Si todo hubiese salido bien, la historia pudo ser muy diferente. La Segunda Guerra Mundial pudo terminar casi un año antes, Alemania pudo haber evitado su destrucción masiva y cientos de miles de vidas se hubiesen salvado de morir en los campos de batalla y en las ciudades bombardeadas. Pero todo salió mal. Y la historia fue la que fue.
El 20 de julio de 1944, hace setenta y ocho años, una bomba destinada a matar a Adolfo Hitler y colocada a sus pies en el interior de un maletín, fue movida de lugar y, cuando estalló, mató a cuatro personas y dejó a Hitler herido, pero vivo. Horas después, los complotados en descabezar al Tercer Reich, lanzaron con una proclama su plan para tomar Berlín, las principales ciudades alemanas y copar el mando de las fuerzas armadas para poner fin a una guerra que ya estaba perdida. La proclama decía en su primer párrafo: “¡El Führer Adolf Hitler está muerto!” No sabían que Hitler estaba vivo. La que estaba muerta en verdad era la Operación Valquiria, el nombre en código del golpe de Estado. Y quienes iban a morir eran todos quienes se habían atrevido a darlo. Y muchos más.
El asesinato de Hitler como un remedio para poner fin al drama alemán, una guerra abierta en dos frentes enormes que iba de desastre en desastre, estuvo en la cabeza de los jerarcas de las fuerzas armadas al menos desde 1943. Era la misma jerarquía militar que había aplaudido a Hitler como Führer años antes. En su monumental y minuciosa biografía sobre Hitler, Ian Kershaw hace un interesante planteo que, caprichos de la historia, extiende su interrogante sin respuesta hacia muchos gobiernos del siglo XXI. “¿Cómo fue posible Hitler? –plantea Kershaw– No sólo cómo pudo obtener el poder del Estado un aspirante tan absolutamente impropio, sino cómo consiguió ampliar ese poder, hacerlo absoluto, de tal forma que los mariscales de campo estuvieran dispuestos a obedecer sin vacilar las órdenes de un antiguo cabo”. Kershaw también responsabiliza a la sociedad alemana el haberse dejado arrastrar por el carisma, o el supuesto carisma, de Hitler. Suele suceder.
Aquellos mariscales de campo que obedecían a un cabo, estaban hartos del cabo en 1943. Pero no se atrevían a dar el paso final. Muchos se negaron basados en un código de honor, muy apropiado para el momento. En 1943, los conspiradores contra Hitler sólo tenían de su lado a cinco generales y almirantes más un tibio acuerdo tácito con otros quince altos oficiales, casi todos desconocidos. Era un grupo pequeño porque, en marzo de 1943, los mariscales de campo habían reafirmado su “lealtad inquebrantable al Führer”. Meses después, interrogado por el mayor general Rudolf-Christoph von Gersdorff sobre su eventual participación en el complot, el mariscal Erich von Manstein le contestó: “Los mariscales de campo prusianos no se mutilan”. Sin embargo, no denunció el complot al que le habían invitado a unirse.
El propio Gersdorff había intentado matar a Hitler, o había acercado a los complotados los explosivos para hacer volar por los aires a todo el Tercer Reich. Muchos intentos fallaron porque los eventuales asesinos se arrepintieron a último momento; otros fallaron porque Hitler alteró sus planes y, o bien llegó tarde o se retiró antes de lo previsto de un acto.
El 13 de marzo de 1943 Hitler volvió a salvar su vida por milagro. Los complotados habían decidido destruir el avión del Führer en pleno vuelo, camino a su visita de inspección del Grupo de Ejércitos Centro, en Smolensk. De nuevo, von Gersdorff proporcionó los explosivos y el mayor general que más abogaba por la eliminación de Hitler, Henning von Tresckow los ensambló, los convirtió en una bomba, dijo que, por una apuesta perdida, debía enviar dos botellas de licor al general Helmut Stieff, y pidió al coronel Heinz Brandt que llevara el paquete en el avión. Este es otro capricho del azar: Brandt, que iba a subir la bomba en el avión de Hitler convencido de que se trataba de dos botellas de Cointreau, iba a salvar la vida del Führer un año y dos meses después, también sin saberlo. El avión de Hitler no estalló, Hitler no murió y todo siguió como estaba: el detonador de la bomba se había atascado por la baja temperatura que la altitud provocó en la bodega del avión.
