La encontraron muerta en su suite del hotel Beverly Wilshire, Beverly Hills, Los Ángeles, en la mañana del 11 de mayo de 1979. Tenía solo 66 años y pesaba 40 kilos. El alcohol y las drogas demolieron su cuerpo: apenas comía, y la anemia hizo su trabajo.
El certificado de defunción fue escueto: infarto de miocardio. Su dinero cash, aún más: le quedaban solo 3600 dólares en efectivo.
Nació como Barbara Woolworth Hutton, en Nueva York, el 14 de noviembre de 1912 en una cuna de oro.
Su madre, Edna Woolworth, era una de las tres herederas más ricas del país: Helena, Jessie y ella, hijas del magnate Frank Winfield Woolworth, se casó con otro potentado: el bróker de Wall Street, Franklyn Laws Hutton. Su abuelo Frank, además, era el dueño de la cadena de almacenes más popular de los Estados Unidos: en 1917 abrió su local número mil en el corazón de la Quinta Avenida. Un modelo extremo del self made man. Hijo de una familia de granjeros ingleses, en 1900, bisagra entre los siglos XIX y XX, se lanzó a la conquista del american dream, pero en la primera etapa de la aventura lo abatió un grave mal. Sus padres contrataron a una enfermera, Edna, que no sólo lo asistió día y noche: se casó con él.
En 1915, la familia se mudó a una suite en el quinto piso del hotel Plaza de Nueva York, clave para los negocios de su padre: lo más cerca posible de Wall Street y del Gran Dinero.
Barbara cumplió allí cinco años, y su niñez blindada por millones de dólares se quebró de la peor manera: su madre murió y ella fue la primera en ver el cuerpo. Un trauma que la marcó a fuego.
El certificado de defunción dijo “Mastoiditis” (infección del hueso mastoideo del cráneo), pero el rumor a gritos –perfecto oxímoron– habló de suicidio con veneno por los agravios de su marido, un mujeriego de leyenda.
No hubo autopsia: es posible que así lo decidiera un juez amigo del viudo, previo pago de generoso cheque.
Barbara Woolworth Hutton empezó una vida solitaria. Su padre no se hizo cargo de ella, quedó en manos de sus abuelos, pero ambos murieron tres años después.
Desamparada, Barbara hereda la fortuna de su madre: 150 millones de dólares (un billón de hoy). Y a los doce años se convierte en la mujer-niña más rica del mundo.
Alumna del exclusivo colegio The Hewitt School, de Lenox Hill, su timidez y su inestabilidad emocional la convierten en blanco de burlas y de la crueldad infantil de sus compañeras.
A los catorce años vuelve a Nueva York para vivir con su tía Jessie: un tenue paso a favor que mitiga su timidez.
En 1930 cumple 18 años. Presentación en sociedad, según la usanza de la high society. La fiesta, desplegada con los infinitos recursos del lujos cuesta 60 mil dólares. Una fortuna en ese entonces. Tres años más tarde, en plena Gran Depresión, cierta prensa la crucifica por el derroche de dinero no sólo de aquella fiesta, también por el gastado en cada una de sus reuniones sociales.
Su padre, que la dejó a la deriva desde los cinco años, la manda a Europa para frenar la campaña de los diarios, advirtiéndole: “En adelante, todo hombre que se te acerque será para vivir de tu fortuna”.
Así, Bárbara empieza su tercera vida. Tiene sólo 21 años, dinero a océanos, belleza, pero también su depresión y caídas en la bulimia y la anorexia.
Y los cazafortunas huelen su vulnerabilidad.
El primer que se acerca es Alexis Mdivani, ruso de Georgia, que huyó de allí, con sus hermanos, luego de la invasión soviética. Claro trepador social de buen porte y buena ropa, ya estaba casado con Louise Van Alen, una amiga que Barbara conoció en una playa de Rhode Island. La hermana de Alexis, Roussie, gran manipuladora, logró con malas artes que su hermano y Barbara se casaran para evitar un escándalo: invitada a San Sebastián, Alexis había tenido sexo con ella –maniobra premeditada–, y sólo una rápida boda alejaría el descrédito social. Y Barbara cayó en la trampa.
Se casaron el 22 de junio de 1933 en la Iglesia Ortodoxa de París, y el padre de Barbara le entregó al novio, como dote, un millón de dólares: apenas una sombra de lo que el trepador gastaría en una mansión, caballos de polo, ropa de marca y joyas para hombres, con cheques firmados por su mujer.
Su sufrimiento comenzó la misma noche de bodas cuando su flamante esposo le dijo. “Estás demasiado gorda”. De ahí en más vivió obsesionada por el peso, la llevó a la bulimia y anorexia. En su lujoso equipaje llevaba cajas con todas las pastillas que podían ayudarla en su amarga vida: para dormir, para el dolor, para no comer, para la angustia y depresión. La farsa matrimonial terminó dos años después con el divorcio.
Dos días después de separarse, llegó el segundo candidato a marido. Fue el conde Kurt Haugwitz-Reventlow, con quien Barbara tuvo a Lance, su único hijo.
El conde la dominó y le sacó miles de dólares a fuerza de abusos verbales y físicos. Una de esos brutales castigos obligó a internarla en un hospital, y a él le costó la cárcel.
Entre otras vejaciones, la empujó a renunciar como ciudadana norteamericana y abrazar la danesa, para eludir al fisco.
Barbara entró en un laberinto sin salida. O con la peor de las salidas: drogas, y una anorexia que la atormentó el resto de su vida y segó su capacidad de engendrar más hijos.
Obvio: se divorciaron, y ella logró la custodia de su hijo después de una guerra judicial sin cuartel. Pero, repitiendo lo que había hecho su padre, dejó la crianza de Lance en manos de institutrices e internados de altísimo costo.
