Las dos bombas atómicas que destruyeron las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945, fueron lanzadas por un error de traducción. El mundo entero entró en la era atómica de manera brutal y devastadora, por una palabra japonesa que tiene un significado, puede tener otros, fue interpretada en su versión más dura y decidió al presidente de Estados Unidos, Harry Truman, a bombardear Japón con el que era entonces el arma más devastadora de la historia.
La palabra japonesa es mokusatsu. Está compuesta por dos caracteres kanji, los sinogramas escritos del idioma japonés, y por dos palabras: moku, que significa silencio y satsu, que significa asesinato. Matar con el silencio. Despreciar. Matar con el desprecio. De ti me importa nada. En sus acepciones más benignas, mokusatsu significa también ignorar, no tener en cuenta, desestimar, desairar, desdeñar.
La palabra de la discordia la usó el entonces primer ministro de Japón, Kantaro Suzuki, para rechazar el pedido de rendición incondicional que desde Potsdam, reunidos en la que sería la última de las conferencias entre los tres grandes, hicieron a Japón en julio de 1945 Truman (Franklin Roosevelt había muerto en abril), Winston Churchill y Iósif Stalin. La guerra había terminado en Europa. Alemania estaba vencida y destruida. Como símbolo de la victoria, Truman, Churchill y Stalin se reunieron en Potsdam, cerca de Berlín y de la Cancillería del Reich que iba a durar mil años donde se había suicidado Adolf Hitler, para fijar las condiciones de reconstrucción de Europa, trazar las nuevas fronteras continentales y exigir la rendición de Japón, el único país del Eje que proseguía la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico.
Los aliados exigieron a Japón la rendición incondicional.
Y el primer ministro Suzuki contestó mokusatsu.
Después llegaron Hiroshima y Nagasaki.
Todo esto será evocado en los próximos días, cuando se cumplan setenta y siete años del inicio de la conferencia de Potsdam, entre el 17 de julio y el 2 de agosto de aquel año. En veinte días, entre el 17 de julio y el 6 de agosto, cuando estalló la bomba atómica en Hiroshima, se decidió el destino del mundo; un destino que todavía nos persigue, como las volátiles fronteras del Este europeo, las de Ucrania entre ellas, delineadas en aquella reunión entre aliados que pronto serían enemigos.
Aquel reparto del mundo, iniciado en Yalta, que contemplaba pasiones y conflictos de los tres líderes, como el deseo de Stalin que insistió, en vano, en que los aliados rompieran relaciones con la España de Francisco Franco, es parte de una historia apasionante. Por ejemplo, los aliados calcularon sus pérdidas en la guerra en doscientos mil millones de dólares… ¡de 1945! Pero obligaron a Alemania a pagar sólo veinte mil millones en productos industriales y mano de obra, un pago que la Guerra Fría que estalló ni bien terminada la guerra, iba a evitar.
El 26 de julio, los tres jefes de Estado aliados definieron los términos para la rendición japonesa. Redactaron un durísimo documento que terminaba de manera elocuente: “Hacemos un llamado al gobierno de Japón para que proclame ahora la rendición incondicional de todas las fuerzas armadas japonesas y para que brinde garantías adecuadas y adecuadas de su buena fe en tal acción. La alternativa para Japón es la pronta destrucción total.”
Japón ya no podía sostener la guerra que libraba, ni en términos logísticos, ni en términos humanos, aunque la férrea decisión de morir por el Emperador de las tropas japonesas llevaba a Estados Unidos, el principal adversario de Japón en el Pacífico, a calcular en cerca de un millón de soldados americanos muertos en la campaña militar por conquistar al irreductible imperio, que imaginaban calle por calle..
Los aliados sabían algo más. El gobierno japonés intentaba llegar a un final negociado de la guerra, en especial con conversaciones diplomáticas con Moscú, que todavía no había declarado la guerra a Japón: lo haría el 8 de agosto, con Hiroshima humeante y Nagasaki en llamas. Ese intento de la famosa y vana propuesta “paz con honor”, forzó la dureza de la declaración de Potsdam que, en última instancia, proponía una negociación, posterior a la rendición incondicional.
En Tokio, los señores de la guerra estaban temerosos y ofendidos. La declaración aliada fijaba condiciones que les parecían inaceptables. Por ejemplo, el documento trazaba una crudelísima y amenazante parábola con la Alemania nazi recién vencida: “El resultado de la resistencia alemana fútil e insensata al poderío de los pueblos libres del mundo se presenta con terrible claridad como un ejemplo para el pueblo de Japón. El poder que ahora converge en Japón es inconmensurablemente mayor que el que, cuando se aplicó a la resistencia nazi, necesariamente arrasó las tierras, la industria y el método de vida de todo el pueblo alemán. La plena aplicación de nuestro poder militar, respaldada por nuestra determinación, significará la inevitable y completa destrucción de las fuerzas armadas japonesas y, de manera igualmente inevitable, la total devastación de la patria japonesa.”
La referencial a la “total devastación de la patria japonesa” era una ofensa para el orgullo nipón y para el militarismo que durante casi medio siglo, desde la victoria en la guerra con Rusia en 1905, había creado el mito del Imperio del Sol Naciente. Hoy hasta llama la atención un lenguaje diplomático, militarizado pero diplomático, tan fiero, tan rudo, tan inclaudicable.
El documento lanzaba otra advertencia que apuntaba a los señores de la guerra: “Ha llegado el momento de que Japón decida si continuará bajo el control de esos voluntariosos asesores militaristas, cuyos cálculos poco inteligentes han llevado al Imperio de Japón al umbral de la aniquilación, o si seguirá el camino de la razón.” Y emplazaba: “Los siguientes son nuestros términos. No nos desviaremos de ellos. No hay alternativas. No toleraremos demoras.”
La Declaración aliada anunciaba que habría una “justicia severa” para todos los criminales de guerra, que a los soldados desarmados se les permitiría regresar a casa para vivir una vida constructiva y en paz y, en el punto seis, volvía a plantear el fin del militarismo japonés: “Debe eliminarse para siempre la autoridad e influencia de quienes han engañado y extraviado al pueblo de Japón para que se embarque en la conquista del mundo, pues insistimos en que un nuevo orden de paz, seguridad y justicia será imposible hasta que el militarismo irresponsable sea eliminado, expulsado del mundo”. Y terminaba: “Hacemos un llamado al gobierno de Japón para que proclame ahora la rendición incondicional de todas las fuerzas armadas japonesas y para que brinde garantías adecuadas y adecuadas de su buena fe en tal acción. La alternativa para Japón es la destrucción rápida y total”.
En Tokio, la Declaración de Potsdam despertó un profundo rechazo. El ministro de Guerra, general Korechika Anami se opuso a todos y cada uno de los puntos redactados por los aliados. Lo respaldaron el Ejército y todos los jefes de personal de la Armada, que exigieron que la humillante declaración aliada fuese contestada punto por punto. El Ejército también exigió que los términos exigidos a Japón fuesen conocidos por todos los habitantes del Imperio. El canciller Togo Shigenori logró que el gabinete en pleno de Suzuki le autorizara a traducir el documento y a darlo a conocer a los japoneses. Lo hicieron, pero censurado: se eliminaron, entre otras frases, las relativas a la “destrucción total de la patria japonesa” y la “justicia severa” para los criminales de guerra.
Para las fuerzas armadas de Japón, aceptar los términos de la Declaración de Potsdam implicaba desmantelarse a sí mismas. En especial, el artículo seis que anticipaba que el militarismo japonés sería despojado de su autoridad y de su poder para siempre, era imposible de aceptar. Militares y civiles que habían adherido a la conquista del mundo por parte de Japón, presionaron al primer ministro Suzuki para que rechazara la declaración aliada.
La versión censurada del ultimátum aliado fue lanzada por la agencia de noticias Domei, bajo control militar, y publicada en la edición del 28 de julio en el diario Ashai Shimbun que también informó que el pedido aliado de rendición incondicional, que había llegado al gobierno japonés a través de intermediarios suizos, había sido rechazado por el gobierno imperial.
Ese mismo día, por la tarde, Suzuki dio una conferencia de prensa. Y habló de mokusatsu. Fue la primera declaración oficial de rechazo al ultimátum aliado. Suzuki dijo que la Declaración de Potsdam era una repetición, yakinaoshi en japonés, de similares propuestas aliadas que habían sido antes rechazadas y que, por lo tanto, éstas carecían de valor. Después agregó: “En representación del Gobierno Imperial, y en relación con la declaración conjunta de Estados Unidos de América, Inglaterra y China (la China de Chiang Kai Shek que llevaba entonces los asuntos japoneses) que no transmite algo que tenga algún calor significativo, posiblemente es algo a ser mokusatsu”
La verdad es que si te amenazan con la devastación total de la patria japonesa, o te hacen saber que cualquier otra alternativa a la rendición incondicional implica para Japón “la pronta y total destrucción”, no contestás mokusatsu.
El primer ministro Suzuki no ignoraba ni la acepción, ni el valor de la palabra que eligió. Murió por causas naturales en 1948 y se llevó el secreto a la tumba.
El historiador americano John Toland sostuvo años después que mokusatsu estuvo destinada a la necesidad de aplacar la furia militar japonesa que a responder a los aliados. Tal vez el primer ministro confió que los aliados leyeran la palabra mokusatsu en su acepción más benévola, como un simple rechazo del ultimátum y no con el despectivo “matar con el silencio” que sugiere su significado.
También se culpó a la prensa, faltaría más, del yerro en la traducción. Hasegawa Saiji, traductor de Domei Press, fue señalado como el autor de la frase de Suzuki como que los japoneses “ignoran este ultimátum” y usó el humillante “ignorar” en lugar del piadoso “rechazar”. También es cierto que Suzuki pudo admitir que la propuesta aliada se parecía a otras y que declararía algo después de una reunión con su gabinete. O pudo descolgarse con el habitual “sin comentarios”. Pero dijo mokusatsu.
Es extraño: todos los protagonistas, civiles, militares, orientales, occidentales, periodistas, diplomáticos, traductores, que se enfrentaron a una palabra con muchas acepciones y muchos significados, le dieron, todos, el sentido más grave. Tal vez haya sido algo más que un trágico yerro en cadena.
Truman sabía muy bien de qué hablaba cuando firmó la declaración de Potsdam. El 16 de julio, un día antes de su inicio, en el desierto de Los Álamos, Nuevo México, los científicos americanos habían hecho detonar la primera bomba atómica de la historia y habían comprobado su poder devastador. Al día siguiente, mientras Truman poco antes de estrechar las manos de Churchill y Stalin, recibió un telegrama que decía: “El niño ha nacido bien”. El niño, “Little boy”, era la atómica.
El 2 de agosto, cinco días después del mokusatsu de Suzuki y el mismo día que terminó el encuentro en Potsdam, a bordo del buque de guerra Augusta, Truman dio luz verde al bombardeo atómico a Japón.
El 15 de agosto, con Hiroshima y Nagasaki destruidas, tras dos intentos frustrados de asesinar a Suzuki, luego de un intento de golpe militar contra el emperador Hirohito y tras la declaración de guerra de la URSS, Japón aceptó rendirse de modo incondicional.
Así fue como empezó todo.
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