Cuando vio el nombre en la pantalla de su teléfono, Daniel no se sorprendió. El día anterior había muerto su madre así que asumió que su prima llamaba para darle el pésame. Apenas escuchó su voz, sin embargo, percibió algo extraño. Isabel hacía silencios, tragaba saliva, tomaba aire.
—Dani, quiero hablar con vos, hay algo que tengo adentro desde hace mucho tiempo— le anunció ella.
Él, que estaba a punto de cumplir 60 años, apoyó el mate al lado de sus herramientas, se sentó en el taller y la escuchó.
—Chola no era tu mamá. Héctor tampoco era tu papá— dijo la mujer después, así, de corrido.
Daniel había crecido con la sospecha de que algo extraño sucedía entre él y sus padres así que, más que una revelación, las palabras de su prima fueron una confirmación.
Lo que lo dejó sin aire, sin embargo, fue lo que esa prima le contó después.
Tantas piezas que no encajan
Son las 8 y media de una mañana de invierno extrañamente cálida y Daniel Soler, del otro lado de la pantalla, elige tres datos para presentarse.
“Mi nombre es Daniel Soler, soy artesano y fui víctima de las mentiras de una familia muy grande”, cuenta a Infobae. “Tuve muchísimos tíos y primos pero hasta que Isabel me contó lo que me contó nunca jamás nadie había dejado entrever nada”.
Las dudas, sin embargo, habían estado siempre ahí, haciendo sombra. ¿Por qué él era gordo y todos en su familia eran flacos? ¿Por qué a él le gustaba el rock y el resto escuchaba sólo folclore? Aunque eran detalles menores siempre le habían provocado la sensación física de que aquello de “la sangre tira” no sucedía en su historia.
“Además mi padre era un tipo muy agresivo, de revolearle el plato con comida a mi vieja. A mí no me pegaba a menudo pero el recuerdo más fresco que tengo de él fue la última piña que me dio, porque me dejó escondido debajo de la cama”.
Su mamá tampoco era amorosa, aunque recién cuando Daniel supo la verdad entendió de qué era víctima ella. “Nunca tenía una demostración de amor conmigo, un abrazo, decirme ‘te quiero’. No, nunca en mi vida he pasado por eso”.
Alguna vez, más bien a modo de queja, Daniel hizo saber lo que le pasaba: “A veces siento que no pertenezco a esta familia”, dijo. Del otro lado, padres, abuelos, tíos y primos corrieron la mirada, “fueron cómplices del silencio”, sostiene. Claro que las dudas sueltas no parecían suficientes para cimentar una sospecha sólida hasta que las dudas empezaron a apilarse.
“Mi padre murió cuatro años antes que mi vieja. Y el último día de su vida me dijo ‘yo me casé engañado, a mí nunca me dijeron que Chola no podía tener hijos’. Resulta que mi vieja, o quien hasta ese momento yo creía que era mi vieja, había nacido sin ovarios, nunca había menstruado, pero a él se lo habían ocultado. Supongo que de ahí venía todo ese odio que él sentía, todo ese resentimiento hacia ella pero también hacia mi”.
El llamado
Más allá del entripado Daniel siguió adelante con su vida. Estudió artes plásticas, se casó, tuvo cuatro hijos y fue moldeando al artesano que dentro de cuatro meses llevará sus esculturas a una exposición en el Museo del Louvre, en Francia.
Fue el 5 de febrero de 2020, pocos días antes del comienzo de la pandemia, que Daniel recibió aquel llamado de Isabel, su prima. Fue ella quien le confirmó que Chola no era su mamá y Héctor no era su papá “y si bien me la veía venir, me quedé un poco así, como una estatua”, cuenta él desde su casa, en José León Suárez.
Se notaba que la mujer llevaba años tomando envión, por lo que inmediatamente después dijo:
—Dani, pero no es solo eso.
“Y fue ahí que me dijo: ‘Vos sabés que cuando vos naciste yo tenía 10 años. Bueno, justo en ese momento yo había ido a pasar unos días a la casa de tus viejos. Alguien llamó para avisar que habías nacido, así que fui con ellos a buscarte a una casa en la calle Luca 1754, en Parque Patricios. Ya tengo 70 años pero hay cosas que nunca pude olvidar’”.
