Barbie es una chica que jugaba con bebotes y a los 20 se fue a California a probar suerte. Una rubia de cintura mínima que tuvo que trabajar de mesera para pagar las cuentas durante los diez años en que fue una inmigrante ilegal en los Estados Unidos. Una mujer con medidas de muñeca que igual se ajusta dentro de un corset para cada performance. Una chica plástica que le teme a las cirugías estéticas. Barbie tiene un hijo al que crió sola. Se separó del padre la noche en que la golpeó tanto que casi le arruina la carrera: no existe la Barbie víctima de violencia, con el ojo negro y maquillada para tapar los golpes.
A Marcela Iglesias la conocen en el mundo como la Barbie humana argentina, pero debajo de la peluca dorada y el riguroso delineador celeste, es tan real como cualquier hija de vecina. La diferencia –le dice por teléfono a Infobae desde Los Angeles, su hogar hace más de dos décadas– es que ella creó su propia fantasía.
Fue en 1999. Tenía 20 años y siempre se había sentido distinta. Desde los 14 su plan favorito era pasar horas en Drug Store, la tienda que en los noventa traía ropa importada con brillos, animal print y transparencias. Se vestía con catsuits y prefería los boliches gays a las fiestas de sus compañeras de clase. Ahí todos se montaban, como ella. Hasta que Buenos Aires le empezó a quedar chica.
Se había recibido de operadora de radio en la Escuela ETER, hablaba en perfecto inglés, y había ahorrado tres mil dólares trabajando como promotora en una empresa de pilas. Con una amiga de la facultad tiraron una moneda al aire. Si era cara, se iban a Miami. Salió seca, y mudaron a Los Angeles. Sin proponérselo, estaba en la tierra de la muñeca articulada más famosa del mundo.
De chica jamás había tenido una propia. Ni siquiera las versiones de la Argentina proteccionista, la Tammy y la Sindy bailarina. “A mi mamá le parecía que la Barbie era una muñeca sexualizada, erótica. Nunca me la quiso comprar y me tuve que resignar a jugar con bebotes”, cuenta Marcela cuando trata de bucear en las razones por las que se fanatizó con el personaje de Mattel. Aunque también dice que la verdad es que tenía que comer.
En esos años de ilegal, sola y con un hijo a cargo, se ganó la vida como pudo. Atendió las mesas en un restaurante argentino, hizo de extra en producciones de cine, de todo un poco. Cuando finalmente el gobierno estadounidense le concedió una visa especial por haber sido víctima de violencia de género –”Fue un solo episodio, pero me bastó con eso. Intervino la policía y hubo un reporte”, cuenta–, Marcela respiró el aire de la libertad y pudo crear su propio emprendimiento.
Por primera vez, sintió que también perdía los tabúes para expresar con el cuerpo la forma en que siempre se había sentido por dentro. Una especie de salida del closet de su deseo de romper con la convención que dice que jugar a las muñecas, disfrazarse, o mezclar la vida real con su universo imaginario son cosas que los adultos no pueden hacer. También una manera de teñir de rosa una historia que, hasta entonces, no había sido nada fácil.
En ese “volver a nacer”, como le llama ella, llenó su guardarropas de outfits color chicle, compró pelucas platinadas y lentes de contacto azules, y se hizo hacer corsets de diseño que le reducen la cintura a 45 centímetros, apenas cuatro más de los que tendría la Barbie original si se llevara a escala humana. La belleza inalcanzable de la muñeca de Mattel –tan cuestionada hoy– para ella era un sueño posible, al menos por un rato, hasta aflojarse el corset. “Tengo la imagen con la que yo me siento cómoda. No digo que todos deban verse así, al revés. Me gusta la gente original, que no se parece a nadie ni responde a estándares”, le dice a Infobae.
Algo de todo eso está detrás de la plataforma The Plastics of Hollywood, donde reúne desde 2016 a personas que, como ella, “le dan a la apariencia física otro significado. Gente diferente, con otra perspectiva sobre el cuerpo, a los que les gusta transformarse en sus propias fantasías”. Entre elfos, aliens, personajes de Tolkien y de Marvel, su identidad surgió con los shows y las notas en los medios, que no tardaron en bautizarla como “la Barbie humana”.
Pero, a diferencia del resto de los artistas de “los plásticos”, Marcela suma otra particularidad: le tiene terror a las cirugías estéticas, así que toda la ilusión y el brillo sintético de la muñeca articulada las consigue con horas (por lo menos dos antes de cada presentación) de maquillaje, extensiones, pestañas postizas, vestidos de látex, tacos altísimos, y los ojos siempre delineados de celeste –su toque personal hasta cuando está “de civil”–. Dice que detrás de su mundo de fantasía hay una realidad que puede ser horrible: “Sé que transformarse a veces duele demasiado. Hay operaciones que salen mal y no se puede volver atrás. Vi el sufrimiento de compañeros con dolores crónicos o que incluso casi se mueren y quedaron con secuelas. No quiero eso para mí. La primera y única cirugía que me hice fue para ponerme lolas hace unos meses. Son implantes muy chicos, de 300 cc, porque yo no tenía nada”.
Iglesias conoció a su segundo marido, Steven Berman, en la aplicación MySpace en 2009 y comparte su pasión con él, que es rubio de ojos claros y se hizo varias operaciones, como barbilla –para tener la mandíbula más cuadrada– y cuello, además de implantes capilares, botox y rellenos. Es lógico que la prensa ya los conozca como Barbie y Ken.
Se casaron en 2013 en un reality del canal Home & Health. “Siempre supe que mi boda iba a salir por TV. Me eligieron en un casting como una trophy wife latina, en plena moda de Sofía Vergara. Mi familia es una especie de Modern Family verdadera”, dice Marcela, y cuenta que sus padres se mudaron a Los Angeles con ella cuando quedó embarazada de Rodrigo, que hoy tiene 21 años.
Fue su Ken el que la convenció de abrir una página en Onlyfans para ofrecerle más contenidos a los más de 950 mil que ya la siguen en Instagram y en su web personal. “No hago pornografía, pero tampoco veo al sexo como un tabú. En realidad, sobre todo me piden consejos para encender la pareja o para cambiar su imagen. Ya lo hacían en mis otras redes, y para mí es parte de mi trabajo asesorarlos en la transformación de sus vidas, pero acá es por suscripción porque, como dice Oriana Junco, ‘esto vale un dinero’”, se ríe Marcela.
Le importa dejar en claro que lo que hace es un personaje y no se autopercibe como una muñeca de plástico. “Yo soy Marcela Iglesias, me gusta caracterizarme como la Barbie humana, pero no me siento una muñeca ni nací en la fábrica de Mattel. No soy un cyborg. Ya existen, pero yo no soy eso. Soy solo una mujer que armó su propio mundo de fantasía, porque la realidad a veces es muy aburrida”.
Un poco para no aburrirse, también hace otros personajes de rubias icónicas: Anna Nicole Smith, Marilyn Monroe, Dolly Parton, Lucille Ball, y su ídola, Pamela Anderson. “Llegué a tenerla muy cerca, pero no pude decirle ni ‘Hola’”, cuenta sobre la ex estrella de Baywatch, por quien suele vestirse con el recordado traje de baño enterizo rojo de la serie. Ya hace un tiempo que decidió usar menos pelucas y extensiones y cambió el platinado por dorado para cuidarse el pelo de las decoloraciones.
Es que también tiene que sostener su imagen cotidiana, y asegura que no vive montada. “No puedo tener reuniones de negocios con traje de látex y pestañas de 20 mm”, explica Iglesias, que además de su marca personal –Queen of Hollywood– y las performances con su grupo de plásticos, tiene una compañía de fitness y varias inversiones de real estate. Ninguna ilusión la saca del tan argentino “acá, en la lucha” con el que atiende el teléfono.
En 2018, casi veinte años después de dejar su país, Marcela pudo volver a Buenos Aires, y hace unos meses trajo a su hijo por primera vez. Lo hizo por la puerta grande: la entrevistaron en varios programas de radio y televisión. Casi una revancha por el tiempo que pasó soñando con la fama y el reconocimiento.
Su otra revancha descansa sobre una vitrina en su casa, a diez minutos de Malibú: son las versiones de la Barbie y el Ken de Baywatch, con sus salvavidas, sus motos de agua y todos los accesorios. “Me los compré hace unos años yo sola –confiesa–. Pasé de la hija única que no tenía con quien jugar a esta mujer de 42 que trabaja para crear su propia realidad”.
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