En julio de 1944, la realidad alemana era diferente y peor. Los aliados habían desembarcado en Normandía y avanzaban por Francia hacia Berlín. Lo mismo hacía el Ejército Rojo, después de rendir en Stalingrado al poderoso ejército del mariscal Friedrich von Paulus y encarar también el camino hacia Berlín. Hitler seguía convencido de que la guerra todavía era pasible de ser ganada.
La Operación Valquiria había sido diseñada para copar el poder en el Tercer Reich, en las horas siguientes al asesinato de Hitler. Se trataba de tomar Berlín, diseminar por el Reich las fuerzas del ejército de Reserva, eliminar a las SS o integrarlas al nuevo ejército alemán, ejercer el mando de todas las unidades de la Wehrmacht, las Waffen SS y demás fuerzas armadas, de seguridad y policiales, suprimir el SD, el servicio de inteligencia de las SS, obedecer un terrible mandato que decía: “Cualquier resistencia al poder militar ejecutivo debe ser despiadadamente aplastada”, y negociar la paz con los aliados que, en la conferencia de Casablanca entre Franklin Roosevelt, Winston Churchill y Charles De Gaulle, ya habían pedido la rendición incondicional de Alemania.
Al frente de la Operación Valquiria, que tenía varios acrónimos asociados con las óperas de Richard Wagner, estaba un flamante coronel, Claus von Stauffenberg. Meses antes de su intentona, y ante la pasividad bucólica de los mariscales de campo del Reich, los prusianos y los no prusianos, había exclamado: “Dado que los generales no han logrado nada hasta ahora, corresponde a los coroneles lidiar con esto”. Se había unido a los conspiradores a finales de 1943. ¿Quién era von Stauffenberg? Tenía treinta y seis años, había participado de la campaña del norte de África, en batalla había perdido su ojo izquierdo, su mano derecha y dos dedos de la izquierda. Preveía, con acierto, el final de la guerra y el desastre alemán, y estaba en contra de las “atrocidades cometidas por las SS en y al otro lado del Frente Oriental contra los eslavos y los judíos”.
Después del desembarco aliado en Normandía, von Stauffenberg creía que un golpe de Estado no iba a pasar más que de un gesto y que la oportunidad de una solución política a la guerra ya se había perdido. Aunque, sostuvo, “nunca está totalmente abandonada”. Le preguntó entonces a Tresckow si matar a Hitler tenía todavía sentido. Y Tresckow le dijo que ahora, matar a Hitler era indispensable y a cualquier precio: “La cuestión ya no es la del objetivo concreto, sino demostrar ante el mundo y ante la historia que la Resistencia alemana se ha atrevido a llevar a cabo ese intento decisivo a riesgo de la vida de sus miembros. Todo lo demás es indiferente” Existía incluso un motivo más para matar a Hitler. Y no era un motivo menor, era un motivo prusiano, si se quiere: con Hitler muerto, todas las tropas del Reich que habían jurado lealtad al Führer, quedaban liberadas de aquel juramento.
Stauffenberg tomó para sí los dos cargos más importantes del complot: asesinar a Hitler y liderar, en Berlín, el golpe de Estado. La decisión implicaba un riesgo: las dos tareas eran imposibles de llevar adelante casi al mismo tiempo. Pero Stauffenberg decidió correr el riesgo. Iba a asesinar a Hitler el 20 de julio de 1944, en la Guarida del Lobo del Führer (Wolfsschanze) en Rastenburg, que entonces era Prusia Oriental y hoy es Polonia. Luego de matar a Hitler, volaría a Berlín para ponerse al frente del golpe. Hitler quería analizar con la jerarquía militar la marcha de la guerra, en el que era uno de sus mayores cuarteles generales. Un gran plano del frente oriental había sido extendido en la gran mesa del salón principal, sostenida por gruesas patas de roble.
