La noche anterior había sido una gran noche. La incertidumbre de varios meses (hasta de años) parecía despejarse. Había podido hacerlo. Había superado sus fantasmas, se sentía poderoso de nuevo. Podía cantar, podía bailar. Los presentes, unos pocos privilegiados, quedaron deslumbrados. Michael Jackson había vuelto. Ese ensayo de más de tres horas con el repaso completo del repertorio, con prueba de vestuario y de los efectos definitivos salió casi perfecto. El equipo de trabajo no podía creer que quien estaba sobre el escenario era la misma persona endeble y asustadiza que una semana atrás se mostraba confundida, a la que le costaba retener las letras de sus propias canciones.
Michael Jackson dejó el Staple Center, el lugar alquilado para los ensayos, feliz pero exhausto. Eran las primeras horas de la madrugada. En su casa le rogó a Conrad Murray, su médico privado, que le diera Propofol, la droga que solía meterse en el cuerpo cada noche para dormir. El doctor se negó. Hacía un par de días que trataba de quitarle el hábito. El Propofol no es una droga más. Es un potente anestésico utilizado para dormir a los pacientes en las cirugías.
Jackson ingirió varios somníferos y calmantes. La lista de lo que tomó esa noche abruma: Valium, Lorazepam, Versed, Ativán. Varios de cada uno de ellos. Con el paso de las horas los fármacos variaban, se incrementaba la dosis, pero nada hacía efecto y él seguía despierto. Ya en la mañana sus ruegos fueron escuchados por el Dr. Murray. Le inyectó Propofol. Jackson logró dormirse. Pasados unos minutos cuando el médico volvió a entrar en la habitación de su único paciente, se percató de que el cuerpo que estaba sobre la cama ya no respiraba. Michael Jackson, el rey del pop, había muerto.
Murray debe haber previsto, en ese instante, la catástrofe que le sobrevendría. Intentó, vanamente, resucitar a Jackson. Hizo las maniobras de reanimación a pesar de que sus esperanzas eran nulas. Alguien llamó a emergencias y los paramédicos ingresaron a la mansión. A pesar de que no registraba actividad cardíaca, no lo declararon muerto. Nadie quería asumir la realidad.
En la clínica los intentos de reanimación continuaron casi por una hora. Si se hubiera tratado de otro paciente, la resignación habría llegado antes. Fueron 83 minutos frenéticos e innecesarios. Michael Jackson murió el 25 de junio de 2009. Tenía 50 años. En la sala de emergencias del hospital todos sabían quién era el paciente recién muerto. Cualquiera de ellos hubiera podido completar la información personal que requiere el certificado de defunción sin buscar sus documentos personales. Tal era el tamaño de su fama. Sin embargo si el mismo cadáver hubiera pertenecido a otra persona, no hubiera sido sencillo para los médicos responder preguntas básicas sobre el paciente tales como sexo, raza o edad.
Sobre esa camilla estaban los restos del fenómeno pop más grande del Siglo XX. Otro cadáver como el de Elvis Presley (el Rey del Rock) devastado, grotesco, arrasado por la fama, las presiones, la locura y los excesos. Jackson estaba muy flaco, con implantes de pelo que laceraban el cuero cabelludo, con un hueco negro e informe donde debía estar la nariz, sin la prótesis que solía usar, se veían los cartílagos que impresionaban.
El último intento por volver, por regresar a la cima terminaba antes de empezar. Todavía faltaban tres semanas para el inicio de su serie de cincuenta conciertos en la O2 Arena de Londres en los que pensaba batir todos los récords conocidos. Hacía muchos años que esperaba ese momento. Los escándalos, las gravísimas acusaciones judiciales, las deudas monstruosas e incomprensibles (se dice que ascendían a 500 millones de dólares), las malas decisiones artísticas habían hecho que Jackson perdiera su lugar de relevancia en la mundo de la música.
