La era nuclear no empezó en la Hiroshima devastada por el estallido de la primera bomba atómica, el 6 de agosto de 1945. Ese fue el debut de la más poderosa bomba conocida hasta ese momento, lanzada por un país, Estados Unidos, contra otro, Japón. Tres días después, otra atómica destruyó la ciudad de Nagasaki y apresuró la rendición incondicional de Japón y el final de la Segunda Guerra Mundial.
Pero, en verdad, la era nuclear empezó días antes, con la explosión del primer dispositivo atómico, que se hizo estallar amarrado a una columna de acero en el desierto de Alamogordo, Estados Unidos. Técnicos y científicos supieron entonces que ese dispositivo atómico podía ser instalado en una bomba, que la bomba podía transportarse por avión y ser lanzada contra un objetivo determinado. El estallido no mató a nadie, al menos no en el momento, probó que el poder desatado era tremendo, tal como habían vaticinado los científicos que durante seis años estudiaron los efectos de la fisión del átomo; contentó y aterró al mismo tiempo a las doscientos sesenta personas autorizadas a ver la prueba, ninguna a una distancia menor a los nueve kilómetros; hizo decir al responsable de la investigación, el físico Robert Oppenheimer: “Me he convertido en muerte, en destructor de mundos”, parte de un poema del indio Bhagavad Gita, y desató un vendaval de reacciones políticas que engendraron el embrión de la Guerra Fría, decidieron a la URSS a igualar el poder atómico de Estados Unidos, lanzó lo que luego se conoció como “carrera nuclear” y sembró una enorme amenaza latente para un mundo que estaba a punto de perder la inocencia, sacudida ya por los horrores de la guerra y el Holocausto desatado por los nazis.
La fecha elegida para la probar la primera atómica fue la del 16 de julio de 1945, hace setenta y siete años. El sitio era parte del desierto de Los Álamos, una zona remota conocida como Alamogordo que después pasó a llamarse White Sands, Arenas Blancas, entre los pueblos de Carrizozo y San Antonio, en el estado americano de Nuevo México. Si bien los científicos dirigidos por Oppenheimer confiaban en el éxito de la prueba, nadie sabía qué iba a pasar, ni cómo iba a resultar el experimento, ni cuáles fuerzas se iban a desencadenar. Hicieron apuestas.
Los vaticinios fueron desde un fracaso total, al estallido equivalente a diecinueve mil toneladas de TNT, que fue lo que sucedió, pasando por la eventual desaparición de Nuevo México, la ignición de la atmósfera provocada por el intenso calor que desataría la bomba y la probable incineración de todo el planeta. Los pronósticos no eran optimistas. El incendio de la atmósfera fue considerado imposible, pero la sola mención de esa probabilidad, sembró cierta inquietud entre los investigadores.
William Laurence, el periodista oficial del Proyecto Manhattan, que así se llamó el programa de desarrollo de la bomba atómica, tenía en su oficina del New York Times dos textos a publicar ni bien terminada la prueba. Uno, anunciaba el éxito de una “nueva y poderosa bomba”, sin dar mayores detalles, elaborada por Estados Unidos: fue el texto que se utilizó. Pero el segundo texto, más macabro, anunciaba la muerte de todo el equipo científico, víctima de “un extraño accidente”.
No hubo ni avión, ni lanzamiento desde el aire de la bomba, paracaídas mediante, como se usaría sólo dieciocho días después en Hiroshima. El dispositivo nuclear de plutonio, que tenía el nombre clave de “Gadget”, fue instalado en la parte superior de una torre de acero de veinte metros de altura para ser detonado. Una gran “canasta”, también de acero y con su nombre clave, “Jumbo”, estaba destinada a recuperar el plutonio si la prueba fallaba. Porque podía fallar. Todo estuvo listo para probar la bomba a las cuatro de la mañana de aquel 16 de julio.
No pudo ser. Lo impidió el mal tiempo y la prueba se postergó por una hora y media. Por fin, el módulo quedó preparado para estallar a las cinco y media de la mañana: pese al enorme poder devastador que le auguraban, el dispositivo tenía un nombre evangélico: Trinity, Trinidad.
