Cuando a comienzos del año 2000, obreros excavaban para instalar una línea telefónica en Vilna, la actual capital de Lituania, nunca pensaron que serían protagonistas de un descomunal descubrimiento: se toparon con la mayor tumba colectiva de soldados napoleónicos, cientos de hombres entre 15 y 25 años que fueron enterrados en las trincheras que ellos mismos habían cavado para defenderse de los rusos, en 1812.
Eran mudos testigos del principal desastre que sufrió el poderoso ejército de Napoleón Bonaparte cuando el 24 de junio de ese año invadió Rusia y llegó a una Moscú abandonada. El crudísimo invierno, los despiadados ataques del enemigo -que se vengaban de la matanza de pobladores y campesinos rusos a manos de los franceses- diezmaron sus tropas en una larga retirada de la que solo sobrevivió el veinte por ciento de los hombres.
Cuando Napoleón cruzó el 24 de junio de ese año el río Niemen, límite entre el Ducado de Varsovia y Lituania, lo hizo al frente de un ejército de 691.500 hombres. Con el zar Alejandro I había mantenido relaciones amistosas. Luego de que Bonaparte lo derrotase en Friedland, firmaron la paz de Tilsit en 1807. Ambos acordaron asistirse militarmente y Rusia se comprometió a participar del bloqueo a Inglaterra.
El zar, presionado por la nobleza rusa, rompió esa alianza, permitió el ingreso de mercancías inglesas, contradiciendo lo que había acordado con Francia. Napoleón -desechando los consejos de sus asesores militares- decidió invadir el país. El último antecedente había sido en 1612 con la invasión polaca.
Aun cuando la marcha se realizó en verano, el ejército tuvo problemas de logística y de agua para sus sedientas tropas, y se movía lentamente. El 17 de agosto se enfrentaron primero en Smolensko y el 7 de septiembre chocaron contra los rusos en Borodinó, una sangrienta batalla en la que murieron 40 mil rusos y 20 mil franceses. Esa victoria le abrió a Napoleón el camino a Moscú.
Los rusos adoptaron la estrategia de tierra arrasada. Los campesinos destruían las cosechas, se deshicieron de los forrajes, quemaban las chozas, los molinos, se destruían puentes. Evitaron librar una batalla en campo abierto.
Cuando el corso entró a Moscú la encontró abandonada, sin alimentos ni agua y con pocos lugares para refugiarse. Iluso, preguntó dónde estaban las autoridades civiles para recibirlo. Hasta pensó que se le entregaría las llaves de la ciudad. Muy lejos de eso, detrás de las murallas de la ciudad se escuchaban los ruidos de la retaguardia rusa que partía.
Napoleón le mandó tres cartas a Alejandro I, que estaba en San Petersburgo, proponiéndole un acuerdo, pero siempre bajo sus condiciones. El zar nunca las respondió. Es más, cuando se enteró de los incendios, dijo que habían iluminado su alma.
Bonaparte dejó que sus tropas se dedicasen al saqueo, a la rapiña y a las violaciones. La catedral de San Basilio fue usada como establo. Napoleón hizo descolgar la cruz dorada para llevársela a París pero se desilusionó cuando comprobó que era de madera con un simple baño dorado.
El 13 de septiembre, en una miserable choza del pueblo de Filí en las afueras de Moscú, el general Mijail Kutúzov, un experto militar de 67 años que ya había combatido a los ejércitos napoleónicos, convenció a su estado mayor de quemar la ciudad, siguiendo con la estrategia de tierra arrasada frente al avance del gigantesco ejército francés que se acercaba. “Que Napoleón entre en Moscú no significa que haya conquistado Rusia”, le escribió al zar, con el que no tenía demasiada química. Nunca le había caído en gracia ese general inteligente, frío y calculador, al que le faltaba el ojo derecho que había perdido en las guerras contra el imperio otomano. El zar lo había nombrado para levantar la alicaída moral del ejército ruso.
Entre el 14 y el 18 de septiembre, la ciudad ardió.
