Camila tenía 16 años cuando escuchó por primera vez el rumor que corría por el colegio: había unas fotos íntimas de ella dando vueltas por los teléfonos de sus compañeros. Camila, que en ese entonces tenía cierta reputación porque había sido presidenta del Centro de Estudiantes, sintió la angustia en el cuerpo pero no terminó de tomar dimensión de lo que estaba pasando. Fue una amiga la que le puso palabras concretas.
—Están hablando de unas fotos tuyas de contenido sexual— le dijo.
Se trataba de fotos cuya difusión, por supuesto, Camila no había consentido. Por un lado, había imágenes sexuales que se había tomado con su ex novio y otras que él le había sacado sin que ella supiera. Por otro lado, había fotos de ella desnuda, personales.
“En las fotos de contenido sexual, si bien se veía el cuerpo de la otra persona, sólo a mí se me veía la cara. Era yo la que estaba expuesta”, cuenta a Infobae Camila Segli, que es tucumana y ahora tiene 20 años. Había fotos más y menos explícitas, algunas consentidas en el marco de su intimidad de pareja “pero las más explícitas, yo ni siquiera sabía que existían”.
A eso se sumaban fotos de desnudez, “de esas que una, por no tener educación en estos temas, se toma sin pensar en los riesgos”, sigue.
Por el estigma que suele provocar la difusión de imágenes sexuales no consentidas en las mujeres, lo primero que Camila quiso hacer fue “esconder toda la situación”. Después, se puso a desandar el camino del rumor: “Fui hablando con cada persona para que me guiara a la anterior. Una que me decía ‘yo lo escuché de tal’, esa otra persona que me decía ‘a mí me lo dijo tal’. Así hasta que encontré al último eslabón, el culpable”.
Camila se comunicó con ese ex novio, pero no porque creyera que él las había difundido. “La hipótesis, según decían todos, era que un amigo de él le había sacado el teléfono, se había hecho pasar por él y había mandado las fotos”.
Su ex se enojó tanto cuando se enteró que “en vez de ayudarme, sólo causó más problemas, porque yo no quería estar expuesta y lo que él hizo fue buscar a uno por uno y querer darle su merecido. A todos, a quien le había robado las fotos y a quienes las habían compartido”.
Había, entonces, un responsable directo y otros que se habían convertido, con o sin dimensión del daño que estaban causando, en cómplices. “Eran adolescentes de 16 años, cuando él los fue a buscar se empezó a revolotear todo el colegio y los padres decidieron tomar cartas en el asunto”.
Lo que hicieron en 2017 los padres de ese grupo de alumnos deja en evidencia la poca confianza que se le tiene a la Justicia en todos los temas vinculados a la llamada “violencia digital”, aún cuando la víctima es una menor de edad. Y la poca dimensión del daño que puede causar.
Mientras Camila sufría en silencio, los padres decidieron secuestrarle el teléfono al alumno que había robado y difundido las fotos y borrarlas, aunque en ese momento ya habían pasado de teléfono en teléfono y nadie podía saber qué tan lejos habían llegado.
El daño ya estaba hecho. “Las fotos habían llegado a mucha gente, también de mi entorno personal, por lo que sentía una vergüenza enorme. También sentía una gran decepción por esos amigos que me habían traicionado, que habían pasado mucho tiempo sin decirme lo que estaba pasando o habían compartido las fotos. No era sólo la vergüenza, era la confianza destruida”.
Lo que siguió fue “un vía crucis muy feo, un dolor muy grande que mantuve escondido y que no le pude contar a nadie. Yo simplemente quería hacer de cuenta que estaba todo bien, que era una chica normal, que a las chicas normales no les pasan esas cosas, y que las chicas tienen que ‘cuidar su integridad’. De hecho, eso fue lo que me dijeron algunos de esos padres, que yo no había cuidado mi integridad como mujer”.
Según esa mirada socialmente extendida, Camila no era una víctima sino culpable, por lo que mantuvo el dolor “reprimido” y se esforzó en seguir como si nada. “Era la víctima escondida”, dice ahora ella, que estudia Derecho en la Universidad Nacional de Tucumán.
Su intención era hacer de cuenta que aquello había muerto y estaba enterrado, pero como toda forma de violencia lo único que hizo fue crecer.
El terror
La segunda vez sucedió a comienzos del 2020, poco antes de que la pandemia obligara al mundo a permanecer en el encierro. Ya habían pasado 3 años de aquello que había sucedido en el colegio.
“El primer mensaje que recibí fue mientras iba a inscribirme a la facultad”, recuerda. Camila se había puesto de novia, por lo que el mensaje no sólo le llegó a ella. “Lo recibí yo y lo recibió mi novio. Parecía de esos mensajes de una cuenta falsa, de esos que uno no abre. Decía ‘tengo tal cosa’. Parecía un spam, así que le dije ‘no le des bola’”.
El siguiente mensaje era una foto de Camila junto a su ex novio. No una foto sexual sino una imagen de una situación cotidiana. “Era la forma de decirme ‘de esto te estoy hablando, por si no entendiste’. Decía que había encontrado una tarjeta SIM y tenía muchas fotos mías, y ahí me di cuenta de que estaba pasando algo malo, otra vez. Todo el dolor que yo creí que había superado, volvió”.