En 1938, una Barbara sin rumbo tuvo una escapada sexual con el famoso productor y director de cine –además de aviador y mujeriego insaciables– Howard Hughes en el Savoy Hotel de Londres: largas tardes en la cama redonda con sábanas de satén de la suite de Barbara. Pero según ella, "violenta y frustrante, porque yo no podía llegar al orgasmo, y él no podía soportarlo".
En 1939, al filo de los primeros cañonazos de la Segunda Gran Guerra, Barbara se mudó a California, apoyó con dinero a la Resistencia Francesa contra el nazismo, donó su fabuloso yate a la Armada Británica, y vendió sin desmayo bonos de guerra.
En esos turbulentos días conoció al único hombre decente que pasó por su vida: el caballero inglés Archibald Alexander Leach, verdadero nombre del súperstar del cine Cary Grant.
Se casaron el 8 de julio de 1942.
La prensa de escándalo, que nunca dejó en paz a Barbara, a la que apodaron “Pobre niña rica”, definió a esa unión como “Cash and Cary”: juicio canalla, ya que él tenía alto cachet, amó a su mujer -aunque sin abandonar nunca a su pareja gay, el actor Randolph Scott–, se divorciaron sin que él reclamara un dólar, y se preocupó toda su vida por la suerte de ella: una máquina de errores, de angustias, de soledad profunda, que buscaba compensar de la peor manera. Incluso, pagando a hombres por compañía.
Bárbara dejó California, se instaló en París, compró un palacio en Tánger (el Sidi Hosni), que sería su residencia de verano desde 1948 a 1975, y conoció a Igor Troubetzkoy, un príncipe ruso de flaca bolsa de rublos pero conocido urbi et orbi: piloto de autos de carrera, corrió el gran premio de Mónaco para la escudería Ferrari, ganó la mítica Targa Florio, y en 1948, en Suiza, se casó con Barbara.
Fue menos que un matrimonio: el volante se alzó con buen dinero, exigió el divorcio, y ella intentó suicidarse.
La rueda del final se aceleraba: más drogas, más alcohol, más desatinos con el dinero. Como la breve y onerosa relación con el diplomático dominicano y playboy internacional Porfirio Rubirosa -cuyo pene, según Truman Capote, “era grueso como la muñeca de un hombre”–, pareja de la súper sexy actriz húngara Zsa Zsa Gabor, adoptada por Hollywood. Una vez más, Barbara cayó en la trampa. Se casó con él, descubrió su relación con la húngara, y a los 53 días se divorciaron. Pero Porfirio embolsó una indemnización monumental.
Siempre en búsqueda desesperada de un hombre que la amara realmente, la siguiente boda -de 1955 a 1959- con fue con su viejo amigo alemán Gottfried Alexander Maximilian Walter Kurt Freiherr von Cramm. Oficio: tenista de primera línea. Divorcio por aburrimiento. Él murió en El Cairo en 1976: accidente de auto. De 1957 a 1960, fue pareja del norteamericano James Douglas Henderson III, hijo del Secretario de Estados Unidos para la Fuerza Aérea y agregado en París. Tres años de romance que, esta vez, no terminó en el altar.
En 1960, sobre el inmediato eco de su adiós a Henderson III, conoció al joven, errante y aventurero guitarrista –23 años y ella 48– llamado Frank Franklyn. Para más sofisticación romántica, lo conoció en un bar de la exótica Tánger. Lo llevó a su mundo (antípoda de Marruecos, por cierto), lo llenó con regalos fastuosos, fue su amante mañana tarde y noche, y hasta lo rebautizó con un seudónimo presuntamente aristocrático: Lloyd Franklyn, nada menos. Pero el guitarrista duplicó el negocio: la dejó y se casó muy pronto con la inglesa Penny Ansley, heredera de una fortuna en libras.
Su séptimo y último matrimonio, en 1964, recayó sobre un noble o supuesto noble: Pierre Raymond Doan Vinh na Champassak, millonario (por supuesto, en la ruina), dueño de algunas propiedades en Indochina. Todo muy vago y muy lejano. Se divorciaron dos años después.
Siguieron años de romances fugaces, fiestas en honor del jet set neoyorkino que, además de costar fortunas, terminaban con regalos carísimos para todos.
Como si el dinero le quemara, regaló –compulsiva– joyas, autos y hasta casas a casi desconocidos, mientras la larga lista del personal de sus mansiones de verano pesaba cada vez más sobre una una fortuna que empezaba a flaquear. Sin contar la fortuna que gastaba en sus adicciones.
En 1972, el derrumbe es inminente. En España, breve amorío con el torero Ángel Teruel, y como tiro de gracia, drama: Lance, su hijo, muere en un accidente aéreo.
La depresión cierra sus garra sobre la pobre niña rica, que en vano intenta huir con más alcohol, drogas y barbitúricos. Confinada en el hotel de Beverly Hills, llega a pagar a taxi boys: cualquier falso paraíso contra la tragedia de la soledad.
El día de su muerte, la mujer más rica del siglo XX tenía apenas tres mil dólares. Y ni siquiera pudo cumplir su última voluntad: ser enterrada en Tánger.
Yace en el mausoleo de los Woolworth, cementerio de Woodlawn, Bronx, Nueva York.
Último eco: en 2019 y en Sotheby´s, se vendió por 27 millones de dólares la gargantilla de cuentas de jade, firmada por Cartier, que su padre le regaló el día de su primera boda con un cazafortunas.
(Una versión de esta historia escrita por Alfredo Serra se publicó en 2019 en Infobae)
SEGUIR LEYENDO: