La estrella de cine checo Lída Bararová, supo ser “la más bella de Europa”. Así la llamaban por esa época. La actriz, que murió en Austria a los 86 años, al final de su intrascendente carrera, dijo que podría haber sido como Marlene Dietrich, de haber podido escapar de las garras de los nazis. No fue tan así. Lo cierto, es que se había encandilado con ellos y el cine alemán, dándole la espalda a Hollywood con soberbia. Y además, se había enamorado del segundo de Hitler, Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda nazi y autor de crímenes más allá de lo humano, con quien tuvo un affaire de dos años.
La actriz, nacida en Praga, era hija de un funcionario checo. A los 21 años filmó su primera película, La carrera de Pavel Camrda (1931). En 1934 fue fichada por el cine alemán.
Corría 1934. Faltaba apenas un lustro para la invasión de Polonia y el primer acto de la mayor tragedia del siglo XX. Pero Lida vivía en otro mundo, y aun más cuando la llamaron de los estudio Babelsbere, en el corazón de Alemania: en ese momento, el cine más potente de Europa. No fue necesario que bajara de su pequeño auto: la esperaban con un plateado Mercedes Benz prototipo, y todo el estudio la aclamó: el mundo era suyo.
Pero al otro día recibió una invitación (orden) para tomar el té, a solas, con el führer, quien también demostró un interés romántico con la actriz, a pesar de su origen. La más bella de Europa no le fue indiferente. Se conocieron cuando ella estaba filmando junto a Fröhlich. Le habló sobre su parecido a una de sus ex amantes, Gerri Raubel, quien se había pegado un tiro.
El gran asesino la recibió en un pequeño y lujoso salón.
–Nos complace que haya elegido el cine alemán. Sé muy bien que en su país es una gran estrella, pero también puede ser una gran estrella alemana. Le aconsejo cambiar de nacionalidad. Esto, mientras la auscultaba como un entomólogo a un extraño insecto.
–Pero mis padres son judíos checos, y húngaros…
En otro té, el führer intentó persuadirla para que renunciara a su nacionalidad checoslovaca, pero ella, decidida, le respondió: “Me gusta ser una ciudadana checoslovaca”.
No hubo más reuniones. Lída selló su sentencia de muerte.
Sin embargo, los dos años siguientes fueron de vino y rosas. Fue pareja de Gustav Fröhlich, su ídolo desde la adolescencia, y se mudaron a una mansión muy cercana a la de Goebbels, el zar –entre otras cosas– del cine, y un mujeriego célebre: cada noche podía elegir entre actrices, maquilladoras, vestuaristas, con la facilidad de un cazador. Privilegio del poder, porque era un hombre pequeño, común, y con una notoria deformidad en uno de sus pies que poco o nada ocultaba la prótesis especial urdida para ocultar su renguera.
Sin embargo, Lida y él se enamoraron al rojo vivo. Inseparables…
“Si es necesario renuncio a mis cargos, a mis obligaciones y a mi país, pero no puedo vivir sin ella”. Sonaba a las heroicas palabras de un héroe romántico, no a las de un monstruo… A puertas cerradas se libraba una batalla entre el monstruo mayor, Adolf Hitler, y su segundo, Joseph Goebbels. En aquella reunión con Hitler, Joseph argumentó:
–Mi führer, usted me ha dicho que su matrimonio con Eva no anda bien, y el mío con Magda tampoco. ¿Por qué no nos divorciamos?
Los bramidos de Hitler se oyeron hasta en la calle:
–¡Está loco o enfermo! Eva y yo somos el ejemplo de la familia de la nueva Alemania. La herencia de nuestros antepasados, de nuestros dioses germánicos. Todo sigue como está.
Desde luego, Goebbels obedeció como perro amaestrado. Por teléfono, le dijo a Lída:
–No podemos seguir. Esto se terminó. Empezaba el negro y último capítulo.
Antes de una hora, Ludmila Babková (tal su verdadero nombre) debía abandonar el Imperio Alemán en un pequeño Packard. Ya no estaba el Mercedes Benz de su luminosa llegada. Fue a los estudios Babelberg a despedirse de sus compañeros, pero todos le dieron la espalda.
