaba enfermo. El monarca debía cuidarse porque ya había sorteado varios intentos de asesinato. Ese día cortaron el paso de su carruaje con dos carretas cruzadas en la estrecha calle de la Industria. De una de ellas salió Jean François Ravaillac, un pelirrojo alto y corpulento, quien lo apuñaló dos veces con un cuchillo que había robado de una taberna, y lo mató. Un fanático católico que había intentado en las últimas semanas ser recibido por el rey para convencerlo de que le hiciera la guerra a los herejes.
Enrique IV había nacido el 13 de diciembre de 1553 en el castillo de Pau, cercano a los Pirineos. Su papá era Antonio de Borbón y Duque de Vendôme, más preocupado por sus posesiones que por cuestiones religiosas y su mamá era Juana de Albret, reina de Navarra, quien lo educó en la fe calvinista a pesar de que había sido bautizado como católico.
Cuando murió su padre heredó los títulos nobiliarios, pasó a ser el duque de Vendôme y de Borbón. En los ocho conflictos armados enmarcados en la Guerra de Religión entre el reino de Francia y el de Navarra, el joven duque participó en el tercero, librado entre 1568 y 1569. Al año siguiente se firmó la Paz de Saint-Germain, tras la derrota y muerte del príncipe de Condé, líder protestante. Como prenda de paz, se arregló su matrimonio con Margarita de Valois, hermana del Rey Carlos IX de Francia. En contra de sus deseos, se casó el 18 de agosto de 1572. Ese mismo año, se convirtió en Enrique III de Navarra, sucediendo a su madre, la Reina Juana de Albret, quien murió cuando viajaba hacia su casamiento. Hay quienes sospechan que fue asesinada.
Con Margarita de Valois no fue feliz. Era una morocha muy linda, de cutis blanquísimo, era una de esas chicas que en las fiestas era el centro de atención, sabía vestirse con elegancia y también era una hábil cazadora. Pero su marido, en ese tiempo, solo tenía ojos para Gabriela d’Estrées, una rubia también muy atractiva. Como ambos sabían que era unión destinada al fracaso, ella se consolaba, con mucho recato, con nobles y guardias. Siempre fue consciente que su esposo tenía la costumbre de entrar por las noches en alguno de los cuartos que ocupaban sus doncellas. No habían podido tener hijos y el Papa terminó anulando el matrimonio antes de que su marido fuera rey.
Enrique se casó con María de Médicis el 17 de diciembre de 1600. Tuvieron seis hijos y por lo menos a él se le reconocieron once ilegítimos.
Tras la muerte de Carlos IX asumió el trono su hermano Enrique III, ambos católicos, pero la muerte del hermano y heredero del rey, convirtió a Enrique de Navarra en el único en la sucesión al trono. Sus hermanas estaban fuera de carrera por la Ley Sálica, que excluía a las mujeres a ser cabeza del reino.
Cuando Enrique III de Francia fue asesinado el 1 de agosto de 1589 por un fraile dominico, Enrique de Navarra quedó primero en la lista, hecho que solo toleraron los hugonotes, que era como llamaban los franceses a los protestantes calvinistas. La Liga Católica -un movimiento armado que buscaba imponer el catolicismo- junto al Papa Sixto V y Felipe II de España se negaron a reconocerlo como monarca porque era disidente, reformista y hugonote.
Como los católicos llevaron al trono al cardenal Carlos de Borbón, conocido como Carlos I de Francia, obligó a Enrique a prepararse para conseguir la corona con las armas. Obtuvo algunas victorias pero no le alcanzaron para apoderarse de París.
En ese intríngulis de cruces de parentescos, ambiciones y dinastías, Felipe II de España quiso imponer como reina a su hija Isabel Clara Eugenia, que era nieta de Enrique II de Francia, sobrina de Francisco II de Francia, Carlos IX y Enrique III. Los deseos de Felipe II provocó una grieta en la nobleza y la alta burguesía católica, a quienes se les ocurrió allanarle el trono a Enrique siempre y cuando renegase de su protestantismo.
Enrique quedó ante una disyuntiva. Abjurar de ser hugonote, con lo que perdería el apoyo de parte de Francia -uno de cada diez franceses lo era- o transformarse en el defensor de los intereses del reino por sobre las pasiones religiosas.
El fanatismo religioso quedó de lado y el 25 de julio de 1593 el astuto príncipe se convirtió al catolicismo. Fue cuando algunos le adjudicaron la autoría de la famosa frase: «París bien vale una misa».
El 27 de febrero de 1594 fue coronado como Enrique IV en la catedral de Chartres, a 90 kilómetros al sudoeste de París. Fue el primer rey de Francia de la dinastía borbónica, que tanto daría que hablar en Europa.
Cuando en abril de 1598 firmó el Edicto de Nantes, que daba vía libre a la libertad de conciencia y una acotada libertad de culto a los calvinistas, el país se tranquilizó. Ese mismo año suscribió con España la Paz de Vervins.
Se dedicó a la reconstrucción administrativa y política del reino de Francia. Redujo la deuda pública e implementó medidas que hicieron resurgir la economía. “Un pollo en las ollas de todos los campesinos, todos los domingos”, fue también una suerte de lema que acuñó como una expresión de deseo de bienestar para sus súbditos.
Mantuvo la paz con Inglaterra, ayudó a los holandeses en su lucha contra España y auxilió a los protestantes alemanes. Gracias a las expediciones que financió a América del Norte, surgirían las primeras colonias francesas en Canadá.
Fue un monarca razonable, inteligente, tan amado por sus seguidores como odiado por quienes eran guiados por el fanatismo religioso. Fue sucedido por su hijo Luis XIII de Francia, el cual durante su minoría de edad, hasta 1617, estuvo bajo la regencia de su madre, la reina María de Médicis.
Su asesino fue torturado durante días para que confesase quien lo había mandado o quiénes estaban detrás, pero insistió en que estaba solo y que había llegado a tal determinación cuando percibió que no sería escuchado por el rey. El 27 de mayo de 1610 en la Plaza de Gréve quemaron sus manos con azufre, le arrancaron la carne con tenazas al rojo vivo y sus heridas fueron rociadas con plomo y cera hirviendo, entre alaridos de dolor y maldiciones a una enardecida multitud. Luego ataron sus extremidades a cuatro caballos, fue descuartizado y su cuerpo quemado.
Su asesinato provocó que el pueblo lo llamase “el buen rey Enrique”. Fue en su reinado que terminó esa larguísima guerra de religión y había instalado un tiempo de tranquilidad en la ajetreada Francia.
Es considerado por los franceses como el mejor rey que tuvieron. Es el referente de los monárquicos franceses, los cuales en el día de su entrada a la ciudad lo homenajean frente a su estatua de bronce en Puente Nuevo de París, construido por él. Fue el primer puente de piedra que tuvo la ciudad. Una de las tantas marcas que ese rey dejó en París, esa, la que bien vale una misa.
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