No había un gran futuro para ese chico alemán de apenas 15 años, nacido en un suburbio de Baviera, hijo de un pintor de brocha gorda y una costurera, y sin más tesoro familiar que una pequeña biblioteca.
Pero si el cartero llama dos veces, según la novela negra de James Cain, la Providencia es más avara: apenas una. Sin embargo, a los 17 años de Christian Karl Gerhartsreiter, golpeó a su puerta.
Conoció a una pareja de turistas norteamericanos que viajaban por Alemania, y usó sus nombres para falsear una recomendación que le permitiera entrar a los Estados Unidos y anotarse como aspirante a una beca de colegio secundario como estudiante de intercambio.
Corría 1978. Vagando por Connecticut, logró alojarse en la casa de una familia presentándose como Christian Gerharts Reiter: una deformación –y su primera impostura– para hacer más fácil la pronunciación de su nombre.
Pero fue más que una inocente triquiñuela: era el preludio de una farsa en la que también correría sangre.
Entre sus aptitudes, además de la audacia sin límites, sobresalían dos: una notable facilidad para aprender idiomas, y una personalidad actoral: el arte de fingir en su máxima expresión. Legal para los escenarios, e ilegal para estafadores, impostores, tramposos de toda laya.
En poco tiempo perfeccionó su inglés americano, dominó el acento british, y empezó a vestirse como los hombres de la high society que desfilaban por Connecticut. ¿Con qué dinero? Se presume que con el logrado en robos y estafas que no dejaran huellas.
Por entonces cambió su nombre. Fue Christopher Crowe, y también Christopher Chichester, al que agregaba un blasón: descendiente de la Casa Real inglesa.
Entretanto, en aquella primera casa donde se alojó, los residentes empezaron a preguntarse por la suerte o el infortunio de los caseros, John y Linda Sohus, desaparecidos sin dejar rastros.
Antepasado cercano de Frank Abagnale, el impostor que le dictó a Steven Spielberg su film “Atrápame si puedes” (2002), Christian lanzó al mar, y a toda vela, otros falsos personajes. Productor de Hollywood, barón inglés recién llegado desde Sudáfrica, poderoso financista y coleccionista de arte, pariente de los reyes británicos.
Pero aun faltaba su golpe maestro. Y su hipnótico apellido, de esos a los que no se les exige identificación ni explicaciones: se sucumbe como los marineros atrapados por el canto de las sirenas.
Armada ya su panoplia y afinado su entrenamiento, se presentó en los nuevos círculos de alto vuelo, elegidos con la precisión de un láser, como Clark Rockefeller.
Y nadie se atrevió a dudar cuando completaba su ficha: “Mis padres murieron en un accidente de ruta. Soy un banquero independiente. Manejo el flujo financiero de varios países asiáticos. Soy amigo de George Lucas, Britney Spears, el canciller alemán Helmut Kohl. Tengo la llave maestra de todos los edificios del Rockefeller Center, soy el jefe de un nuevo departamento de bonos en un banco de Wall Street…, y sé de fuentes muy directas que Estados Unidos firmó un tratado secreto con China para invadir Taiwán, y que el príncipe Carlos y la reina, su madre, ordenaron el asesinato de Lady Di”.
Y por si poco fuera, vivía en un departamento de lujo sembrado de cuadros de Mondrian, Pollock, Rothko. Desde luego, falsos. Pero, ¿quién le pregunta a un Rockefeller si esas obras tienen certificado de autenticidad? Le bastaba decir “las heredé de mi tía abuela Blanchette, viuda de John Rockefeller III”.
Ese discurso bastó para que Sandra Boss, súper ejecutiva de la consultora McKinsey & Company, con títulos de licenciada logrados en Harvard y Stanford…, se deslumbrara. Fue más que un anzuelo infalible: la presa picó.
Se casaron en 1995, tuvieron una hija, la llamaron Reigh, y la vida siguió, aunque de modo extraño: todo el mucho dinero que entraba… salía de las cuentas de Sandra, y el impostor lo administraba para vivir como un zar: autos, ropa, vinos, whiskies, cigarros cubanos, y la perfecta excusa que esgrimía ante su mujer y sus amigos de los clubes privados en los que el nombre Rockefeller abría las puertas de par en par:
–Por desgracia, mi fortuna quedó atrapada entre los pliegues de la Guerra Fría, y no puedo volver para rescatarla. Además, si retorno a Alemania, me obligarán a alistarme en las fuerzas armadas…
Pero el amor no siempre es más fuerte, como reza la canción.
Sandra se hartó del desplume, también de los malos tratos, y sospechando algo turbio, contrató a un detective privado que descorrió el telón y dejó en carne viva la estafa moral y material. Pidió el divorcio, pero se vio obligada a aceptar que su ex visitara a Reigh tres veces al año.
Victoria pírrica. Él, rey del Universo de la Mentira, dio un grosero paso en falso: en una de esas visitas secuestró a la niña, de 7 años, y se refugió con ella en un departamento que alquiló en Baltimore, Maryland, posiblemente para extorsionar a Sandra y devolverla a cambio de una gran suma de dinero.
Pero fracasó. Ante la denuncia de Sandra, la policía ató cabos y se lanzó detrás de ese Rockefeller tan –¡pero tan!– flojo de papeles, y lo detuvo seis días después. Reigh, ilesa.
Después, el tiro de gracia. En 1994, cuando los nuevos dueños de la primera casa en la que vivió el supuesto magnate ordenaron construir una piscina, los dientes de la excavadora salieron a la luz con tres bolsas de huesos humanos.
Eran los restos del cuerpo descuartizado de John Soush, asesinado por Christian-Karl cuando otro John Soush, hijo del muerto, sospechó que el altanero pensionista trataba de aprovecharse de sus padres. Otras evidencias –huellas, por caso– completaron el macabro puzzle. Nunca se encontró el cuerpo de Linda, pero la policía no tuvo dudas: también la mató aquel joven que alardeaba de grandes proyectos. Y que tal vez planeaba hacer lo mismo con el hijo del casero…
En agosto de 2013 fue sentado en el banquillo del Tribunal Superior de Los Ángeles.
De pie, Christian Karl Gerhartsreiter, entonces de 52 años, oyó la sentencia del juez George Lomeli:
–Por asesinato en primer grado con premeditación y alevosía, se lo condena a una pena mínima de veintisiete años.
El reo no se inmutó. Su cara era un témpano. La misma frialdad con la que un día dijo “Soy Karl Rockefeller”. Y le creyeron. Le creyeron por largos treinta años, sin dudar ni preguntar. Rendidos ante el poderoso influjo de ese apellido de once letras del inmigrante alemán John Davison Rockefeller, el pionero. Que empezó su imperio con el negocio del café, y lo elevó a alturas siderales con algo mucho más denso y oscuro: el petróleo. Y su primer y gigantesco templo: Standard Oil Company.
Un mundo imposible de conquistar por un hábil impostor que se metió en sus entrañas, pero estaba vencido de antemano. La Providencia no llamó dos veces.
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