En el triste viaje de vuelta se arrepintió de su soberbia: un productor de cine viajó a Berlín con un contrato digno del rey Midas y la esperó hasta última hora al pie de su avión particular (su tabla de salvación), pero Lída ni siquiera fue darle las gracias.
Su personaje Giacinta, en Barcarole (1935), había recibido muchos elogios. La película transcurría en una decadente Venecia de principios de siglo y un jugador apostaba a que podía conquistar a su personaje, la mujer de un mexicano celoso. Su última película alemana fue El Jugador (Der Spieler) en 1937, una adaptación de la novela de Fyodor Dostoevsky.
Acaso la más bella de Europa, pero no la más lúcida, porque había visto las primeras tropelías de los grupos de asalto de las juventudes hitlerianas, pero se imaginó intocable. Después de la guerra y ya en Praga, fue apresada por una patrulla aliada, encerrada en una cárcel gris y desangelada, extraditada a Checoslovaquia, y allí condenada a muerte por colaboracionista del nazismo. Estuvo tras las rejas hasta fines de 1946.
Ya casi frente a las ocho bocas de los fusiles, la salvó el agente teatral Jan Kopeckí, se casó con ella, formaron un grupo de titiriteros, y así recorrieron Austria, Argentina y España, muy lejos de las luminarias que la envolvieron en luz en sus años de la Alemania nazi.
Después de su amorío con Goebbels, la carrera de la actriz checoslovaca nunca volvió a ser lo que alguna vez imaginó. Se dio cuenta de que haberse mezclado con los jerarcas nazis le había costado muy caro. La aventura había eclipsado su trabajo. Pero podía agradecer que estaba viva.
En su regreso a Praga, Baarová rodó sus mejores películas checas, como La Muchacha de Azul, por la que recibió en 1940 el premio Nacional. Actuó también también en el Teatro Nacional y en el Teatro de Vlasta Burian, de Praga. Más tarde se refugió en el cine italiano desde 1942 a 1952 con varios protagónicos. Incluso vivió en Italia hasta la caída de Mussolini. Después regresó a Praga. En 1953 fue convocada por Fellini en Los inútiles (I vitelloni). Más tarde, integró el elenco de algunas películas españolas.
En 1956 se divorció de Kopeckí y se mudó a Salzburgo, donde se hizo ciudadana austríaca. Allí, en 1970 se casó con un ginecólogo de Salzburgo, Kurt Lundwall, unos 20 años mayor que ella, quien murió tres años después.
Su pasado amoroso con el jerarca nazi nunca fue olvidado ni perdonado. Incluso en Austria. En el teatro de Graz, en 1967, un grupo de manifestantes le tiró huevos. Ella siguió adelante, todo lo que pudo. En 1975 fue parte de la versión teatral alemana de The Bitter Tears, de Petra Von Kant.
Una biografía cinematográfica en Salzburgo, realizada en 1995, volvió a recordar la vida de Baarová. En sus últimos años, Lída se volcó al alcohol. Se la oyó decir que por Goebbels su vida se había “convertido en un infierno”.
Años más tarde, negó esa relación. También se justificó sobre sus vínculos nazis, diciendo que era “joven e ingenua”, que no tenía consciencia política y que como muchas mujeres, no pudo decir que no a esos hombres, por miedo. Sobre los crímenes, dijo ser “indiferente”. Se encogió de hombros.
La muerte la encontró sola, enferma de Mal de Parkinson. Y como si fuera poco, fumaba a un ritmo suicida unos ochenta cigarrillos por día. Tenía 86 años, estaba en Salzburgo, sin volver a las calles checas empedradas de piedras negras, y acaso sin olvidar los dos años felices que pasó con Joseph Goebbels (del 36 al 38), que no tuvo mejor final: él se suicidó en el patético búnker de Hitler con Magda, que envenenó a sus hijos “para que no se críen en manos enemigas”, como dejó escrito.
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