Cuando el médico apoyó los estudios sobre el escritorio, levantó la vista y dijo “cáncer”, Germán tenía 23 años. A esa edad uno no suele andar pensando en la posibilidad de la muerte, mucho menos alguien como él, que en ese entonces se estaba preparando para comerse el mundo.
Germán Orozco ya jugaba en la Selección Argentina de Hockey Masculino, se perfilaba para ser un capitán cantado y se suponía que solo un mes después su familia iba a encender el televisor para verlo disputar su primer gran torneo: los Juegos Panamericanos de Winnipeg, en Canadá.
“Era 1999, mi vida era bastante vertiginosa”, cuenta él a Infobae, con la calma que le dieron los años. Había entrado a Los Leones antes de los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996, cuando recién estaba saliendo de la adolescencia, aunque habían terminado en el noveno puesto. Siguió un mundial para el que no clasificaron, por eso se suponía que estos Panamericanos podían ser, por fin, la revancha.
“Entrenaba todas las mañanas con la Selección, de ahí me iba a la facultad y de la facultad me iba a entrenar a algún equipo para tener algo de plata. No paraba nunca, lo hacía porque me encantaba”, sigue. De un día para el otro, sin embargo, algo cambió: “Empecé a sentirme mucho más cansado que lo habitual, era un cansancio extremo”.
Tomás Mac Cormik, su compañero en la Selección, se sorprendió cuando lo escuchó: “Mañana no me pases a buscar -le dijo Germán-. No voy a ir a entrenar, estoy muy cansado”. Que Germán faltara a un entrenamiento era, en ese contexto, “completamente impensado”.
Nadie sospechó que ese cansancio podía ser un síntoma de algo, pero cuando se sumó la fiebre nocturna, los padres de Germán se preocuparon. Los estudios que ese día leyó el médico decían dos palabras que nadie en la familia había escuchado antes: Linfoma Hodgkin.
No eran buenas noticias: a los 23 años, Germán tenía cáncer en el sistema linfático, el que está formado por los ganglios, el bazo, el timo, las amígdalas y la médula ósea.
“No pensé en la muerte, mi miedo era no saber si iba poder volver a mi vida, a la Selección, a la vida de club, a toda esa vorágine”, reconoce. La posibilidad de no poder volver era, para él, “la muerte en vida, algo que no sé si iba a poder tolerar”.
El plan de tratamiento frustró todos los planes de gloria: tenía que hacer, como mínimo, ocho meses de quimioterapia, iba a ver los Panamericanos por televisión. Fue en ese epicentro de todo que Germán recibió un llamado de urgencia. Cuando el teléfono de su casa sonó, faltaba un día para que él empezara la quimio.
Alguien habló de futuro
Si a los 23 años Germán no solía pensar en la muerte, menos solía pensar en tener hijos. Estaba de novio con Alejandra, la misma chica que ahora es su esposa, pero eran jóvenes y la paternidad era todavía un deseo pequeño atado a un futuro que se veía brumoso.
“Un día antes de comenzar la quimioterapia la doctora me llama por teléfono desesperada. Era 1999, no había celulares, así que había estado todo el día tratando de encontrarme”, recuerda. “Cuando la atiendo, me dice: ‘Germán, no hablamos de este tema: con la quimioterapia podés llegar a quedar estéril. No sé cuáles son tus planes a futuro pero estaría bueno que vayas y criopreserves tu semen por si algún día querés ser papá’”.
La doctora le hablaba de la llamada “oncofertilidad”, una opción que permite preservar el esperma de hombres que tienen que empezar quimioterapia. La advertencia de que los mismos químicos que iban a usar para salvarle la vida podían dejarlo estéril fue muy valiosa, primero que nada, porque permitió a todos correr del medio al fantasma de la muerte y pensar en que podía existir un futuro.
Germán sólo tenía que llevar una muestra en un frasco estéril -se toma por masturbación- y eso hizo.
Lo mismo hizo el jugador de fútbol Jonás Gutiérrez en 2013 cuando supo que tenía cáncer testicular. Jonás tenía 30 años y todavía jugaba en el Newcastle cuando le advirtieron que le iban a extirpar un testículo y que la quimioterapia podía anular la fertilidad del otro. El jugador no consideró que la esterilidad afectaba su hombría. En una entrevista televisiva, de hecho, bromeó: “Uno lo perdí (el testículo), está clarísimo, el otro lo tengo congelado”.
