A fines de la década de los ‘50, durante un viaje en tren por Inglaterra, Alfred Hitchcok literalmente devoró una novela policial basada de manera libre en un hecho real. Era una historia sencilla sobre un hombre solitario que mantiene una relación muy extraña con su madre, anciana y enferma, y que se convierte en asesino en serie.
El director quedó seducido por esa historia y al volver a los Estados Unidos le pidió a la Paramount que comprara los derechos de la novela para adaptarla y filmarla, pero además le encargó a su agente, Peggy Robertson, que comprara todos los ejemplares disponibles de la novela. El objetivo era que, cuando el público viera la película, no conociera el sorprendente y aterrador final de la trama.
La novela se llamaba Psycho y su autor era el estadounidense Robert Bloch, que sólo cobró 9.000 dólares por la cesión de los derechos. El resultado fue Psicosis, estrenada en 1960, una de las más escalofriantes películas que se hayan filmado.
Pero Psicosis fue una ficción basada en otra ficción, detrás de las cuales se escondía la historia verdadera de un criminal de carne y hueso llamado Edward Theodore Gein, a quien los medios de comunicación habían bautizado como “El Carnicero de Plainfield”, asesino en serie, violador de tumbas, fetichista y fabricantes de objetos con un material muy sensible y particular: la piel humana.
Si algo puede decirse del escritor Bloch y del director Hitchcock es que los dos trabajaron con celeridad extrema, porque el descubrimiento de los crímenes de Ed Gein y la detención del “Carnicero” eran cosa bien reciente.
El crimen de la ferretera
Aunque nadie lo imaginaba, Ed Gein era un asesino en serie consumado cuando cometió el crimen por el cual lo atraparon en Plainfield, Wisconsin, su lugar en el mundo desde siempre, donde había nacido, fue criado y había enterrado a su madre.
La mañana del 16 de noviembre de 1957, sábado para más precisiones, un cliente entró a la ferretería del pueblo para comprar una pala. No encontró a su dueña, Bernice Worden, pero se topó con un copioso charco de sangre y un reguero rojo que revelaba que un cuerpo –tal vez el de la buena de Bernice– había sido arrastrado.
Como Plainfield era un pueblo chico, la policía no demoró en llegar a la escena del crimen. Los dos agentes que entraron al local vieron el charco y el rastro de sangre y buscaron infructuosamente a Bernice. Después uno de ellos fue hasta la caja, porque lo primero que se hace en esos casos es comprobar si se trataba de un robo, pero el dinero estaba. Y junto a la caja había un libro de contabilidad. Allí Bernice había anotado su última venta y el nombre del comprador:
Decía: “anticongelante” y al lado “Ed Gein”.
Eso, claro, no significaba que Ed, el inofensivo solitario al que todos conocían, tuviera que ver con el charco de sangre, los rastros y la desaparición de Bernice, pero podía ser un testigo, tal vez había visto algo.
Mientras los dos policías se quedaban en la ferretería, el sheriff y otro agente fueron a su granja.
La granja del horror
El sheriff golpeó la puerta, pero nadie respondió, y tampoco estaba la camioneta de Ed. Casi por instinto, el sheriff movió el picaporte y la puerta se abrió. Quizás algo enceguecido por la luz exterior, entró en la casa sin ver muy bien el interior. Había dado dos o tres pasos cuando sintió que algo le rozaba el hombro y se sobresaltó. Se dio vuelta y entonces si vio: del techo colgaba el cuerpo decapitado de una mujer con uno enorme y profundo agujero negro en el pecho, desde donde goteaba sangre.
El cadáver colgaba de un gancho por el tobillo y con un alambre le habían sujetado el otro pie a una polea. Alguien lo habían rajado desde el pecho hasta la base del abdomen, y las tripas brillaban como si las hubiesen lavado y limpiado.
Como faltaba la cabeza, el sheriff no pudo identificar a Bernice, aunque le quedaron pocas dudas.
Vinieron otros policías y revisaron toda la casa. Había restos humanos por todas partes. Contaron diez calaveras usadas como tazones y ceniceros, lámparas, cinturones y fundas de sillones hechos con piel humana, y también los órganos de Bernice guardados en el congelador de la heladera.
Un hombrecito solitario
Los policías no se habían topado con la madriguera de un simple criminal, sino con el santuario de un asesino en serie. Les costaba creer que Ed Gein fuera capaz de montar semejante escena con restos humanos, pero la evidencia no dejaba dudas.
De pronto, el hombrecito solitario e insignificante al que todos conocían en Plainfield se convirtió en un monstruo.
Edward Theodore Gein nació el 27 de agosto de 1906 en Wisconsin, hijo de George P. Gein, alcohólico, y Augusta T. Lehrk, ama de casa ultra-religiosa y temerosa de Dios. Augusta creía que las mujeres eran prostitutas creadas por el diablo para tentar a los hombres, y obligaba a sus hijos a leer el Antiguo Testamento de una manera obsesiva.
En 1940 murió su padre, y Ed Gein se acercó aún más a su madre en una relación que a los ojos de algunos parecía algo enfermiza. En 1944 hubo un incendio en la granja familiar y Henry, el hermano de Ed, también murió. La autopsia reveló que el cuerpo de Henry presentaba signos de haber sido golpeado, pero la causa oficial de la muerte fue la asfixia derivada del fuego y el humo.