Camila no había visto las fotos cuando se difundieron en el colegio pero esta vez fue distinto, porque se las mandaron directamente a ella. “Y empezó la extorsión, dedicó mucho tiempo a amenazarme. Me decía ‘contestame, si no me contestás las publico’”.
No había sangre ni moretones, ¿eso significaba que la violencia que Camila estaba sufriendo no era real? “Fue terrible, empecé a tener muchas crisis de ansiedad, que es algo que le pasa a muchas víctimas. Pensaba sin parar ‘¿hasta dónde va a llegar?’, ‘¿hasta dónde voy a poder esconderlo esta vez?’, ‘¿qué es lo que va a suceder?’, ‘¿por qué me saqué esas fotos?’”.
La tristeza la tenía tomada. “Era un llanto desesperado y mucha angustia, de no poder respirar casi. No dormía, cerraba los ojos pero estaba todo el tiempo pensando en eso. Me levantaba, miraba el celular y tenía un mensaje nuevo. A esa altura esa persona ya le había mandado las fotos a mi mamá y a mi papá, a mi novio”.
No había un pedido concreto en la extorsión: un “si no me das plata hago tal cosa” o “si no nos vemos hago tal otra”. “Su circo era sólo generar el daño”, cuenta.
Camila, que había sido una buena estudiante, ya no quería salir de la cama para ir a la facultad. “Cuando salía sentía todo el tiempo que alguien me perseguía. De hecho una vez salí y me mandó un mensaje en donde me decía que me estaba viendo. Entonces sentía que me iba a matar, que iba a terminar en las noticias. Se lo dije a mi familia y a mi pareja: ‘Si me pasa algo, si no contesto el teléfono, ya saben por dónde viene’. Me sentía muy desprotegida: alguien, a quien no conocía, me tenía esclavizada”.
A pesar del evidente daño que la violencia digital puede causar, en Argentina la difusión sin consentimiento de imágenes con contenidos sexuales o eróticos aún no es un delito.
Lo del “daño que puede causar”, no es una forma de decir. En 2020, mientras Camila estaba sintiendo todo esto, Belén San Román, una joven de 26 años de Bragado, se suicidó después de que su ex novio viralizara un video y fotos íntimas de ella. Belén era policía y mamá de dos niños.
Las fotos, esta vez, llegaron a hermanos, tíos, primos, cuñados de Camila. “Se metía en mis redes sociales y las ponía en los comentarios. Camila tuvo una ventaja que no muchas víctimas tienen: su familia y su novio la apoyaron, pudo empezar terapia y no hundirse en el dolor.
En el camino, hizo la denuncia y su caso pasó a la Fiscalía Especializada en Delitos Complejos de Tucumán. Lo que siguió, sin embargo, fue un desastre.
“Yo confiaba en la justicia, creía que había encontrado un refugio. Iba todos los días a ver si lo habían encontrado”, cuenta. “Pero lo que pasó es que cerraron la causa porque dijeron, por ejemplo, que yo jamás podría haber sufrido algún daño porque no sabía quién era. Y no, no sabía quién era, porque claramente me extorsionaba desde un Facebook falso, pero ¿por eso no había habido sufrimiento?”.
La sentencia lo dice así: “La denunciante en ningún momento sintió temor alguno a sufrir el mal prometido”.
No estaba rota, era “la mala víctima”. “Tendría que haber intentado suicidarme o haberme muerto directamente”, lamenta. La causa se cerró y no se investigó quién era el o la responsable por lo que Camila no sabe si fue la misma persona que la hostigó en 2017 u otra. Esa persona hoy goza de impunidad absoluta. Nadie se ocupó tampoco de obligar a Facebook, por ejemplo, a eliminar esas fotos.
Después de dos años de dolor, Camila se unió a otras víctimas con las que formaron la agrupación “Ley Olimpia Argentina”. El nombre remite a Olimpia Coral, una chica mexicana que sufrió la viralización de un video sexual cuando tenía 19 años y logró, entre otras cosas, que en su país la violencia digital fuera tipificada como un delito y se considerara una forma de violencia de género.
Camila y el resto de las mujeres argentinas acaban de presentar en el Congreso de la Nación una propuesta legislativa en la misma dirección. Por un lado, el proyecto de Ley Belén (lleva ese nombre en homenaje a la chica que se suicidó en Bragado) plantea agregar al Código Penal los delitos de obtención y difusión no consentida de material íntimo.
La segunda iniciativa es el proyecto Ley Olimpia Argentina, que apunta a incorporar la violencia digital como otra forma de violencia de género. Esto implica, no sólo castigar a los responsables sino crear medidas de protección para quienes la sufren y políticas públicas de “educación digital” para evitar que pase. También hay un pedido en Change.org que ya tiene más de 30.000 firmas y que sigue buscando adhesiones para que la ley avance.
“El corazón del proyecto es que dentro de poco, si a vos te llegan fotos o videos de este tipo, lo políticamente correcto sea no difundirlos. Que originar o compartir un video o unas fotos sea visto como una forma de violencia. Que el miedo, de una vez por todas, cambie de bando”.
SEGUIR LEYENDO: