No debió pasar. Pero pasó. No podía haber errores. Pero los hubo. Y así, de una manera casi tonta, un coloso del mar se hundió para siempre, destrozado por otro gigante, en la noche del 25 de julio de 1956, hace ya sesenta y seis años, cuando la técnica, las comunicaciones, los radares, la iluminación y la experiencia hacían imposible el choque de dos barcos. Y sin embargo, el buque sueco Stockholm embistió por estribor al gigantesco crucero italiano Andrea Doria y lo mandó al fondo del mar.
Pudo ser una tragedia. No lo fue por las mismas razones por las que el accidente no debió haber ocurrido. Sólo murieron cincuenta y un personas de las mil setecientas seis que viajaban en el barco italiano y de las setecientas cuarenta y siete que viajaban en el Stockholm. En realidad, se salvaron mil seiscientas sesenta vidas, todas del Andrea Doria y antes de que se hundiera, en el que fue el más grande rescate marítimo civil de la historia.
¿Cómo pasó lo que no podía pasar? Error humano, confusión, malos cálculos, algo de soberbia tal vez. La investigación del accidente fue un fracaso: las dos naves estaban aseguradas por la misma compañía, más interesada en eludir unas indemnizaciones cercanas a los doscientos millones de dólares, que en descubrir qué había pasado. Las culpas cayeron, injustas, sobre el veterano capitán del Andrea Doria, Piero Calamai, al que le quitaron luego toda posibilidad de capitanear un barco y murió, amargado, sin conocer los resultados de las investigaciones privadas, que lo exculpaban.
Andrea Doria era algo así como el buque insignia del nuevo “risorgimento” italiano. Terminada la guerra en 1945, la empobrecida Italia intentaba reconstruir su economía, lo que era muy duro, y su reputación, que era mucho más difícil, dañada como estaba después de veinte años de dominio fascista. Italia había desarrollado en pocos años una industria naviera de lujo, destinada a los grandes viajes transoceánicos, a “mostrar” el progreso italiano. Junto al Doria navegaban los mares el Cristóforo Colombo, el Giulio Cesare y el Augustus, los entonces flamantes orgullos nacionales italianos.
El Andrea Doria, que honraba a un insigne almirante del siglo XVI, y llevaba su estatua tamaño natural a bordo, había sido botado el 16 de junio de 1951 por la Societá di Navegazione Italia, con base en Génova, cuna de navegantes. Medía doscientos catorce metros de largo y veintisiete metros de ancho (eslora y manga, para los amantes del mar), desplazaba veintinueve mil cien toneladas gracias a sus motores de sesenta mil caballos de fuerza; usaba un sistema de propulsión de cuatro turbinas a vapor conectadas a hélices gemelas, que le permitían una velocidad crucero de veintitrés nudos (unos cuarenta y tres kilómetros por hora) y una máxima de veintiséis; tenía capacidad para mil doscientos pasajeros repartidos en tres clases, primera, camarote y turista, y para quinientos tripulantes, muchos destinados a atender sus diez cubiertas. Fue el primer buque con tres piscinas exteriores, una para cada clase, y con una decoración que incluía algunas joyas del arte en camarotes y espacios públicos, en las que se habían invertido más de un millón de dólares. Era el lujo echado a la mar.
Pero, más que lujo, el Andrea Doria ofrecía seguridad. Descansaba en un moderno equipo de radar, capaz de detectar barcos hostiles con los que pudiera chocar; once compartimentos estancos, se podían llenar de agua sin afectar la estabilidad del barco; un veloz y eficaz sistema de extinción de incendios lo ponía a salvo de cualquier trance; era una nave fuerte, sólida, robusta, de doble casco y con botes salvavidas de sobra para la impensable emergencia. Un insumergible, como el Titanic.
Desde que se echó a las olas, el Doria había estado al mando del capitán Calamai, un veterano de dos guerras mundiales con treinta y nueve años de servicio. Él había sido quien había llevado al buque orgullo en su primer viaje a New York, el 14 de enero de 1953, en el viaje que marcó la reanudación del servicio entre Italia y Estados Unidos. Aquella mañana de crudo invierno, toda la colectividad italiana de Nueva York se volcó al puerto a recibir al buque flamante, luminoso, moderno, dinámico, bello. Para aquellos inmigrantes, y para sus hijos, el Andrea Doria era símbolo de la Italia rejuvenecida: herida por la Segunda guerra, la patria lejana recuperaba parte de su esplendor.
Sin embargo, en aquel viaje de gloria, el gran barco había mostrado un punto flaco. En medio de la mar fue atacado por una ola gigante, de más de treinta metros de altura, esos monstruos arteros que siempre acecharon a los navegantes, que le hizo escorarse (inclinarse) unos treinta grados cerca de Nantucket, que sería el escenario de su tragedia final. El Andrea Doria tenía tendencia a inclinarse, a izquierda o derecha, babor o estribor, si era golpeado en un costado por alguna fuerza importante. Pero, aparte de las olas, ¿qué podía golpear al gran Andrea Doria? Los técnicos estudiaron esta rareza y concluyeron, además, que la tendencia se acentuaba cuando los tanques de combustible estaban cerca de vaciarse, al final de sus viajes. En jerga marinera, el bello Andrea Doria “campaneaba”, en referencia a las naves que dan una vuelta de campana. Además, el diseño del barco permitía bajar los botes salvavidas del lado contrario a la inclinación, si ésta era de quince grados, o menor. A partir de los quince grados, la mitad de los botes salvavidas no podían usarse.