Comidos por los nervios esperaron el general Leslie R. Groves, un ingeniero que quedó a cargo de la dirección militar del Proyecto Manhattan, que había nombrado a Oppenheimer director científico. Pocos los sabían, pero Oppenheimer era investigado a esas horas por el FBI por su pasado izquierdista, que no era tan pasado. Oppenheimer había dejado clara sus posturas a favor de un desarrollo nuclear que no fuese exclusivo de Estados Unidos. Había sido él quien había formado el equipo de científicos europeos y americanos en el que figuraban Enrico Fermi, el pionero en interesar a los Estados Unidos en el desarrollo nuclear, Robert Serber, Emil Konopinski, Félix Bloch, Hans Bethe y el húngaro Edward Teller. Teller había convencido a Albert Einstein para que, en 1939, escribiera una carta al entonces presidente Franklin Roosevelt para interesarlo en el proyecto atómico, antes de que los nazis desarrollaran primero la letal bomba.
Bajo el ojo del general Groves, Oppenheimer, había propuesto una región de Nuevo México, no muy lejos de su propio rancho, para armar un laboratorio experimental. Así nació el laboratorio de Los Álamos, en el que Oppenheimer fue figura clave en el desarrollo científico del proyecto, y en armonizar los conflictos inevitables entre los hombres de ciencia y los militares. Pero además de sus opiniones a favor de un desarrollo nuclear amplio, el científico tenía a su hermano Frank afiliado al Partido Comunista americano, lo que lo hacía más sospechoso ante el FBI. Cerca del final exitoso del Proyecto Manhattan, las denuncias contra Oppenheimer arreciaron, en especial debido a que uno de sus amigos, Haakon Chevalier, profesor de literatura francesa en la Universidad de Berkeley, con fuertes contactos con figuras del comunismo americano, había pedido información sobre el Proyecto Manhattan a tres de los alumnos de Oppenheimer.
¿Era sospechoso de espionaje el director científico del Proyecto Manhattan? Sí, lo era. Pero el general Groves decidió que no lo podía retirar de la investigación: estaba en juego la suerte de la Segunda Guerra Mundial. Además, ya había una carrera nuclear oculta: los alemanes, derrotados en julio de 1945, habían desarrollado el Proyecto Uranio que había pasado completo a manos de Estados Unidos, interesado en las investigaciones atómicas alemanas ni bien terminada la guerra en Europa. Y los soviéticos estaban en pleno ensayo de su bomba atómica a través de la Operación Borodino. Estados Unidos no tenía tiempo que perder.
El 16 de julio de 1945, Trinity estaba lista para estallar. El nombre había sido idea del propio Oppenheimer que, dijo más tarde, se había inspirado en un verso del poeta John Donne, que vivió entre 1572 y 1631. Pero el historiador Gregg Harken lo adjudicó a una especie de homenaje póstumo de Oppenheimer a Jean Tatlock, que fue la muchacha que le había hecho conocer a John Donne cuando eran novios, allá por los años 30. Jean se había suicidado meses antes del ensayo nuclear y la noticia había dejado al científico consternado y dolido.
A las 5:29:45 de la mañana del 16 de julio, Trinity estalló con una potencia y una energía equivalentes a diecinueve mil toneladas de TNT. No incendió la atmósfera, no barrió con el estado de Nuevo México, ni acabó con el planeta, pero dejó un cráter de tres metros de profundidad y trescientos treinta metros de ancho. La torre de acero que albergaba el uranio enriquecido se vaporizó. Las montañas que rodeaban el sitio de la prueba se iluminaron por dos segundos de un morado intenso que viró al verde y, finalmente, al blanco resplandeciente; el sonido de la explosión demoró cuarenta segundos en llegar al sitio que ocupaban los observadores; la onda expansiva se percibió a ciento sesenta kilómetros de distancia; una enorme nube en forma de hongo se elevó a doce kilómetros de altura; un fuerte viento extraño, desconocido, eliminó la vegetación y pulverizó las construcciones precarias que se habían levantado para certificar los efectos de la bomba; una espesa nube radioactiva se esparció a la redonda del sitio del lanzamiento: no mató a nadie, pero hizo que en los años siguientes se multiplicaran los casos de cáncer en los lejanos pueblos de Nuevo México.
En el cráter, la arena del desierto, compuesta de sílice, se derritió y se convirtió en un vidrio verde claro que fue llamado “Trinitita”, y fue el primer cristal, o cuasi cristal, de origen humano. Con parte de ese cristal, más una roca oscura, áspera y hostil, se alzó un obelisco un tanto tétrico que se levantó en 1975, cuando la zona fue declarada Monumento Histórico Nacional. Aquel desastre había sido todo un éxito.