Von Stauffenberg y su ayudante, el teniente Werner von Haeften, aterrizaron en Rastenburg a las diez y cuarto de la mañana del 20 de julio. Al coronel lo llevaron de inmediato a la Guarida del Lobo, a seis kilómetros de la pista de aterrizaje. A las once y media, terminada un encuentro informativo con el mariscal Wilhelm Keitel y a la espera del encuentro con Hitler, von Stauffenberg preguntó dónde podía hallar un baño para refrescarse un poco y cambiarse la camisa. Camino al baño, y en un pasillo, se reencontró con su asistente Haeften, que traía la bomba en un maletín. Eran dos artefactos potentísimos que pesaban un kilo cada uno y al que debían serle conectados los detonadores. Los conspiradores lo hicieron con la primera bomba, pero no pudieron hacerlo con la segunda porque fueron interrumpidos por el sargento mayor Werner Vogel: venía de parte del comandante general Ernst John von Freyend, ayudante del mariscal Keitel: von Stauffenberg y Haeften tenían que apresurarse porque el Führer estaba por llegar. Vogel no dio el mensaje y se fue: dio el mensaje y esperó con la puerta de los servicios abierta, de modo que la segunda bomba no pudo ser activada. La suerte empezó a jugar a favor de Hitler.
Cuando von Stauffenberg entró al gran salón, la reunión con Hitler ya había empezado. Ambos fueron presentados, Hitler ni se fijó en el joven coronel, absorto como estaba en el informe del comandante general Arnold Heusinger. Stauffenberg se sentó muy cerca del Führer: lo había pedido porque, por sus heridas, alegó, tenía algunos problemas de audición. No era verdad: la cercanía le garantizaba colocar su maletín explosivo a los pies de Hitler. Freyend entró entonces al salón con el maletín de von Stauffenberg, sin saber que llevaba en su interior dos bombas, una activada, y lo colocó frente a su dueño, cerca de Hitler y apoyado en la parte externa de la enorme pata de roble de la mesa principal.
Stauffenberg entonces pidió permiso para irse. Había esgrimido una excusa al entrar a la Guarida del Lobo. A nadie le extrañó: era lo más normal en esos días que los jefes militares entraran y salieran de las reuniones, o que les llamaran por teléfono, o para hacer una llamada telefónica, o para recibir un informe del frente, o de Berlín. Stauffenberg salió para escapar, regresar al aeropuerto y emprender el viaje de regreso a la capital del Reich.
Hitler y todos los altos jefes militares estaban ahora parados frente a la gran mesa principal. El Führer estaba apoyado en un codo, la barbilla en la mano, y trataba de descifrar un mapa de reconocimiento aéreo. No era el único que trataba de descifrarlo. También quería ver todo más de cerca el coronel Heinz Brandt, aquel que, en 1943, había metido en el avión de Hitler lo que creyó eran dos botellas de Cointreau y eran dos bombas metidas en dos botellas de Cointreau, que no estallaron. Brandt se acercó a Hitler y tropezó con algo, el maletín de von Stauffenberg. Lo tomó y lo colocó del otro lado de la gruesa pata de roble de la mesa. Y así salvó la vida de Hitler.
La bomba estalló a las doce y cuarenta y dos.
Stauffenberg y su ayudante Haeften, escucharon la explosión en el edificio de los ayudantes de la Wehrmacht, donde intentaban hallar el auto que los llevaría al aeropuerto. Ambos estaban convencidos de que nadie en aquel salón podía haber salido con vida. A la una menos cuarto iban a una velocidad firme, pero que no despertara sospechas, hacia el avión que los llevaría a Berlín. En el aeropuerto ya había sonado la alarma, pero el oficial de caballería Leonhard von Möllen que conocía a Stauffenberg, no sospechó nada y lo dejó pasar. A la una y cuarto, el avión enfiló su nariz hacia la capital del Reich.
En el bunker de Hitler, donde había veinticuatro personas, la escena era demencial. La explosión había lanzado por el aire a varias personas y derribado casi a todas. Muchas tenían el pelo o la ropa en llamas; once oficiales habían sufrido heridas graves; el estenógrafo Heinrich Berger, que había recibido el impacto de lleno, tenía las piernas destrozadas y murió poco después; el coronel Brandt perdió una pierna y murió al día siguiente; también murió, atravesado por una astilla, el general Ghunther Korten, jefe del Estado Mayor de la Luftwaffe. El comandante general Rudolf Schmundt, ayudante de la Wehrmacht de Hitler, había perdido un ojo y una pierna, tenía la cara quemada y murió una semana después. Los únicos que no recibieron el impacto directo fueron Hitler y Keitel.