¿Cómo se hace? “Lo ideal es pedirle al paciente que deje tres muestras de esperma, aunque a veces no es posible porque llegan muy al borde, un día antes de empezar la quimio. En general, no hay una educación o una tradición en los oncólogos de hablarles a los pacientes de esto”, explica a Infobae Gustavo Martínez, Director del Laboratorio de Fertilis y Vicepresidente de la Red Lar de Reproducción Asistida.
Cada una de esas muestras se dividen en cinco fracciones, “por lo que un paciente que congeló tres veces tiene 15 opciones”. En estos casos lo usual es que, cuando pase el temblor, les propongan hacer una fecundación in vitro. “Una inseminación artificial con semen congelado (se pone con una cánula, como si fuera una relación sexual) puede tener un 10 un 15% de tasa de embarazo, en cambio con una in vitro puede tener un 50 un 60%”.
Se cree que no hay un tiempo de vencimiento, por lo que se puede congelar hoy y hacer un tratamiento de fertilidad dentro de muchos años. Si el paciente muere hay dos caminos. Uno es desecharlo, porque es solo semen. “También, si el hombre dejó expresada su voluntad de que puede ser usado por su pareja post mortem, ella puede intentar buscar un embarazo después aunque su marido haya fallecido”.
La cuestión es que Germán fue ese día a llevar el frasquito con la muestra y volvió a llevar otro al día siguiente, un rato antes de empezar la quimioterapia.
Lo que siguió, aunque en ese momento no tenía demasiada conciencia, fue la lucha para no morir. Ocho arduos meses de quimio, de los dolores internos que ningún paciente olvida, los días guardado, sin defensas, la imagen por televisión de sus compañeros de Selección alzando una bandera con su nombre desde Canadá.
“Los miraba por la tele y sentía que estaba ahí con ellos”, recuerda él, y se le quiebra la voz. “Lo malo fue que la quimio no dio los resultados que esperaban”. La opción que quedaba era un autotrasplante de médula y probar con radioterapia.
La vida después del cáncer
Imposible olvidar la fecha del autotrasplante: 29 de febrero de 2000. Esta vez el tratamiento funcionó. De repente, Germán y su familia podían mostrar que no era cierto que el cáncer es siempre sinónimo de muerte.
De a poco, le permitieron volver a caminar, ir a los entrenamientos al menos a juntar las bochas. Seis meses después, Germán viajó a los Juegos Olímpicos de Sydney, en Australia. No porque estuviera en condiciones para jugar sino porque el entrenador creyó que su presencia era importante: “Creo que fue una forma de mostrarle al equipo todo lo que había hecho por estar ahí”.
Dos años después de esos Juegos se casó con Alejandra. Era 2002 y aquella vieja frase que la doctora le había dicho por teléfono - “por si algún día querés ser padre”- pasó a ocupar el centro de la escena.
Mientras buscaban el embarazo, Germán jugó un mundial, otro, se convirtió en capitán de la Selección. Había logrado sobrevivir y volver a tener una buena vida y fue para mostrar a otros pacientes que eso era posible que se convirtió en voluntario de la Asociación Civil Linfomas Argentina (ACLA).
Llevaban cinco años de intentos frustrados de embarazo cuando las prioridades de Germán cambiaron.
Los estudios habían mostrado que la esterilidad ya no era una posibilidad: había sucedido. Pero la advertencia de aquella doctora había hecho la diferencia. Con fracciones de las muestras de esperma que había dejado siete años antes probaron con la técnica de reproducción asistida llamada ICSI.
“Tuvimos suerte”, dice él, y otra vez se emociona. “Creo que desde algún lugar la vida te devuelve”. Bastó un solo tratamiento: Juan Martín nació en 2007, poco tiempo después de que su papá dejara la Selección para dedicarse a su familia. En 2009, exactamente una década después de haber congelado el esperma, nació Matilde.
De aquellos años le quedó la calma, también el espíritu de líder, porque hasta que empezó la pandemia Germán Orozco fue entrenador de Los Leones. Le quedaron, también, estos oleajes de emoción que antes no existían. “Me tenías que partir un hueso para que se me cayera una lágrima”, sonríe.
Le quedó, también, la necesidad de agradecer, en especial a esa doctora, “la que me dio la oportunidad”, se despide. La que no lo obligó a elegir entre vivir y ser padre.
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