Al atardecer del 25 de julio de 1956, el Andrea Doria navegaba cerca de la costa de la isla de Nantucket, Massachusetts, rumbo a su destino final, New York. Se desplazaba lento en medio de una niebla intensa, casi impenetrable. El capitán Calamai había ordenado una sirena de niebla intermitente cada minuto y medio: si alguien no te ve, al menos que te escuche, y había destinado vigías a la proa para evitar sorpresas.
A esa misma hora, rumbo a Suecia y en sentido contrario al buque italiano, navegaba el Stockholm, de la Swedish-American Line. No era un transatlántico de lujo como el Doria, pero cumplía con creces un servicio de carga y pasajeros. Era un veterano que había servido en la Segunda Guerra, cuando casi no había buques de banderas neutrales que navegaran el Atlántico, y bajo la bandera de la Cruz Roja había contribuido a cambiar enfermos por prisioneros de los dos bandos en lucha en Europa. El Andrea Doria lo doblaba en magnitud, el Stockholm desplazaba doce mil seiscientas toneladas, y había partido del muelle noventa y siete de New York con setecientos cuarenta y siete pasajeros y sus ojos dirigidos a los mares del Norte. Para esos mares, que a menudo plantaban trampas de hielo, el Stockholm tenía su proa reforzada, afilada como una navaja.
El buque sueco estaba al mando del capitán Gunnar Nordensson y llevaba como tercer oficial a un muy joven Johan-Ernst Carstens, de veintiséis años. Ambos fueron responsables del primer error de aquella trágica tarde noche. La experiencia decían que los barcos que salían a mar abierto debían pasar a unas veinte millas de distancia del barco faro de Nantucket, porque la ruta era muy transitada y podía haber encontronazos con otros buques. Pero Nordensson prefirió dirigirse hacia el faro, no rodearlo, para acortar millas y ganar tiempo. No era una maniobra ilegal, pero era peligrosa. En términos automovilísticos, Nordensson se metió en el carril contrario.
Dos aclaraciones, tal vez necesarias para comprender la tragedia. El buque faro de Nantucket era, para la época, la primera luz del continente americano vista por los barcos que llegaban a Estados Unidos desde el Atlántico Norte. Había empezado a funcionar en 1854 y servía para marcar nada menos que el límite de las peligrosas aguas de los Nantucket Shoals, los peligrosos bancos de arena del sur de la isla. Y así lo hizo hasta el 20 de diciembre de 1983, cuando apagó su luz y fue reemplazado por una baliza automática.
La segunda aclaración. Una ley del mar establece que el buque que viaja hacia el norte, en caso de peligro, vira a estribor, gira a la derecha. El que viaja hacia el sur hace lo mismo. Así no tienen manera de toparse. La norma rige por cierto para todos los puntos cardinales. La aviación sigue la misma regla del mar, y le suma otra precaución: quien vuela hacia el norte lo hace a una altura par, y quien viaja hacia el sur, a una altura impar. Por si las moscas.
A las once menos cuarto de la noche, el tercer oficial del Andrea Doria, Eugenio Giannini, recibió una señal del radar “a diecisiete millas de distancia, venía hacia nosotros por una ruta paralela y contraria, pero nos íbamos a cruzar a una distancia considerable, unos dos o tres kilómetros”. Lo que Giannini veía en el radar, era el Stockholm que avanzaba por el carril contrario. En el buque sueco pasó algo parecido. El joven Carstens vio en su pantalla de radar que el gran transatlántico italiano navegaba hacia su posición (en realidad, era Carstens quien viajaba hacia el Andrea Doria), pero también pensó que ambos se iban a evitar, que todo no iba a pasar de un fugaz CPA (Closet Point of Approach) el punto más cercano de aproximación por sus iniciales en inglés.
Hubo otros yerros increíbles: ninguno de los dos buques intentó comunicarse con el otro por radio. La sirena de niebla del Andrea Doria, que sonaba intermitente cada minuto y medio, fue silenciada cuando el buque salió por unos minutos a cielo abierto y no fue conectada otra vez al ingresar a otro banco de niebla.
En los puentes de mando de ambos buques, sus responsables interpretaron el drama de modo diferente. A las once de la noche, el Stockholm vio emerger de un banco de niebla al gigantesco Andrea Doria, a menos de seiscientos metros. Con los barcos casi frente a frente, el capitán Calamai quiso ampliar la distancia entre ambos para evitar un choque y viró a babor, a la izquierda. Carstens siguió la norma marina y viró a estribor, a la derecha. Los dos barcos giraron hacia el mismo lado. A su modo, los dos oficiales siguieron las normas náuticas que cada uno interpretó en su favor.