El fuego atómico todavía ardía cuando la futura bomba atómica que había estallado en el desierto americano empezó a tener resonancias políticas. Había que avisar de la prueba exitosa al presidente Harry Truman (Roosevelt había muerto el 12 de abril de 1945) que no estaba en la Casa Blanca, sino camino a Potsdam, en la Alemania derrotada, a treinta y cinco kilómetros de Berlín, la antigua capital del Tercer Reich, ahora destruida y en manos rusas.
Truman iba a reunirse con el primer ministro británico, Winston Churchill y con el líder soviético José Stalin. En la última reunión de “Los tres grandes”, se iba a decidir el destino de la Europa de posguerra, las nuevas fronteras, en especial la de los territorios del Este controlados por los soviéticos. ¿Cuáles eran los planes de Stalin? Truman ansiaba que la URSS declarara la guerra a Japón: su participación en el último resabio de la Segunda Guerra, la lucha en el Pacífico, era fundamental para que Japón aceptara la rendición incondicional que le iban a plantear los “Tres grandes” al término de la conferencia de Potsdam.
Pero el éxito de la prueba atómica en el desierto de Nuevo México, lo cambió todo. Al día siguiente del estallido, Truman recibió un telegrama en Potsdam. Decía: “El niño nació bien”. El “niño” era la bomba atómica. Truman supo entonces que no sólo contaba con el arma más poderosa de la historia, sino que ya podía prescindir de Stalin y su declaración de guerra a Japón. Con el telegrama en el bolsillo, Truman se enfrentó ese 17 de julio por primera vez con el líder soviético. Por la noche, el presidente anotó en du diario: “Pocos minutos antes de las doce levanté la vista del escritorio y allí estaba Stalin, en la puerta. Me puse de pie y avancé para encontrarme con él. Extendió la mano y sonrió. Yo hice lo mismo, temblamos… y nos sentamos”.
Truman le dijo a Stalin algo que el ruso de Georgia quería escuchar: que su estilo diplomático era franco y directo. Stalin se mostró muy halagado. De todos modos, Truman le manifestó su esperanza de que los soviéticos declararan la guerra a Japón y Stalin habló de imponer un control soviético sobre algunos territorios anexados por Japón y Alemania al inicio de la guerra, en 1939. Truman no dijo nada sobre el Proyecto Manhattan, ni sobre el exitoso estallido atómico de Nuevo México.
A esa misma hora, el secretario de Estado americano, Henry Stimson, visitaba a Churchill en la casa que el británico tenía reservada en Potsdam. En sus ya legendarias Memorias, Churchill recordó así esa visita: “El 17 de julio llegó una noticia que podía conmover al mundo. Por la tarde, Stimson estuvo en mi casa y me puso por delante una hoja de papel en la que leí: ‘Los niños han nacido de modo satisfactorio’. Así fue cómo me enteré de que algo extraordinario acababa de suceder. ‘Significa –me dijo Stimson– que el experimento del desierto de México ha tenido éxito. La bomba atómica es una realidad”.
A la mañana siguiente, 18 de julio, Churchill recibió en mano una descripción completa del estallido y una invitación de Truman a conversar sobre cómo darle la noticia a Stalin, sin decirle toda la verdad. Sobre todo, Churchill y Truman debatieron sobre cuándo hablar con Stalin. “¿Debíamos hacerlo en una reunión especial y oficial, en el transcurso de una de nuestras conferencias diarias, o después de una de ellas? –recuerda Churchill en sus Memorias–. El presidente llegó a la conclusión de adoptar el último de los tres procedimientos. ‘Creo que será mejor decirle, después de una de nuestras reuniones que tenemos una bomba totalmente nueva, que se sale de lo ordinario, la cual creemos que tendrá efectos decisivos sobre la voluntad japonesa de continuar la guerra’, me dijo. Yo accedí a poner en práctica ese procedimiento”.
Esa noche, Truman mencionó en su diario, en secreto, a la bomba atómica como “algo de dinamita que no estoy explotando en estos momentos”. También dejó para la historia su opinión sobre Stalin, con quien se había fotografiado al mediodía, en un bien regado brindis. “Puedo lidiar con Stalin –escribió Truman– Es honesto, pero inteligente como el demonio”. Stalin no tenía la misma opinión de Truman. Dijo a los suyos que el presidente americano “no tiene ni punto de comparación con Roosevelt. Truman no tiene cultura, ni inteligencia”.