Hitler sólo tenía heridas superficiales. Atontado por la explosión, comprobó que estaba ileso, que podía moverse y caminó a tropezones haca la puerta, entre los escombros, con los pantalones en llamas. Allí se encontró con Keitel que lo abrazó llorando: “¡Mi Führer! ¡Está usted vivo! ¡Está vivo!”.
Hitler estaba vivo y maltrecho; tenía la chaqueta del uniforme rota, los pantalones negros del uniforme destrozados y los calzoncillos largos, blancos, hechos jirones. El brazo derecho estaba hinchado y le dolía bastante, apenas podía levantarlo; el brazo izquierdo mostraba rasguños y contusiones; las piernas, llenas de fragmentos de astillas tenían quemaduras y ampollas; había un corte en la frente. Con paso vacilante volvió a su bunker mientras era convocado de urgencia su médico principal, el doctor Theodor Morell. Cuando el sirviente de Hitler, Heinz Linge, entró muy asustado, lo encontró tranquilo. Hitler lo miró y con una tiste sonrisa le dijo: “Alguien ha querido matarme, Linge”. Esa misma tarde, recibió a líder fascista italiano Benito Mussolini, le hizo una visita guiada por el sitio del atentado y le hizo la misma pueril reflexión: “Han intentado matarme”.
Quienes habían intentado matar a Hitler ya estaban en Berlín y habían lanzado su proclama con lo que creían verdad: “El Führer Adolf Hitler está muerto”. El plan de los golpistas consistía en engañar al ejército de reserva, del que von Stauffenberg era uno de los jefes, para que removiera al gobierno civil alemán en tiempos de guerra, con la acusación, falsa, de que las SS habían intentado un golpe de Estado y también habían asesinado a Hitler. Junto al general Friedrich Olbricht arrestaron al comandante del ejército de reserva, general Friedrich Fromm, y ordenaron a las tropas que coparan los principales edificios gubernamentales de la capital.
Algunas oficinas fueron tomadas, pero entonces llegó la revelación en la voz de Herman Göring, el poderoso jefe de la Luftwaffe a quien Hitler había designado como su sucesor: Hitler estaba vivo, dijo Göring, y la Operación Valquiria empezó su brusca caída hacia la muerte. Fromm, que había prometido adhesión a los conspiradores si era liberado, lo fue y se volvió contra ellos. Stauffenberg y Olbricht fueron fusilados esa misma noche, en un descampado, iluminado todo con los faros de unos camiones. Muchos de los otros conspiradores fueron ahorcados en ceremonias terribles: fueron colgados, desnudos, de ganchos de carnicerías y con el cuello atenazado por cuerdas de piano. Ese sistema no quiebra el cuello del condenado, como en la horca común, sino que mata con exasperante lentitud, por asfixia, ante los espasmódicos movimientos de las víctimas que se conocen como “el baile del ahorcado”. Esas ejecuciones fueron filmadas y proyectadas días después, para regocijo de Hitler y su estado mayor, en el “Nido del Águila”, la fortaleza de Berchtesgaden, en los Alpes Bávaros.
Más de siete mil ciudadanos alemanes fueron arrestados, y cerca de cinco mil fueron ejecutados. El rol del mariscal Erwin Rommel, un héroe en la campaña de África y defensor de las costas atlánticas cuando el Día D, aún hoy está en duda. Según quien encare la historia, Rommel participó de la Operación Valquiria. O no tuvo nada que ver. O supo, pero no denunció. De todas formas, Hitler lo obligó a suicidarse.
El fracaso de la Operación Valquiria dio a Hitler, a Göring y a Heinrich Himmler, jefe de las SS y responsable de los campos de exterminio nazis, un control más firme sobre Alemania y su maquinaria de guerra. Hitler se convenció de que el destino jugaba de su lado: “Considero esto como una confirmación de la tarea que me impuso la Providencia. Nada me va a pasar. La gran causa a la que sirvo debe ser llevada adelante a través de sus peligros presentes. Y todo puede llegar a un buen fin”.
En esto, el Führer andaba bien errado.
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