Fue el veterano Calamai quien se dio cuenta del desastre inminente y ordenó un cerrado viraje, de nuevo a babor, para evitar el choque entre ambas proas. Así quedó expuesto el flanco derecho del Andrea Doria a la afilada proa del Stockholm, que penetró en el casco del crucero italiano, perforó la banda de estribor, por debajo del puente, y provocó un desastre en los camarotes en los que murieron gran parte de las cincuenta víctimas del barco italiano. Cinco marineros del Stockholm, las únicas víctimas del barco sueco, murieron en el choque.
Para hacer aún mayor la sucesión de yerros, Carstens ordenó impulsar las hélices en reversa, dar marcha atrás con el Stockholm, que se separó del Andrea Doria con un chirrido infernal y un océano de chispas, y provocó más muertes en los camarotes inferiores. El enorme boquete en las entrañas del buque quedó más expuesto y a merced de las aguas. En medio del desastre, floreció sin embargo un milagro tan inexplicable como la tragedia. Linda Morgan, de catorce años, que dormía en su camarote, fue levantada, con su cama y todo, por la proa del Stockholm, y allí quedó mientras el buque sueco dejaba el estribor del crucero italiano. Ni siquiera cayó al mar. La llamaron “la chica del milagro”. Hoy tiene ochenta años y vive en San Antonio, Texas. Su media hermana, Joan Cianfarra, de ocho años, fue una de las víctimas mortales de la tragedia.
Quien no creía en milagros era el capitán Calamai que ordenó abandonar su barco al que le vio, con certeza, destino de fondo del mar. Mientras, el poderoso Andrea Doria, herido de muerte con siete de sus diez cubiertas abiertas a las aguas del Atlántico, empezaba a inclinarse por estribor a unos veinte grados. Con esa inclinación, más de la mitad de los botes salvavidas eran inútiles: no había forma de bajarlos al mar. El primer barco en ayudar a los pasajeros fue el propio Stockholm, que maltrecho y con la proa destrozada pudo lanzar algunos de sus botes salvavidas. Varios buques que navegaban cerca oyeron el pedido de auxilio de los dos capitanes. A las dos de la mañana del 26 de julio llegó al desastre el Ile de France, otro gran transatlántico que encabezó las tareas de rescate, al que se sumaron el William Thomas, el Cape Anne y el destructor Edward Allen.
A las diez y diez de la mañana del 26 de julio, el orgulloso Andrea Doria terminó acostado sobre su banda de estribor, tapado por las aguas el boquete provocado por el Stockholm, como un gigante pudoroso que se negara a mostrar sus heridas, y se fue a pique de proa, sobre un mar apacible y luminoso, rodeado por otros barcos, sobrevolado por helicópteros y aviones a modo de extraño réquiem mecánico y rumoroso.
Lo que siguió, como suele suceder con las grandes tragedias, fue un siniestro juego de repartos de culpas y responsabilidades, o de intentos de eludir unas y otras. Los italianos prefirieron hacer silencio y los suecos fueron más hábiles para presentar el caso según su indulgente visión de la tragedia. Carstens esgrimió un argumento algo insólito que afirmaba que aquel día no había niebla en alta mar, que por eso no había ordenado hacer señales sonoras con la sirena de su buque para que el Doria los escuchara; adujo que la comunicación por radio era imposible y eludió hablar de su pase al “carril contrario” para acortar la ruta y ganar tiempo. Habló también de “fallas de diseño” en el Doria.
La empresa naviera italiana, en cambio, eligió el silencio. Prohibió a sus empleados hablar sobre la tragedia y, sin echar culpas, apartó del servicio al capitán Calamai, lo que era una informal acusación de incompetencia. Calamai vivió amargado el resto de sus días, murió en 1972, sin volver a capitanear ningún otro buque. El secreto fue parte del acuerdo al que llegaron las dos empresas navieras, que tenían una misma firma aseguradora y demandas por una suma equivalente a ciento dieciséis millones de dólares de hoy. El trato, que evitó hallar un culpable y barrer bajo la alfombra los resultados de cualquier investigación, les hizo pagar sólo seis millones de dólares.
El Ministerio de Marina italiano esclareció por fin el origen y los culpables de la tragedia. Lo hizo a través de una profunda investigación, pero sus resultados también se mantuvieron en secreto durante casi quince años, para no poner en peligro el acuerdo financiero entre la aseguradora del Andrea Doria y el Stockholm y sus demandantes. Recién en 1971, el investigador naval John Carrothers confirmó lo que nunca se había dicho. Señaló como culpable de la tragedia a Carstens, el joven tercer oficial del Stockholm, porque había interpretado mal la escala de su radar y había pensado que el Andrea Doria navegaba mucho más lejos de su buque.
Carrothers envió una carta a Calamai en la que le revelaba algo que, acaso, el viejo capitán sabía. Pero Calamai nunca se enteró: había muerto, a los 74 años, en abril de 1972. Carstens murió en 2007.
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