Y es acá donde empieza la parte que dejó a Daniel sin dormir durante noches eternas.
“Era una casa antigua, de esas que tenían un zaguán largo. Chola y Héctor te envolvieron en una manta y salimos corriendo. Era invierno, ya se había hecho de noche. Afuera nos esperaba un auto, nos subimos y nos escapamos. En esa corrida yo iba atrás de todo y mientras corría escuchaba los gritos y el llanto de una chica. Fue en 1960 y todavía sigo soñando con esos gritos”.
Daniel ya era abuelo cuando sintió la invasión de angustia. “Si bien había tardado mucho en decírmelo traté de agradecerle, que no sintiera culpa. Después de todo ella había sido una protagonista involuntaria de esa situación tan traumática”.
A medida que fue masticando el relato Daniel empezó a entender: su prima no le había contado la historia de una chica que había entregado a un bebé porque no podía tenerlo. “No, a mí me arrancaron de los brazos de mi mamá, no tengo dudas de eso”, sigue él.
Las noches en vela, entonces, no tuvieron que ver tanto con él como única víctima de la historia: “Es que al final yo pude estudiar, formé una familia, me desarrollé en mi trabajo, qué sé yo... mi angustia era pensar cómo habrá quedado mi mamá, cómo queda una chica a la que le arrancan a su hijo de las manos. Qué habrá sido de su vida, ¿habrá podido tener una buena vida después de eso?”.
Daniel no tiene respuestas para ninguna de esas preguntas así que por ahora llena esos espacios con imaginación: “Cuando pienso en ella imagino a una mujer gordita, con rulos y una sonrisa amplia. Muchas veces la dibujo o hago alguna escultura inspirada en ella”.
La revelación de su prima llevó a Daniel a buscar su partida de nacimiento. “Dice que soy hijo legítimo de Chola y Héctor, por lo que está claro que está falsificada”. Tiene, también, el nombre de una partera: Rosa Martínez de Poggi. Google hizo el resto: esa mujer, que ya está muerta, era un eslabón de una red de parteras que traficaba bebés.
Daniel no sabe si lo compraron o no, porque para 1960 su mamá era ama de casa y su papá trabajaba en la fábrica de lapiceras Parker, en Parque Patricios, “por lo que el dinero no sobraba. Igual yo sé que él tenía muy buenos amigos con dinero, tal vez se lo prestaron”, sostiene. La sospecha tiene sus fundamentos: ¿por qué esas parteras cometerían un delito gratuitamente?
Con el correr de los meses Daniel empezó a atar cabos. Entendió por qué, por ejemplo, se habían mudado tantas veces durante su infancia: “Cuando vos cambiás de lugar los vecinos no saben nada de tu pasado, nadie pregunta por qué tu mamá no estuvo embarazada. Así de fácil creás una nueva vida sobre una mentira”, dice él.
La otra conclusión a la que llegó tiene que ver con el papel que cumplió Chola, a la que ya no llama “mi vieja” sino “mi apropiadora”.
“Es así, porque no fue una adopción sino una apropiación, aunque también creo que ella fue víctima del hipermachismo de mi apropiador, porque ya me cuesta decirle ‘mi padre’. Él quería tener un hijo y que fuera varón, a cualquier precio”. Es probable, cree, que el “trato denigrante” que su apropiador siempre tuvo con él se deba a que, en el fondo, sabía que no era su hijo.
Desde la revelación de su prima Daniel se unió al grupo “Por nuestra identidad”, desde donde busca conocer su verdadero origen. Como todavía no existe en Argentina un Banco Genético donde dejar muestras de ADN (salvo que la persona haya nacido durante la última dictadura) en el grupo lo impulsaron a hacerse un test privado, y fue así que encontró datos de su familia paterna. Daniel sabe ahora que su apellido no es Soler sino Pérez Muñoz.
“Sería hermoso encontrar a mi mamá pero bueno, salvo que me haya tenido a los 15, 16 años, lo más factible es que ya no esté con vida. Quisiera saber qué pasó, qué nos pasó”, cierra. “En el fondo, lo que busco es la verdad. Todos tenemos derecho a saber qué pasó con nuestras vidas. Sea una verdad trágica o dolorosa, creo que saber la verdad va a ser la forma de cerrar algunas de mis heridas”.
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