Recién el 24 de julio, a una semana de iniciada la conferencia de Potsdam, Truman se acercó a Stalin para hablarle de la nueva y poderosa arma estadounidense. Fue después de una tensa disputa entre los tres líderes, en especial entre Churchill y Stalin. El británico arremetió contra el ruso por “haber sellado las fronteras de Europa Oriental”. Se refería a las dificultades que una misión inglesa había tenido en Bucarest, Rumania:
-Se ha levantado una cerca de acero alrededor de esos países, se quejó Churchill.
-¡Esos son cuentos!, le contestó Stalin en el estilo franco y directo que había elogiado Truman.
Con su frase, Churchill había anticipado el final de la Gran Alianza entre Gran Bretaña, Estados Unidos y la URSS y había esbozado la teoría de la “cortina de hierro” que haría famosa años después.
Al terminar el debate, Stalin abandonó malhumorado el salón seguido por su traductor, N. Pavlov, que no se separaba de él ni un instante. Detrás de Stalin marchó Truman, que se esforzó por alcanzarlo para comentarle como al pasar, ante cierto estupor de Churchill: “Estados Unidos ha probado una nueva bomba de un poder destructivo extraordinario”. El traductor Pavlov miró muy fijo a Stalin y recordaría luego: “No se movió ni un músculo de su rostro. Simplemente dijo que estaba encantado con la noticia”. La respuesta de Stalin fue: “¡Una nueva bomba! ¡De un poder extraordinario! ¡Y probablemente será decisiva para la guerra contra Japón! ¡Pero qué suerte!”.
Truman se quedó con la sensación del deber cumplido. Churchill pensó que Stalin no había comprendido el verdadero alcance de las palabras de Truman. Y Stalin se había dado cuenta de todo. Sólo seguía el plan elaborado por su verdugo principal, Lavrenti Beria, de no dar ninguna satisfacción a los americanos. Pero al regresar al palacete que albergaba a la delegación soviética, Stalin, junto al mariscal Gueorgui Zhukov, que había capturado Berlín a sangre y fuego, y a Andrei Gromiko, que sería luego el canciller de la URSS durante buena parte de la Guerra Fría, llamó al entonces ministro de Relaciones Exteriores de la URSS, y fiel estalinista, Viacheslav Molotov para decirles a todos: “Un arma nueva y absolutamente poderosa, es una bomba atómica. Pero Truman no dijo exactamente eso. Pero es eso. De todas formas, los americanos no pueden tener más de dos bombas. Todavía podemos alcanzarlos”.
De inmediato, Stalin habló con el profesor Igor Kurchatov, a cargo del proyecto atómico soviético. Lo urgió a que acelerara la producción de la bomba atómica. Desde Moscú, Kurchatov debe haber sonreído con tristeza: el proyecto estaba paralizado por el lento accionar de la burocracia soviética y del propio Stalin, a quien los científicos llamaban con un apodo alegórico: “Culo de Hierro”. Le dijo a Stalin que su laboratorio carecía de energía eléctrica y que no podía ampliarse porque carecía de tractores para derribar los árboles que lo circundaban. Stalin ordenó entonces dejar sin servicio eléctrico a zonas muy pobladas, todas cercanas al laboratorio, y puso a disposición de Kurchatov dos divisiones de tanques que iban a funcionar, a su modo, como tractores.
El estallido de Trinity lo había acelerado todo. El 2 de agosto, desde el buque de guerra que lo llevaba de regreso a Estados Unidos, Truman ordenó el bombardeo atómico sobre Japón.
Stalin mantuvo luego una nueva reunión con Molotov y Gromiko en la que se sinceró: “Nuestros aliados nos han informado que Estados Unidos posee una nueva arma. Hablé con el profesor Kurchatov inmediatamente después de que Truman me lo comunicara. La verdadera cuestión es la siguiente: ¿deben los países que tienen en sus manos la bomba atómica competir unos con otros, o deben encontrar una solución que implique la prohibición de su producción y uso?”
A lo largo de setenta y siete años, la pregunta fue contestada de las dos maneras. Pero todavía no tiene una sola respuesta.
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