Mimi O’Donnell no sabía qué responderle a sus hijos. El padre no pasaba a buscarlos pese a que habían arreglado el encuentro hacía unos días. Ella se enojó. Tuvo que atrasar sus planes. La enojaba todavía más que el motivo de la demora, suponía, era alguna de sus adicciones. Si no llegaba en buen estado, iba a tener que enfrentarlo e impedirle que se llevara a los chicos: no estaría en condiciones de cuidarlos. Ya había pasado alguna vez. Pero cuando transcurrieron varias horas, el enojo se transformó en preocupación, en temor. Llamó al guionista y dramaturgo David Bar Katz, amigo íntimo de su ex marido. Le pidió que fuera hasta el departamento a buscarlo, con la voz dominada por la incertidumbre, con la urgencia de presentir que podrían concretarse los peores temores, esos que la desvelaron durante los últimos años. Él quiso tranquilizarla y le contó que habían hablado hacía unas horas y lo había escuchado muy bien.
A pesar de eso, Katz se apuró. Supo de inmediato que algo malo había pasado. Tocó el timbre pero nadie atendió. Cuando pudo entrar todo estaba oscuro. Prendió alguna luz. Había ropa tirada, alguna botella vacía, vasos sucios, restos de comida. Dijo varias veces el nombre de su amigo, como tanteando. Daba cada paso con cautela, con un miedo que lo avergonzaba y con una secreta ilusión, casi infantil, de no encontrar a su amigo. La habitación también estaba vacía, la cama sin hacer. Al prender la luz del baño lo encontró. Estaba tirado en el piso helado, atravesado entre la bañera y el inodoro. La cara de costado, los ojos cerrados, el gesto rígido, la panza enorme apuntando al techo. Sólo tenía puesto los calzoncillos y una jeringa clavada en su brazo derecho. La jeringa estaba ahí como si hubiera querido eliminar incertidumbres, como intentando alivianar el trabajo de los forenses. Era el 2 de febrero de 2014. Philip Seymour Hoffman, quizá el actor más talentoso de su generación, estaba muerto. Tenía 46 años.
Nueve años antes había deslumbrado al mundo interpretando a Truman Capote en la película que narra cómo el escritor investigó cuatro crímenes brutales en un pequeño pueblo rural norteamericano y cómo escribió A Sangre fría, su obra maestra. Por ese trabajo ganó el Oscar y varios premios más. Fue su consagración. Pero Philip Seymour Hoffman hacía bastante tiempo que venía demostrando de lo que era capaz. Capote le dio, nada más, mayor visibilidad. Esquivó la imitación y la parodia, e hizo revivir al escritor con su sensibilidad, su intensidad, su maldad y su petulante vulnerabilidad. Era un papel arriesgado. El exceso propio del personaje podía devorárselo. Pero él revivió a Truman Capote y encontró la profundidad (y la soledad) en alguien aparentemente superficial. Tal vez esa sea la mejor definición de su carrera, aquello que distinguió cada una de sus actuaciones: lo suyo siempre fue esquivar lo trivial, sin caer en la solemnidad.
Su primera gran aparición fue en Perfume de Mujer en 1992. Después entre papeles secundarios en blockbusters y notables películas independientes construyó prestigio y un camino ascendente en Hollywood. Twister, Boogie Nights, Felicidad, Patch Adams, El Gran Lebowski, Magnolia, el Lester Bangs de Casi Famosos, El Talentoso Mr. Ripley y Punch- Drunk Love entre otras. Un catálogo asombroso construido en pocos años.
Era como el Sexto Hombre de la NBA, alguien que no tiene un rol central pero sí fundamental. Los roles de reparto refulgían en sus manos, lograban una potencia única y tenían verdad, sin importar el tono que tuviera la obra. Todos lo buscaban para los papeles secundarios. Pero él no se desesperaba. Hasta se refería con humor a la situación: “De hecho cuando me toque ser protagonista me las voy a arreglar para convertir ese papel en uno secundario”. Su primer protagónico fue en 2002 con Love Lizza. Su actuación fue elogiada por los especialistas pero el film no tuvo éxito.
