Me encontraba en España, a donde me había llevado la culminación de un largo estudio sobre el continente americano, y como me quedaban unos días libres antes de volver decidí ir a los puertos desde los que se orquestara, en la práctica, el descubrimiento del Nuevo Mundo. Suponía que las comarcas en las que desemboca el Guadalquivir estarían dadas a la evocación de ese preciso momento, entre finales del siglo XV y principios del XVI, en que protagonizaron la historia de Occidente y más allá.
En efecto, cerca de Palos de la Frontera había réplicas de las tres carabelas de Colón. En La Rábida, sin miedo a la desproporción, los carteles anunciaban: “Aniversario del encuentro entre dos mundos: Huelva-América”. En Cádiz una placa mencionaba el Virreinato del Perú. Pero las conmemoraciones se multiplicaban en Sanlúcar de Barrameda. Ahí el Guadalquivir desemboca finalmente en el Atlántico, ahí se termina España del todo y ahí se concentran los indicios del contacto de la metrópoli con las que fueran sus provincias americanas.
Iba caminando por las calles de Sanlúcar cuando se me apareció adelante el Castillo de Santiago. El precio de la entrada equivalía a una muy buena comida, así que no tuve el gusto. Pero en el acceso un cartel anunciaba con inmensa sensibilidad: “En esta fortaleza la reina Isabel la Católica vio por primera vez el mar”.
En el boulevard Duquesa Isabel había una estatua de Francisco Pizarro. A sus pies una placa consignaba “1502 – 1530″: acabo de investigar un poco y concluí que fueron los dos años en los que el conquistador de Perú pasó por Sanlúcar.
Cerca de la Plaza de los Cisnes unos típicos azulejos andaluces ensalzaban a un tal Benigno Barbadillo y Ortigüela, que al parecer vivió en México: “por haber luchado contra los insurgentes al declararse la independencia”. Y también ahí, en Sanlúcar, encontré el Monumento a la Legua Cero. Porque de Sanlúcar salió, y a Sanlúcar volvió, la expedición de Magallanes y Elcano, la mayor aventura de la humanidad.
En el monumento había una cita del italiano Antonio Pigafetta, el cronista de la expedición, que decía: “Desde que habíamos partido de la bahía de San Lúcar hasta que regresamos a ella recorrimos, según nuestra cuenta, más de catorce mil cuatrocientas sesenta leguas y dimos la vuelta al mundo”.
Pocas líneas me han tocado en el curso de mis lecturas como aquella en la que Pigafetta cuenta un encuentro entre dos europeos en una isla del remoto mar asiático.
Pigafetta y los suyos habían cruzado el Atlántico primero y el Pacífico después. Habían navegado más que cualesquiera otros navegantes en toda la historia del mundo. Habían encontrado el paso que permite llegar al oriente, el Estrecho de Magallanes, yendo hacia la izquierda del mapa. Y ahora, habiendo logrado lo que se creía imposible, estaban en el oriente frente a unos portugueses que habían llegado hasta ahí siguiendo la ruta tradicional, que era ir hacia la derecha del mapa, bordear África y cruzar la India. Entonces Pigafetta escribe, refiriendo el encuentro entre dos portugueses: “le preguntó qué nuevas corrían por la Cristiandad” (“e come lui li domandò che nove erano adesso in Cristianità”).
Esos portugueses, europeos perdidos en la demencial sucesión del archipiélago indochino, veían a la Cristiandad (una Cristiandad sin electricidad ni teléfono, una Cristiandad que era unos hábitos mentales y una red de caminos) como una barriada común.
Después Pigafetta y sus compañeros, que eran cada vez menos, volvieron a la Cristiandad por la ruta tradicional, y ahí fue que ocurrió el prodigio. El 10 de julio de 1522, hace exactamente quinientos años, la única de las cinco naves que había iniciado la travesía tocó en una de las islas de Cabo Verde. Volvían a la Cristiandad después de dar la vuelta al mundo y de descubrir, en un solo y mismo viaje, la Patagonia y las Filipinas.
Los españoles, acosados por el hambre, bajaron, y Pigafetta se enteró de que era el jueves diez de julio, porque para él era miércoles nueve. Su asombro se lee en la Relación del primer viaje alrededor del mundo: “Reiteramos a los de la falúa que, una vez en tierra, preguntaran en qué día estábamos; dijéronles los portugueses que jueves para ellos, y se maravillaron mucho, pues para nuestras cuentas era miércoles sólo y no podían hacerse a la idea de que hubiésemos errado. Yo mismo había escrito cada día sin interrupción, por no haberme faltado la salud. Pero, como después nos fue advertido, no hubo error, sino que, habiendo efectuado el viaje todo rumbo a occidente, y regresando al lugar de partida (como hace el sol, con exactitud), nos llevaba el sol veinticuatro horas de adelanto, como claramente se ve”.
Pigafetta había contado cada día: había contado los días cruzando el Atlántico y los días en el Río de la Plata y los días en la Patagonia y los días en el Pacífico y los días en las Filipinas y los días en las Molucas y después todos los días en alta mar mientras bordeaban la India y África. Estaba seguro. Pero desde el muelle le decían que era jueves diez de julio, y para él era miércoles nueve. Lo que parecía obvio no era obvio. Entonces le preguntó al piloto del barco. El piloto le aseguró que él también había contado cada día y que no se le había pasado ninguno, y que estaba de acuerdo con él: era miércoles nueve.
Hasta ese momento ningún hombre había dado la vuelta al mundo, y por eso nadie había vivido lo que vivieron Pigafetta, el piloto y los demás: que, al circunvalar la tierra, la persona que se mueve pierde, desde el punto de vista de un observador estático, un día.
Pero quizá Pigafetta y los suyos no fueron los primeros en dar la vuelta al mundo. La odisea magallánica es tan mágica y misteriosa, tan hecha para herir la imaginación, que ni siquiera sabemos si esos dieciocho hombres fueron los primeros en consumar la proeza planetaria. Y acá entra en escena Enrique.
Enrique era un esclavo de Magallanes. Era malayo: Magallanes lo había adquirido una vez que había estado en Malaca. Lo quería mucho y se lo llevó a dar la vuelta al mundo, y cuando la expedición se aproximó a Asia el esclavo empezó a funcionar como un termómetro lingüístico: los hombres de Magallanes bajaban en una isla y Enrique bajaba con ellos y se fijaba si entendía las palabras. Cuando no las entendía todos se entristecían: frío, frío. Pero en un momento empezó a entenderlas y Magallanes supo que se acercaban al lugar que buscaban, porque Malaca estaba muy cerca de las Molucas, que era el archipiélago que anhelaban porque ahí crecían la pimienta y la nuez moscada.
La cuestión es que Magallanes murió en una isla llamada Mactan y en su testamento decía que, a su deceso, Enrique debía ser emancipado. Pero sus lugartenientes no cumplieron con su voluntad y entonces Enrique se escabulló en Cebú, otra isla. Se supone que su intención era volver a Malaca, su lugar de origen, que quedaba, y queda, a dos mil quinientos kilómetros de Cebú. Pero al desaparecer de la vista de los europeos nada más se supo de él. Si logró volver a su hogar, entonces lo que parece obvio no lo es, y fue Enrique el primero en volver al punto de partida después de dar la vuelta al mundo.
En el Monumento a la Legua Cero se ve, además de la cita de Pigafetta, cinco naves que van hacia el oeste y solamente una que viene del este. La conclusión parecería obvia: las otras cuatro se hundieron. Y sin embargo, tampoco en este caso lo que parece obvio es lo que pasó. Es cierto que salieron cinco y que solamente una dio la vuelta al mundo. Pero las que se averiaron o hundieron fueron solamente tres. La restante aprovechó un momento de distracción en las costas de Tierra del Fuego, cuando la expedición todavía estaba empezando, se alejó un poco y se volvió a España.
Alejandro Droznes nació en Buenos Aires en 1980. Libertadores de América, su primer libro, acaba de ser publicado por Blatt & Ríos. En Instagram y Twitter es @deamerica_
SEGUIR LEYENDO