La oferta inicial fue para presentarse en veinte shows consecutivos. Jackson aceptó pero puso una condición. Los shows debían ser 31, diez más de los que había hecho Prince en el mismo estadio. Otra vez el rancio entuerto, la antigua rivalidad de los ochenta. Pero apenas se pusieron las entradas a la venta, la expectativa superó todos los cálculos. Jackson aceptó hacer 50 shows pero puso dos condiciones. Detalló cómo deseaba que fuera la mansión londinense en la que se alojaría y que se organizara un evento especial para que el Libro Guinness de los Récords le entregara un reconocimiento por la cantidad de presentaciones.
Una vez firmado el contrato Michael Jackson llamó a viejos conocidos. A aquellos que habían dirigido y manejado sus shows de fines de los '80 y principios de los '90. El casting de bailarines convocó a más de cinco mil aspirantes. Tenían previsto gastar doce millones de dólares en la etapa de preproducción y ensayos. Para fines de junio del 2009, para el momento en que Jackson murió, los productores habían invertido más del doble: 25 millones de dólares.
Más allá del dinero, de las entradas anticipadas, de Kenny Ortega y del resto de los profesionales, más allá de los efectos especiales y del escenario de última generación, faltaba algo más, lo primordial. Faltaba saber si Michael Jackson estaba física y emocionalmente preparado para tamaña empresa. La respuesta, a esta altura, no es necesaria.
Pese a lo que se muestra en la excelente película This is it (un registro de los ensayos en Los Ángeles de estos shows), el estado de Jackson era malo. Su inestabilidad psíquica y sus debilidad física provocaban que todos los días se planteara si los shows alguna vez llegarían a realizarse. El director Kenny Ortega logró una postergación: el estreno planeado para el 8 de julio se pasó al 13. Pero Jackson faltaba a los ensayos, y cuando iba se lo notaba disperso, débil y confuso. Varios de los bailarines lo escucharon lamentarse en voz alta: "¿Por qué tengo que pasar por esto? ¿Por qué no puedo elegir?". Algunos días se perdía en medio de sus propias canciones o parecía no reconocer a sus músicos.
El 22 de junio, luego de una semana de ausencias, Ortega tuvo una reunión con el cantante en su casa, de la que también participó el Dr. Murray. Jackson escuchó sus reclamos sin decir nada. Pero a partir del día siguiente su actitud cambió. Fue a los ensayos y se lo vio activo, vivaz y ágil.
El 24 de junio, antes de las tres horas de ensayo, estuvo otras tres discutiendo cuestiones de diseño escenográfico, efectos 3D y algunos arreglos musicales. La explicación para semejante cambio de actitud se encuentra en el Propofol. O en la ausencia de él. Esa noche Jackson y Murray acordaron detener su ingesta. Los especialistas sostienen que la recuperación es rápida y que los efectos se pueden ver de inmediato.
La adicción de Jackson a las drogas recetadas venía de años. Hay quienes se remontan a la mitad de los ochenta y al famoso accidente durante la filmación del video de Pepsi en el que su pelo se prendió fuego y el cuero cabelludo y el cuello sufrieron graves quemaduras. Lo cierto es que en el 2005 una farmacia le inició un reclamo judicial por una deuda que superaba los 100 mil dólares en medicamentos. Alguien afirmó que en esa época Jackson llegó a tomar hasta 40 pastillas de Xanax por noche para poder -intentar- dormir. Que su muerte se haya producido por un cóctel desmesurado de estas medicinas es algo que no debe sorprender.
Al Dr. Murray una corte lo condenó a cuatro año de prisión por homicidio accidental. Él cobraba de Jackson (en esos meses en realidad quienes pagaban su salario eran los productores: una exigencia de la estrella) 125 mil dólares por mes para oficiar de médico personal y encontrarse las 24 horas a disposición. Una vieja costumbre de las estrellas, un modus operandi: conseguir médicos muy por debajo de sus posibilidades que, ávidos de dinero, encandilados por la fama, dejan de lado el juramento hipocrático.
Estas estrellas, tan inaccesibles, de pronto son extraordinariamente permeables a chantas, incapaces y vividores (Michael Jackson desde el 2000 en adelante realizó negocios con personajes inconcebibles). La mayor virtud del Dr. Murray era la facilidad que tenía para decirle que sí a Michael Jackson. Y, naturalmente, la laxitud para prescribir las drogas que el músico solicitaba.
