La conversación sucedió una mañana de invierno de 2018 y tuvo más gestos que palabras. Yo estaba por entrar al aula y ella, que trabajaba en las oficinas de esa institución, iba y venía por los pasillos. Johanna tenía casi 30 años y llevaba media vida trabajando de lo que podía: un local de comidas rápidas, una empresa de telefonía celular, la oficina en cuestión. No sé si fue su cara de aburrimiento o la forma en la que arrastraba los pies lo que me empujó a hacerle la pregunta.
“¿Qué te gustaría hacer de tu vida?”, indagué. “Yo soy actriz”, me contestó. “Me encantaría vivir de eso”. Recuerdo perfectamente mi reacción, porque asentí con la cabeza, hice la mueca de “mirá que interesante” pero por dentro pensé “claro, y yo quiero ser Messi y que me vengan a buscar de Europa”.
Lo que yo no sabía era lo que ya estaba sucediendo. No conocía la historia del “gorda puta”, no sabía ni todo lo que Johanna había sufrido por esa agresión ni cómo iba a transformarla en la llave que la iba a llevar hasta el sueño de su vida. No sabía, ella tampoco, que en la historia iba a cruzarse un auto, que iba a atropellarla pero iba a terminar haciéndole un favor.
Fuego amigo
Johanna Chiefo había empezado a estudiar teatro a los 9; a los 11 ya había actuado en su primera obra. Hasta ahí, hermoso, cositas de una nena de Bajo Flores. “Pero yo quería ir a los castings y mi familia no terminaba de entender cómo era el circuito. Las pocas veces que me presenté no fui elegida, lo mismo me siguió pasando de grande”, cuenta ella, que ahora tiene 34 años, a Infobae.
“¿Por qué? Creo que tenía mucho que ver con mi imagen. Las pocas veces que me llamaban era para hacer de ‘la amiga parlanchina de la protagonista’, ‘la mucama’ o me ponían en las publicidades en el catálogo de ‘gente humilde’”.
Igual siguió yendo a castings, “chocando cada vez más con esta cuestión del cuerpo. Mucha gente a mi alrededor me decía ‘si querés ser actriz deberías adelgazar’, hacerte tal cosa en la piel, ‘planchate el pelo que te estiliza’. Y la verdad es que me la pasé metiéndome en dietas, sufriendo, todo el tiempo tratando de encajar”.
Johanna tenía 22 años cuando un “gorda puta” la dejó arrinconada contra la pared de su propio departamento. “Vivía con una compañera de la facultad para compartir gastos pero con la convivencia nos habíamos hecho bastante amigas”, introduce.
Ese era el contexto cuando Johanna se puso de novia por primera vez. “Yo estaba feliz. Todas mis amigas habían tenido novio a los 14, a los 15 años. Yo tenía 22, siempre me había sentido ‘la rara’, la que siempre llegaba tarde, y estaba muy emocionada con esas ganas de amar”. Fue por eso que dijo “sí” cuando el joven le propuso vivir juntos.
Johanna entonces esperó a su compañera de departamento, le contó de su alegría, le dijo “me puedo ir yo o vos, lo que prefieras”, “no hay apuro”, “te devuelvo la plata”.
“No le cayó bien pero dijo ‘si, sí, sí sí’. El día de la mudanza ella llegó con la mamá, una mujer a la que yo le había tomado cariño porque había venido varias veces a casa”. Esa mujer es la protagonista del resto de la historia:
“Mientras la madre iba cargando las cajas me miró con la cara explotada de odio y me gritó: ‘¿Vos sabés lo que estás haciendo, no? ¿Sabés? ¿Sabés que sos una gorda puta que deja a la amiga por un macho… gorda puta’”.
Aunque el resto la conocía como una chica “combativa”, Johanna se quedó completamente paralizada. Lo de “gorda” ya no era un sobreentendido en un casting ni el insulto de un varón. La agresión había venido de una mujer, madre y mayor, el llamado “fuego amigo”.
“Esa agresión entró en mí con una contundencia terrible. Todo lo que me venía dando vueltas acerca de mi imagen, esto de por qué no quedaba en un casting, por qué no conseguía talle cuando iba a comprarme ropa, de repente tuvieron sentido, un nombre: gorda puta, entonces era por eso”.
Durante los dos años que siguieron, los dos años que duró la convivencia con ese novio, el “gorda puta” fue una daga permanente, un puñal que entraba, revolvía, hacía doler, salía. Hasta que una noche, ya separada, Johanna contó con vergüenza la escena frente a sus compañeros de teatro. Ellos, en vez de horrorizarse, se tentaron de la risa.
“Empezaron a ridiculizar a la mujer que me había agredido, no a mí. Pero también empezaron a preguntarse ‘¿y qué es ser una gorda puta?’, ¿una mina a la que le gusta comer, una mina que no tiene restricciones en lo sexual? Buenísimo entonces’”. Johanna asistía a la construcción de su alter ego pero todavía no se sentía así, ni tan fuerte ni tan libre.
“Enseguida pasamos a la filosofía del gordaputismo. Nos preguntamos ¿entonces qué es gordaputear?”, sigue. “De repente gordaputear también era quedarse con las amigas hablando y cenando tres veces en una noche. La gorda puta como la amiga que no te deja tirada nunca y también como la que sale y coge con amor y con deseo, y si eso la hace puta, ok, entonces soy una gorda puta, ya muchas quisieran”, se ríe.
Después de esa noche Johanna empezó a observar qué relación tenía con su cuerpo: “¿Por qué me visto con ropa holgada? ¿por qué en el teatro nunca muestro la panza? ¿por qué todos mis compañeros se cambian en un camarín y yo voy a cambiarme a otro?”.
El sueño de la piba
Era 2015 y el contexto en Argentina no era el de hoy. Todavía no había ocurrido la primera marcha “Ni una menos”, los reclamos de los feminismos no estaban en agenda y nadie hablaba de “gordofobia” en los medios masivos. Fue ahí que Johanna empezó a escribir desaforadamente, que pensó: “Esto es mucho más que un sketch entre amigos, esto es una serie”.
Lo primero que sucedió fue que una ilustradora empezó a dibujar lo que ella le contaba y crearon juntas el personaje “Gorda puta”, que llegó a tener 15.000 seguidores en Facebook. “Llegó un momento en el que tuve que poner una respuesta automática que dijera ‘esto no es una página porno’. Mucha gente me escribía ‘siempre me gustaron las gordas’, casi siempre a modo de confesión, sí”.
También volvió el “fuego amigo”, porque Johanna tuvo que lidiar con algunas activistas que le dijeron, por ejemplo, que no era lo suficientemente gorda como para hablar del tema. “Peligro, eso sentí. El peligro de estar metiéndome en un tema en el que se ve que hay un montón de gente lastimada”, cuenta.
Johanna se replegó públicamente pero creía tanto en su personaje que igual siguió, puertas adentro, escribiendo el guión de una serie que nadie le había pedido. Pura intuición porque no había estudiado guión así que, con la plata que ahorraba en el trabajo en el que la conocí, le pagó a unos guionistas para que la supervisaran.
“En un momento dije ‘tengo 3 capítulos, ¿y ahora? ¿qué hago?’. No tenía un solo amigo que hiciera cine, un amigo foquista, no conocía a un productor, no tenía un piloto, no tenía más plata, nada”. Fue por eso que ese año decidió trabajar doble turno para ver si podía convencer a alguien de grabar un piloto, aunque fuera de bajo presupuesto.
Johanna buscó y logró que en una productora pequeña escucharan la historia y le dijeran que sí podían hacerlo. Se emocionó pero apenas le pasaron el presupuesto entendió que no le alcanzaba: no había forma de que ella, ni con sus dos trabajos, pudiera pagarle a 45 personas.
“Pasaba todo el día pensando cómo conseguir la plata”, cuenta y sabe que a veces los golpes de suerte llegan de maneras impensadas. “Esa misma semana iba andando en bici y me atropelló un auto en Gorriti y Malabia. Tuve que hacer rehabilitación por el golpe pero no fue grave. La cosa es que el seguro me pagó justo la plata que necesitaba para filmar ese piloto”.
El resto es la gesta del “sueño del pibe”, más bien “del sueño de la piba”: un productor “conocido de un conocido” que presentó el proyecto en el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), la alegría del día en que les avisaron que habían ganado y los nervios que siguieron cuando supieron qué puerta habían abierto.
Johanna tenía, ahora, 5 minutos exactos para pararse frente a los productores de las grandes plataformas internacionales y convencerlos de que su historia valía la pena. No lo hizo el productor, lo hizo ella, mirándolos a los ojos. Amazon dijo sí.
Temblaba de alegría, claro, pero había un detalle que opacaba todo: “Me dijeron ‘nos encanta, queremos nuestra gorda puta mexicana’. Si nos va bien la hacemos allá, en Japón. Y yo dije ‘pero la gorda puta es argentina, y la gorda puta soy yo’. El productor me quería matar ‘¿vas a dejar pasar este tren?’, ‘de última hacés de la mejor amiga’”, recuerda que le dijo.
Johanna la peleó durante los tres años que siguieron, estaba convencida de aquello que me había dicho en la puerta del aula: “Yo soy actriz, me encantaría vivir de esto”. “Yo les decía que nadie le iba a poner el corazón que yo le podía poner porque todo eso nacía de mi historia, pero querían una cara conocida, y yo jamás había hecho un protagónico”.
Tres años pasaron, tres años más. La asesoró la Srta. Bimbo, hubo reescrituras, altibajos.
En plena pandemia, con el mundo partido, Johanna se sentó frente a la misma computadora desde la que ahora cuenta su historia y entró al Zoom. Tardó días en hacerse cargo de que era verdad lo que estaba escuchando.
A la directora Ana Katz le había encantado su idea, iba a tomarla para hacer un nuevo guion, y en unos meses iban a empezar a rodarla. Los personajes iban a interpretarlos Nancy Duplaa, Inés Estévez, Marina Bellati, Luis Ziembrowski, Diego Cremonesi, entre otros.
Johanna iba a ser la protagonista.
La serie, que se estrenó ayer, es la historia de tres amigos atravesados por la crisis de los 30, cada uno con sus deseos, sus frustraciones, su identidad sexual. Johanna es Nicolasa, a la que llamaron “la gorda fruta”. El nombre de la serie ya no es “Gorda puta” sino “Supernova”, una referencia directa a esa explosión estelar que puede suceder cuando alguien cree en lo que hace.
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