En un primer momento, el emperador francés pasó una noche en el Kremlin, que tenía sus puertas abiertas. A regañadientes al ver el peligro de los incendios, se trasladó a las afueras, al castillo de Petrovsky. Su propia tropa sorprendió a un ruso queriendo incendiar el Kremlin, y fue ejecutado a bayonetazos en un patio interno. Napoleón volvería a ese palacio cuatro días después.
En la ciudad todo era descontrol. Las casas, en su mayoría construidas en madera, ardieron hasta las cenizas. Sus 275 mil habitantes se habían ido, y solo quedaron unos seis mil, la mayoría extranjeros, delincuentes y enfermos.
El conde Fiódor Rostopchin, gobernador militar de Moscú, estuvo a cargo del operativo piromaníaco y ordenó que también se quemasen las iglesias. Los franceses encontraron en distintos puntos de la ciudad detonadores inflamables.
Dicen que algunos de los incendios fueron provocados por los propios soldados franceses, en su afán de armar fuegos para cocinar. De 9 mil edificios, unos 6.500 quedaron destruidos.
Bonaparte pasaba los días encerrado, hojeando libros de una biblioteca. Durante un par de noches mandó a representar obras francesas por una compañía de actores que estaba en la ciudad por casualidad.
Antes de irse, ordenó volar el Kremlin, pero no pudieron. Solo lograron derribar una de sus torres.
Fue un error de cálculo el de haberse quedado seis semanas en una Moscú incendiada, abandonada, sin nada para comer y con el invierno en ciernes. El general Kutúzov se extrañó que su oponente no hubiese sospechado de la trampa en la que había caído. El 19 de octubre ordenó la retirada. Ese día la temperatura era ya de cuatro grados bajo cero, la que bajaría a menos 30 grados en diciembre. El 24 de octubre los rusos los vencieron en Maloyarolavets.
Sus soldados no tenían ropa de invierno. Hambrientos, enfermos de tifus, muchos con sus extremidades congeladas, sometidos a continuos ataques de guerrillas, perdieron la disciplina y todo se transformó en un sálvese quien pueda. Era peligroso dormirse porque se corría el riesgo de no despertar más ante los 40 grados bajo cero de temperatura. Hubo deserciones masivas de soldados exhaustos, temerosos de los ataques sorpresivos de la caballería ligera rusa y de campesinos devenidos en guerrilleros.
Bonaparte dejó la orden a su ayudante que lo matase antes de caer prisionero de los rusos.
Cruzar el helado río Beresina fue un martirio. Los rusos habían destruido los puentes y los que construyeron los franceses, precarios, terminaron cediendo. Los soldados, en su desesperación, pisoteaban heridos, arrollaban con lo que se le cruzaba con tal de llegar a la otra orilla.
A Vilna llegaron algo más de treinta mil hombres. Lo que Robert Thomas Wilson, oficial británico que sirvió en el ejército ruso, vio en un hospital francés fue aterrador y lo dejó plasmado en su diario: “El hospital de S. Bazile presentaba el espectáculo más espantoso: siete mil quinientos cuerpos estaban apilados como cerdos unos sobre otros en los pasillos; los cadáveres estaban esparcidos por todas partes; y todas las ventanas y paredes rotas estaban llenas de pies, piernas, brazos, manos, troncos y cabezas para encajar en las aberturas y mantener fuera el aire de los que aún vivían. La putrefacción de la carne descongelada, donde las partes se tocaban y el proceso de descomposición estaba en acción, despedía el olor más cadavérico”.
A fines de diciembre de ese año llegaron a Königsberg, capital de la Prusia Oriental, los pocos miles que habían logrado sobrevivir. Los que murieron terminaron sepultados en diversas fosas comunes abiertas en varios puntos del camino.
Esa montaña de huesos desparramados en cien metros cuadrados de miles de infelices sorprendidos de casualidad en su descanso eterno, fueron una mínima parte del alto precio que pagó Napoleón, ya que el desastre ruso supuso el inicio de su caída política. Aunque para su Waterloo faltaría un poco más.
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