Luego llegó el turno de encarnar al autor de Música para Camaleones. Y la explosión. En poco tiempo recibió otras tres nominaciones al Oscar como actor secundario. Por La Guerra Privada de Charlie Wilson, La Duda y The Master; estas películas más allá del reconocimiento que la crítica le dispensó, muestran su amplio rango interpretativo: un prepotente oficial de la CIA, un sacerdote católico acusado por pedófilo y un líder carismático de un culto religioso que recuerda a la Cienciología. Se convirtió en uno de los actores favoritos de Paul Thomas Anderson que lo incluyó en cinco de sus primeras seis películas. Esa conexión continúa hasta la actualidad. Cooper, el hijo de Philip Seymour Hoffman, debutó en el cine en Licorice Pizza, la última de Anderson. Cooper Hoffman fue nominado a varios premios como actor secundario. El parecido con su padre no sólo es físico.
Pero Philip Seymour Hoffman no sólo era un actor de cine. Fue nominado al Tony por cada una de los tres papeles que hizo en Broadway en los primeros años del Siglo XXI.
La muerte de un artista siempre provoca congoja, un dolor colectivo. Desde hace un tiempo, las redes sociales ofician de gran memorial, un homenaje público y masivo. El público comparte las experiencias personales con los artistas, aún sus cruces personales fugaces, y cómo su obra influyó en sus vidas. Pero en muchas de esas despedidas lo que hay es nostalgia, reconocimiento del disfrute o las emociones generadas en el pasado. Artistas que ya ancianos no tenían nada más para dar. La sensación es diferente cuando ese escritor, músico o actor está en el pleno uso de sus facultades, cuando todavía le falta mucho más para entregar. Cuando esa muerte temprana impide libros, discos, películas. Y la carrera de Philip Seymour Hoffman en ese momento -en la última década- atravesaba un tramo portentoso. Y no hay motivos para pensar que si lograba dominar sus demonios, no seguiría siendo así durante muchos años más.
Philip Seymour Hoffman nació el 23 de julio de 1967 en Rochester, una localidad del norte del estado de Nueva York. Con sus padres recién separados, a los 12 años, alguien lo llevó a ver una obra de teatro. Hasta ese momento a él sólo le interesaban los comics, la lucha y el béisbol. El programa, a priori, aparentaba aburrido. Algo demasiado complejo y poco atractivo para un pre adolescente: Todos mis Hijos, de Arthur Miller. Pero apenas las luces se apagaron y los actores ingresaron a escena, Philip quedó deslumbrado: “Esa experiencia me cambió para siempre. Obró una especie de milagro en mí”. A partir de ese momento las salidas al teatro con su madre se convirtieron en un programa regular. Poco después empezó a participar de un taller de actuación en su escuela secundaria. Además de desarrollar su nueva pasión descubrió otra ventaja en la actividad: podía conocer muchas chicas.
Estudió actuación en una universidad de Nueva York. Luego de graduarse participó en obras Off Broadway. Eran papeles menores pero que le daban una cierta gimnasia. Mientras tanto trabajaba de camarero, de vendedor y hasta de portero. Lo contrataron para hacer de asesino en un capítulo de La Ley y El Orden y también bolos en películas poco memorables. Recién después de Perfume de Mujer se animó a renunciar definitivamente a su empleo como vendedor de comida étnica en un delicatessen de Manhattan.
Nunca quiso hablar demasiado de su vida privada. No quería exponer ni a su esposa ni a sus hijos. Ellos no debían sufrir como consecuencia de su fama. Además estaba convencido de que cuanto menos supieran de él, mayor era el misterio y mayor posibilidad que los espectadores vieran al personaje que él encarnaba y no a Hoffman haciendo de un personaje.
Pero en una de las tantas entrevistas que tuvo que dar a causa del boom que generó el estreno de Capote y su actuación consagratoria contó que en su juventud había tenido severos problemas con las adicciones, con el alcohol y las drogas. “Tomaba todo lo que caía en mis manos. Y en esa época era mucho”. A los 23 años comenzó un tratamiento de rehabilitación. Según cuentan sus amigos y su esposa mantuvo la sobriedad durante dos décadas. Visitaba regularmente las reuniones de Alcohólicos Anónimos y se alejaba de cualquier tipo de consumo. Alguna vez le dijo a un amigo: “Gracias a Dios no soy millonario. Porque si tuviera mucha plata, si no tuviera temor a quedarme en la calle, me drogaría todo el día”.