Ed se quedó solo con su madre, que poco después del incendio sufrió una apoplejía que la dejó casi paralizada. Ed la cuidó con devoción hasta el día de su muerte, el 29 de septiembre de 1945.
Se quedó solo en la granja y se ganaba la vida haciendo todo tipo de trabajos para los vecinos. Era eficiente y, aunque lo consideraban un poco raro, todos confiaban en ese hombrecito de complexión débil, mediana edad, pelo rubio y ojos azules que cumplía con todo lo que le encargaban.
La policía lo encontró y lo detuvo horas después de haber encontrado el cadáver colgante en su casa.
Las confesiones de Ed
Esa misma tarde, Edward Theodore Gein confesó sin presiones todos sus crímenes. Parecía aliviado al poder hablar. Dijo que a Bernice Worden la había matado con un disparo de su winchester calibre 22 y que la había arrastrado hasta su camioneta para llevársela a su casa y que con su piel pensaba hacer más lámparas, fundas y cinturones. También dijo dónde tenía guardada su cabeza.
El caso estaba resuelto, pero Ed no paró de hablar. Contó que también había matado a otra mujer de Plainfield a la que todos creían desaparecida desde 1954. Para los vecinos del pueblo, Mary Hogan, la encargada de la taberna del pueblo, se había ido de un día para el otro sin dejar siquiera una nota. Se la buscó por un tiempo, pero no había nada que hiciera pensar en un crimen y la mujer era libre de irse cuando quisiera y sin avisarle a nadie.
Ed contó que la había secuestrado y la había matado porque era la mujer que más le gustaba de todo el pueblo. Contó que le dio a su cuerpo el mismo tratamiento que pensaba darle al de Bernice y que utilizó su piel para las fundas de los sillones del living de la granja.
No, no la había violado, cómo se les ocurría… él no era ningún violador, les dijo a los policías indignado cuando le preguntaron sobre el asunto.
No, tampoco se había comido ninguna parte de las mujeres, qué se creían… él no era ningún caníbal, también se plantó.
Le preguntaron entonces a cuántas personas más había matado y Ed respondió que solamente a Bernice y a Mary, pero no le creyeron. ¿Cómo podía ser entonces que en su casa hubiera tantos huesos, calaveras y una cantidad de piel humana que superaba ampliamente la extensión de los cuerpos de dos personas?
Ed respondió de inmediato. Conseguía los huesos y la piel profanando tumbas de muertos recientes en el cementerio, que para eso leía todos los días los avisos fúnebres del diario.
Le creyeron, porque desde hacía más de diez años en el Cementerio de Plainfield las tumbas venían siendo violadas con llamativa regularidad, en los plazos que, como les explicó el propio Ed, coincidían con el momento en que se le acababan la piel y los huesos del cadáver anterior para confeccionar sus fetiches, aunque él no los llamó así.
Le quisieron endilgar también las desapariciones, nunca resueltas, de dos chicas del pueblo, una nena de ocho años y una adolescente de 15, pero lo negó y le creyeron.
Porque los locos siempre dicen la verdad, y a Ed Gein –“El Carnicero de Plainfield”, como lo llamaron en los medios desde el día siguiente de su confesión – estaba loco. O por lo menos eso fue lo que dictaminó la Justicia, que sin llevarlo a juicio lo declaró “enfermo mental” y lo internó en un psiquiátrico, donde murió olvidado en 1984.
Del hombre al personaje
Como suele suceder con los crímenes y los criminales en los medios, pasado el cuarto de hora redituable para la venta de ejemplares, el Ed Gein de carne y hueso pasó rápidamente al olvido, aunque reencarnó en más de un personaje de ficción.
El primero en quedar seducido por su historia fue Robert Bloch, quien se inspiró en el caso para escribir contrarreloj su novela Psycho, que no llegó a ser un éxito entre el público porque Alfred Hitchcock mandó a comprar todos los ejemplares.
En cambio, el talentoso director sí logró un éxito en el que nadie creía con su película Psicosis, donde es posible reconocer la sombra de Gein en el personaje que encarna Anthony Perkins y aunque quien quedó grabada a fuego en la memoria del público fue Janeth Leigh en su famosa escena de la ducha.
La relación entre Augusta T. Lehrk, una madre sobreprotectora, estricta y castradora, y su hijo Ed, que se vestía con ropa de mujer y buscaba en sus víctimas el recuerdo de su progenitora, influyó también de manera notable a otros personajes del cine, como el asesino Buffalo Bill (James Gumb), encarnado por Ted Levine, en El silencio de los inocentes.
En 1974, Tobe Hopper estrenó otra película que lo evoca, La Matanza de Texas, y en las entrevistas relató que la principal inspiración para construir la historia de Leatherface y su familia de caníbales fue la del “Carnicero de Plainfield”.
Más allá de los éxitos cinematográficos, cuando se conoce la verdadera historia de Ed Gein y de sus crímenes queda claro que aquello de que la realidad supera a la ficción en su caso es muy cierto.
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