Las horas que siguieron a su muerte fueron frenéticas. El Dr. Murray se escapó y tardó varios días en ser encontrado. Los hijos del cantante -Prince, Paris Bigi- que habían sido llevados al hospital en un auto que iba siguiendo la ambulancia, quedaron al cuidado de algunos de sus tíos. Los móviles periodísticos se instalaron en la puerta de su residencia y del hospital. Fans de todo el mundo lloraron a su ídolo. La policía requisó en la habitación de Jackson dos enormes bolsas repletas de medicamentos. Y, hasta se dice, que una hora después del anuncio del fallecimiento, La Toya Jackson, una de las hermanas, ingresó a la mansión de Michael en busca del efectivo que el cantante tenía disperso en las distintas habitaciones.
Las primeras apariciones de Michael Jackson en la televisión siguen deslumbrando a más de 50 años de distancia. Un chico de 11 años con un talento descomunal. En uno de los shows con Ed Sullivan, Michael, el menor de los Jackson 5, presenta un tema. Ropa colorida, rulos afro, sonrisa inmensa. En un momento se traba, mira a los otros cuatro, hay algo artificial en ese discurso: es un chico actuando de grande. Pero cuando empieza a sonar la música se produce el milagro. Todos quedamos cautivados por esa voz, esa fluidez, ese gracia para bailar, la naturalidad del talento. Algo ancestral. Una habilidad sobrenatural. Un don. Genio.
Por ese tiempo la revista Rolling Stone lo llevó por primera vez a la tapa. El título que pretendía ser un chiste, leído a la distancia, perturba. “¿Por qué este niño de 11 años está despierto a la hora de dormir?”.
Su precocidad sin dudas influyó en lo que siguió. Ese chico de 11 años alegre, con una raza definida, con nariz ancha, de cara redonda y sonriente mutó, atravesado por el éxito y una fama desmedida, en ese anciano prematuro y frágil, perverso y grotesco, que meses antes de su muerte era paseado en sillas de ruedas, extremadamente delgado, con barbijo y al que en cada aparición pública se lo notó incoherente.
Mientras se convertía en el artista más vendido de su tiempo, Jackson se transformaba. La gente que lo había acompañado en su carrera hasta Thriller no estaba más. Sus excentricidades se convirtieron en algo más peligroso. Primero fueron las cirugías. Ese joven con una simpatía natural se convirtió en el hombre de plástico, sin facciones (y literalmente sin nariz). Luego sus gastos, los problemas económicos; también los errores en la carrera, la búsqueda desesperada, estéril por superar Thriller, yendo tras el gusto del público (aunque lo que hoy se perciben como discos no tan exitosos vendieron treinta millones de copias, como Bad y Dangerous); luego los falsos matrimonios, los hijos diseñados; y, por supuesto, los delitos aberrantes, los abusos a menores.
En un mundo de megalómanos como el del espectáculo, él era el rey de los megalómanos. Todo en su vida era exceso. Se relacionaba con las personas, las cosas y las actividades casi exclusivamente de manera patológica. Y todo lo referido a Michael Jackson, todo aquello que no fuera su música exudaba un aire a tristeza irremediable, irremontable. El rey del pop y el rey de la desolación.
Pocos días atrás circularon las fotos de su habitación el día de su muerte. Decenas de frascos del anestésico quirúrgico, miles de comprimidos de sedantes y analgésicos, fotos de niños y una rara muñeca con aires macabros. Un resumen duro pero ajustado de sus últimos tiempos.
El final fue abrupto pero a pesar de tener cincuenta años nadie que conociera la historia de su vida, y principalmente de sus últimos años, pudo decir que fue prematuro. Se alejó tanto de la realidad que al final salió de ella.
El de Michael Jackson fue un descenso irrefrenable. Como si su vida hubiera entrado en arenas movedizas: al principio parecen inofensivas, solo una detención en el camino, pero el hundimiento se torna inexorable y progresivo. A cada segundo la situación empeora. A la vista de todo el mundo. Un mundo que no quiso verlo, que no quiso darse cuenta.
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