La relación con su esposa Mimi O’Donnell empezó en 1999. Philip dirigía y protagonizaba una obra de teatro y ella, diseñadora de modas, era la vestuarista. Al poco tiempo se casaron. Tuvieron dos hijas mujeres y a Cooper. En 2013 se separaron. En los medios se habló de “común acuerdo” y de “buenos términos”. Lo cierto es que el regreso de él a las adicciones volvió insoportable la convivencia. Philip rechazaba la ayuda que se le ofrecía y Mimi no quería que sus hijos crecieran viendo a su padre en mal estado. Ella le buscó un departamento a muy pocas cuadras de su vivienda para que pudiera visitar a los chicos asiduamente.
Mimi O´Donnell, después de la muerte del actor, en una carta pública en la revista Vogue contó algunas de las circunstancias de la caída de Philip. En 2012 volvió a tomar alcohol. Una o dos copas en las comidas. Él afirmaba que lo tenía controlado. Pero enseguida regresó el consumo de drogas duras. La heroína se apoderó de él. A pedido de su esposa inició un tratamiento de rehabilitación. Pero al volver, a los pocos días reincidió. La situación se repitió en otras ocasiones y cada recaída empeoraba la situación.
Mimi relata en el escrito cómo su marido se fue alejando de la familia, y cómo todos los intentos eran infructuosos, hasta que tuvo que tomar la decisión de que no viviera más con ellos. A pesar de ello, seguían moviéndose, en los intervalos sobrios de Philip, como familia. “Me di cuenta que la heroína era más fuerte que nosotros”, escribió Mimi O´Donnell. Llegó a decirle que se iba a morir. Pero él ya no reaccionaba. Cada noche que él salía, la mujer sentía dentro del cuerpo la ominosa sensación del terror, de que sería la última, que ya no volvería a verlo, que sus hijos se quedarían sin padre. La sensación de que había llegado el final. Ese final que ocurrió el 2 de febrero de 2014.
El aspecto físico del actor empeoraba. Había ganado mucho peso y en ocasiones se lo veía desalineado. En un vuelo al volver de un rodaje, cuando antes de abordarlo le pidieron que se sacara los zapatos y el cinturón, Hoffman realizó un involuntario paso de comedia al intentar ponérselos de nuevo tras pasar el detector de metales. Al arribar a destino no pudo bajar del avión por sus propios medios. Lo cargaron dos personas hasta un carrito eléctrico que lo depositara en el taxi que el estudio le había contratado. Él apenas pudiendo articular la frase, se disculpó: “Soy un heroinómano”.
En 2013 ya separado, puso la administración de sus bienes en manos de su mujer. Su patrimonio era superior a los 40 millones de dólares y no quería que sus adicciones pusieran en peligro el futuro económico de sus hijos.
El 2 de febrero de 2014 había vuelto de Atlanta de rodar su participación en una nueva entrega de la saga de Los Juegos del Hambre. Le envió un mensaje a Katz invitándolo a ver el partido de los New York Knicks al Madison Square Garden. Se lo notaba contento. Volvería a ver a sus hijos y tenía unos días de descanso hasta volver al set. Después no hubo más mensajes.
Tras la muerte se supo que esa noche sacó 1.200 dólares de distintos cajeros automáticos y se supone que compró heroína y cocaína. La policía junto al cuerpo encontró 50 dosis de heroína y decenas de jeringas en distintas partes del departamento.
La autopsia determinó que la causa de la muerte fue una sobredosis accidental. En su cuerpo había heroína, cocaína, benzodiacepinas y anfetaminas. El Speedball, la mezcla de heroína y cocaína acabó con otros actores talentosos y voraces como River Phoenix, John Belushi y Chris Farley.
Hoy Philip Seymour Hoffman hubiera cumplido 55 años. Muchos grandes papeles quedaron sin ser interpretados.
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